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Inés Westphalen. Los viajes “verdaderos” de Antonio Cisneros

ines-westphalenPeruana radicada en México desde hace una pila de años, amiga del autor del libro periodístico-literario “Ciudades en el tiempo. Crónicas de viaje”, hija de Emilio Adolfo Westphalen, nos ofrece otra visión muy personal del gran poeta Antonio Cisneros.

 

 

 

Ciudades en el tiempo o los viajes «verdaderos» de A. Cisneros

«Desde que nacemos hasta que morimos estamos viajando. Y lo más probable es que el viaje continúe en el más allá.» A. C.

 

Inés Westpahlen

Es un honor para mí estar aquí, celebrando la publicación de este libro que nos trae al «joven poeta Antonio Cisneros» de regreso a México.

Antonio Cisneros
Antonio Cisneros
Digo «joven» a pesar de que Toño me llevaba sus añitos, porque sin duda así fue como se presentó ante mis sorprendidos ojos de adolescente en la Lima de fines de los sesenta: un joven de chamarra de mezclilla (casaca de blue-jeans, diríamos nosotros) y cabello largo, acompañado de su bella familia: una talentosa flautista y un niño parlanchín de tres años de edad. Hay que decir que además de ocupar uno de los recién estrenados departamentos del «complejo habitacional» Residencial San Felipe, este joven de menos de 30 años venía con el aura prestigiosa de su estancia en aquella Londres, como nos dice el propio Cisneros libre y desaforada entre los largos pelos, las camisas floreadas, el bajo continuo de los Beatles y de los Rolling Stones.

Naturalmente a quien visitaba Toño era a mi padre, el poeta Emilio Adolfo Westphalen, con quien había coincidido en La Habana en el 68, año en que Cisneros logró su primer reconocimiento internacional con el «Premio Casa de las Américas» otorgado a su «Canto ceremonial contra un oso hormiguero». En este título se nos revela ya una marca distintiva de nuestro homenajeado: ser un «peruano», especie bizarra sudamericana que suele ir en busca de minucias sin percatarse de la extrañeza (o fascinación) que puede causar cuando se encuentra en territorio ajeno.

Toño es ese «oso hormiguero» viajero y aventurero, un poco a su pesar, viendo a través de los lentes de una urbanidad de otras tierras la esquiva realidad. Observándola con particular dedicación de manera a poder luego compartirla con sus afortunados oyentes tan desmenuzada, revuelta, corregida y aumentada como sea necesario para ser bien acogida y no resultar un indigesto «platillo exótico».

Aunque se suele decir que «la memoria es traicionera», leyendo las crónicas de Toño uno cae en la cuenta que la primera distorsión proviene justamente de esos ojos con los que observamos nuestro entorno. La mirada de un poeta latinoamericano no puede más que ser altamente particular aun cuando, como dice Cisneros a propósito de la comida peruana, todos le debemos algo a alguien, todos somos crisoles de todos.

IMAGINAR ¿qué mejor pasatiempo cuando esto nos ayuda no sólo a explicar nuestro entorno sino a construir nuestra propia historia? Sí, así exactamente como la hubiéramos querido, como nos conviene y tal cual sabemos que será apreciada por nuestros escuchas o nuestros lectores. Y sin embargo por allí se cuela esa realidad reacia e implacable que las palabras o versos de los poetas describen mejor que nadie.  ¡Qué más preciso que la siguiente descripción?; «Los amaneceres, a pesar de la espléndida luz, se sucedían fofos y vacíos como una cantimplora en un desierto.» O mejor dibujado que este pasaje «Los EEUU son unos chupetes de colores, sus desfiles de waripoleras, sus hula-hula eran el símbolo del gigante puritano y cándido de solemnidad

Acostumbrada a una vida errante, fue en 1975 el segundo encuentro que destaca mi memoria con el que fuera colaborador de mi padre en la renombrada revista Amaru de la Universidad Nacional de Ingeniería del Perú (título de la revista -por cierto- más en función de la mitología incaica que del caudillo cuzqueño). Puedo compartirles con tanta precisión la fecha porque en ese año nació Soledad, a fines del mes de enero y «el día de la nieve» según describe Antonio Cisneros en un poema. Eso ocurrió en Budapest y, unos tres meses después, llegaba justamente a Roma Toño, con quien sería su compañera hasta el final de sus días. Pero nos visitaba sin esa «pequeña dama» que, haciendo honor a su nombre, había emprendido ya camino al Perú, a casa de sus abuelos, como precoz viajera de este mundo, adelantándose al retorno a la patria de sus padres, mismos que en cambio hicieron escala en la «Ciudad eterna» tal vez atrapados por aquella también eterna encrucijada por la que «todos los caminos llevan a Roma», o tal vez en este caso sea mejor decir: «pasan por ella».

