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Beatriz Aldaco. Los breverismos de Agustín Monsreal

aldaco-y-monsrealEn torno a la obra de este maestro de la microficción, Beatriz Aldaco, nos advierte que su análisis se funda en la propia sentencia del autor: El gran secreto de la Breveridad es que no guarda ningún secreto.

 

 

 

Profundas breveridades en los breverismos de Agustín Monsreal

Beatriz Aldaco

 

Una buena respuesta a los críticos esmerados en encontrar la esencia o definición precisa de la minificción, que muy probablemente los defraude, son dos líneas monsrealeanas que preludian, junto a otras, el libro que presentamos:

El gran secreto de la Breveridad
es que no guarda ningún secreto.

Agustín Monsreal
Si convenimos en que cuando hablamos de minificción transitamos el terreno literario, está de más exigirle al nuevo género otras recursos, características y licencias que no sean los que el consenso de siglos, aun con las constantes variables temporales, ha considerado como connaturales a la literatura. Si la controversia se centra en cuestiones técnicas como la extensión de los textos, nunca tampoco se ha dicho la última palabra acerca de la diferencia entre cuento largo y novela corta, y estos géneros siguen creándose y recreándose, defendiendo fustigosamente su derecho a ser, sin someterse a disquisiciones conceptuales propias de las lides académicas.

«Huye del academicismo y prolongarás tu originalidad», dice el narrador de Breveridades… en el apartado «Setenta voces siete».

Inicio con este asunto no porque pretenda aliarme a las interrogantes que buscan acotar y agotar las características de la minificción en la rigidez de un concepto, sino porque el propio autor convierte el tema en motivo literario, como lo muestra el par de frases citadas.

Ajeno a los señalados aprisionamientos, cuyo riesgo mayor es limitar la imaginación creativa, leemos a Agustín Monsreal exhibiendo en cada minificción la no «secretitud» de sus palabras que, transparentes y gozosas, continúan extendiendo un hilo imparable que comienza en la desnudez de pequeñas libretas, desde las que va tejiendo un cuaderno minificcionista de imparables (porque ya no lo puede evitar) alcances.

Hacer malabarismos con la palabra en busca de los variados y multiformes sentidos de la existencia es, para mí, la virtud mayor de la vocación minificcionista del autor. Lo que diferencia su quehacer literario del de otros practicantes del género es la negativa, intrínseca en cada frase, de quedarse en el límite de los significantes, de las grafías, de las letras que, encarreradas unas tras otras, detonan eufonía, complacencia sonora.

«Tu breveridad nunca debe sonar a hueco», sentencia la voz minificcional en el mismo «aparte».

Su búsqueda y logro creativo cristalizan en dos placeres: el de la armonía textual y el de los significados, porque en ese trabajo de filigrana que hace con las palabras, de pulimento orfebre al que las somete, ninguna de ellas es casual, gratuita o dispuesta en calidad de comodín, tentación que suele imponerse sobre todo en textos cortos, como cuando se fuerza el sentido del verso para soportar una rima o se construyen fragmentos de palabrería sin solidez significativa o con asuntos que no pasan de simpáticas ocurrencias. Y así como con los significantes en relación con los significados, sucede también con otros ingredientes asociados al género, como el humor y la ironía: en la literatura de Agustín Monsreal éstos conllevan siempre una justificación, que se manifiesta en esa sensación estética posterior a la lectura, cuando se nos impone un alto aunque sea minúsculo en el recorrido lector para afianzar en nuestro sentir y pensar una nueva asociación que enriquece nuestra comprensión sobre lo humano.

El primer aparte de Breveridades y breverismos, con entreverados textos en los que también ronda la anécdota y el relato casi, casi tradicional, me ha sugerido la siguiente especie de tipología minificcional, que es sólo un pequeño acercamiento al universo temático del autor, imposible de descifrar y mucho menos de agotar aquí. Se trata, digamos, de una especie de monsrealeario mínimo:

  • 1. La búsqueda del significado de ser en el mundo, mediante un hablante narrativo que indaga sobre la misión humana:

«¿Cuál es tu monstruosidad incanjeable, cuáles tus demonios recurrentes, cuáles tus deformidades irreversibles, cuál es esa belleza absoluta que existe en respirar y vivir más allá de la cordura y del naufragio de saberte vivo?».

«El caminar incesante es tu destino de hombre forjador de asombros y de dioses, fundamental, eterno, absolutista, inalcanzable: la historia mayor de tus atributos, la luz antigua de tus cicatrices, la única verdad de tus señas particulares».

  • 2. La supeditación del ente masculino a la inaprehensibilidad de la mujer, simbolizada en la enigmática figura de la sirena. Fuera de las connotaciones sensuales y eróticas del exótico personaje femenino, este motivo es igual al desamor, a la imposibilidad del amor en pareja.

«Tú y yo, tan extraviados, tan distantes, y tan inevitables, sólo nos reconocemos a tientas, a ciegas, a mordeduras de luz en el dolor de la sombra. / Tú y yo, lamento de soles lamiendo la memoria en desconsuelo de su eco».

Después de traerla sobre su corazón durante mucho tiempo, «se fue arrugando, destiñendo, hasta que un día, cansado ya, la guardé en su sobre, la rompí y la tiré a la basura».

  • 3. El enaltecimiento del amor realizado, vivido, experimentado. En pocas palabras, la aceptación, rebosante de optimismo, del amor

«Borrón de mi pasado y cuenta nueva en ti de mis años. A pesar de todos mis ayeres, mi ave funda entre tus alas su primer nido. Ahora sé que mi único destino es juntar mi vuelo con el vuelo solar de tu destino».

«Eres la mejor mitad de mí mismo, la más entera. Y eso, que no es nada, es tan todo. Cada centímetro de mí que haces tuyo, a mí me vuelve más de una pieza, más genuino, más completo».

  • 4. La desmitificación del amor romántico y eterno, trocando el deber ser ancestral de ese sentimiento absoluto y eterno, en el «no deber ser» de lo concreto y presente: lo micro es lo macro; el instante, la eternidad; el entorno doméstico, el universo entero.

«No quiero todo de ti; sólo tu mejor parte. No para toda la vida; sólo para un trozo de eternidad. Nunca pediré más ni menos. Nunca construir una casa; sólo fundar, para tu destino y el mío, un albergue infinito, inmortal. Ni más ni menos.

  • 5. El auto auscultamiento a partir del uso de la segunda persona autorreferencial, hasta llegar a un sacudimiento casi cruel del yo, en un intento de extraer de éste lo que pueda abonar a un mayor conocimiento de sí mismo:

 

 «Descansa, ya déjate en paz de ti, de tus obsesiones, tus carencias, tus enfermedades imaginarias, tus insomnios, tus pérdidas, tu soledad incurable, tus vacíos interiores, tu victimez sin salida, tus desmilagros, ya déjate en paz de tanto vivir sin ti».

En el «Aparte de en medio» la voz poética aforisma sobre el corazón jugando con las paradojas («Mi corazón está cada día más grande de tan miniaturizado». «Ha crecido tanto mi corazón que ya parece cabeza de alfiler») y con sentimientos como la soledad, una soledad muy versátil pues el corazón que la alberga puede ser a la vez liebre, piedra, lobo, tigre, águila, gato, sapo, caracol, aunque después de todos estos ejercicios de imaginería bestiaria nos quedamos con que eso que está colocado en el pecho pero que se muestra siempre como si estuviera vibrando y sangrando en nuestra mano, es sólo un «topo solitario».
En el Tercer aparte la voz poética es lo mismo un incestuoso o incestuosa en potencia, un solitario irredento, un escarabajo que juega con Gregorio Samsa o un animalhumano sexualmente pleno.

Si tuviera yo, lectora asombrada y gratificada, a un lado al autor, le diría que continuara multiplicando luminosamente los sentidos, magnificándolos a breveridad; que no cejara en repasar cada arista, cada ángulo, cada vértice de cada uno de los temas que le obsesionan porque el ejercicio es tan placentero y tan de larga duración como puede ser la interpretación de cada una de sus minificciones. No te canses, le diría, de hacernos saborear el amor en sus tonalidades agridulces, el amor con sexo o sin él, imaginario o carnal, filial o a Dios o al demonio o a los demonios que de tanto en tanto invocas porque de ellos es también el reino de nuestro ser; no dejes de regodearte y regodearnos en el amor esperanzado, en el que nunca fue de tanto haber sido, en el que se va y regresa pero ya no es el mismo porque el tiempo le ha causado desperfectos y no hay ya remplazos para modelos caducos.

Aforisma sobre la soledad, la dueña de todos en algún lapso del día o de la vida; filosofa poéticamente sobre nuestra pequeñez pigméica; no desfallezcas en seguir burlándote de lo que algunos llaman «éxito» y de las impostaciones de los que se hacen llamar «profesionales»; sigue de irreverente, de deliciosamente sarcástico; no te canses de poner las cosas de cabeza porque es una vía por la que tus lectores redescubrimos el mundo de todas las maneras posibles menos las canónicas, ortodoxas y mayormente aceptadas; no dejes de deleitarnos con la rapidez profunda de tus neologismos, metáforas y símiles, a ver si así logramos retener y contagiarnos aunque sea un poco de la chispa de tu lucidez y llama creativa, sintiendo que somos, aunque sea por el instante que dure nuestra conexión autor-lector, los genios de la botella echada a la suerte de algún mar, o por qué no, las sirenas y sirenos de tu literatura. Continúa convirtiendo, según tu decir, «pequeñas nadas amorosas en minúsculas grandiosidades».