El tercer encuentro cae, inevitablemente, en esta Ciudad de México donde mi padre hospedó al amigo en su departamento, cercano a la Embajada del Perú entonces situada en Polanco. No sabría corroborar la anécdota que nos señala Toño en este libro, puesto que los andares de mi padre en sus horas de trabajo y lejos de nuestras miradas siempre fueron misteriosos, pero sí puedo decirles que entonces Poli Delano coincidió con Toño en una agradable reunión en los «Edificios Condesa» y luego, sin haber pegado ojo, se presentó en su compañía, muy puntual a las nueve de la mañana para que emprendiéramos viaje a Querétaro. Poco más puedo contarles al respecto ya que esa fue la primera vez en mi vida que tenía la responsabilidad de manejar en carretera y mi copiloto (es decir Antonio Cisneros) aprovechó las horas de recorrido para compensar con algo de sueño su noche en vela; eso sí yo traje de regreso a todos mis tripulantes sanos y salvos.

Con alguien tan solicitado para encuentros, concursos, premiaciones, coloquios y demás eventos culturales (propios y ajenos), finalmente después de varios años volvimos a coincidir justamente en esta plaza donde Cisneros participó en un encuentro de poetas promovido por Alejandro Aura. En efecto un domingo de junio del año 2000 hubo un gran «Festival de Poesía» en el que participaron poetas de diversos países, desde Gonzalo Rojas hasta Tomás Segovia y Marosa di Giorgio. En su honor se había montado toda una escenografía y a cada uno de estos ilustres representantes de la poesía latinoamericana se le confirió un particular asiento imaginado por igual número de artistas mexicanos. Acaparado como estaba por sus anfitriones apenas si dimos unos pasos entre el templete y su hotel, a menos de media cuadra del Zócalo. Feliz del sillón que le había tocado en la presentación, igual alcanzó a preguntarme por mi padre. Curiosamente, aunque él venía de Lima, el deterioro de la salud del escritor lo mantenía recluido en una clínica y muy pocos lograban acercarse a saludarlo.

Siguiendo el proceder que marca Toño en sus crónicas, permítanme ahora dar un brinco a la que fuera su oficina en el Centro Cultural Inca Garcilaso de la Vega del Cercado de Lima, importante institución de la que estuvo a cargo hasta su deceso. Quería yo entonces pedirle su apoyo para imaginar algún evento conmemorativo por el próximo centenario de mi padre y de su amigo, el escritor José María Arguedas. Luego de su lapidaria sentencia: «Los outsiders de la cultura peruana» y un recorrido por las instalaciones, salí del edificio colonial con la promesa de una nueva exposición para mi madre que prolongara aquellas tan exitosas que había tenido esta pintora abstracta peruana, el año anterior, en las galerías de la Municipalidad de Miraflores.

Mi último encuentro ocurrió en la Casa del Libro de la UNAM. Pensando en sus nietos, si mal no recuerdo, le lleve algunas golosinas de la vecina tienda de dulces típicos de Celaya. Nuevamente nuestro «cruce por los caminos de la vida» fue breve. Aunque debo decir que él nunca tuvo dificultad alguna en identificarme y proseguir con una charla solo interrumpida por varios años de desconexión total. Sin embargo unas frases se me quedaron grabadas en esa ocasión y por desgracia no mucho tiempo después cobraron todo su sentido:
«No me gusta ya viajar. Todos los viajes que necesitaba hacer ya los he hecho. Es pesado tener que ir a conferencias y lecturas. Soy un patriarca de mi familia y allí me gusta estar.»
Siendo un joven de 69 años Toño falleció en Lima, según sé (y a semejanza de otro gran escritor peruano, Julio Ramón Ribeyro) de un cáncer de pulmón: ambos posibles víctimas de las estadísticas y/o de esa irrefrenable pasión por los cigarros de los años 60 – 70. Quienes lean su libro sabrán porque lo menciono.
Es así como en este «Libro de viajes» aparecen aquellas «ciudades invisibles», no de Italo Calvino sino de un latinoamericano profundamente peruano que prefiere regalarnos una visión desenfadada e irónica de sí mismo y de su tiempo.

Termino con una anécdota que de seguro sería de su agrado. En el 2012 además de visitar la exposición realizada en su honor en el Centro Cultural Garcilaso de la Vega, fui la receptora involuntaria de las condolencias de nuestro Premio Nobel de Literatura, mismas que este pensó estar expresando a «la Negra» Nora Luna, esposa de Toño, y que yo recibí (algo atrasadas) a nombre de mi padre.