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Waldo Leyva. Poemas

waldo-leyvaUna muestra de la poesía del diplomático y poeta cubano, premio Casa de América de España.

 

 

 

Waldo Leyva

 

ES TOCABLE LA SOMBRA

Íntima es la madera
y dolorosa el agua que fluye hacia la espalda.
La tarde cae, viene desde algún sitio sin huella
sin sonido. Es tocable la sombra.
Mi piel en el espejo tiene anuncios que muerden.
Salgo a la calle con la misma pregunta
pero mi voz no asombra
ni recuerda el timbre de otros días.
Nadie tiene respuestas; los que pasan
buscan rumbos distintos
si me miran creen descubrir mapas ajenos
historias que no le pertenecen
dados marcados por otros tiempos.
Vengo de allí, les digo
sólo me he adelantado un poco.
Mírenme, repito, yo estoy en el sitio
al que ustedes deben llegar mañana
si antes no se borra su sombra en el camino.
Pero pasan de largo a través del espejo
y los veo multiplicarse, perderse sin retorno.

 

ODISEO

No puedo asegurar si estoy partiendo
o si he llegado al fin donde quería.
El olor de la tierra es familiar,
no me resulta extraño el árbol,
ni la garganta migratoria de los pájaros.

Los espejos de agua
me devuelven un rostro indescifrable.

¿Alguien me vio partir?  
                      ¿Alguien me espera?

En la memoria del porvenir
yo seré el que regresa,
y en la piel, junto al salitre
y ciertas mordeduras incurables,
tendré tatuado el ruido de la sombra
y el silencio que dejan las batallas.

 

EL DARDO Y LA MANZANA

Soy un hombre detenido
en la línea sin origen ni fin de una saeta.
Sin mí, sin la referencia que soy,
nadie hubiera encontrado el viento roto,
el paisaje escindido,
la huella aguda y misteriosa de la madera.

¿Dónde está el blanco que persigue la flecha?
¿Quién tensa el arco?
¿Qué mano laboriosa modeló este venablo?
El dardo es una excusa entre el veneno y la manzana

 

CARA O CRUZ

He aquí la moneda. Brilla en mi mano su rostro de metal. Como sólo ese lado ofrezco al mundo, los otros creen, o fingen creer, que ese raro relieve inexpresivo es toda la moneda, y mientras siga con la mano abierta, mientras la luz dependa de mi mano, mientras un golpe no desarme el brazo y revele la cruz, yo seré el portador, y lo que piense o diga, ha de ser la verdad antes del verbo. El riesgo de este juego es que uno mismo llega a ignorar que la moneda existe, y que puede girar sobre sí misma, porque tiene un anverso y un reverso.  

 

UTOPÍA

Qué color puede tener mañana el día.
Estamos en verano,
si te detienes a pensar,
si juntas todas las horas de tu vida,
tal vez logres imaginar los olores del amanecer,
el canto de algún pájaro perdido,
los ojos del que va a tocar tu puerta.
Ningún día es igual y tú lo sabes,
pero quieres que mañana
y todos los mañanas de mañana
se parezcan a un día de hace tiempo,
quizá no todo el día, ni siquiera una hora,
sólo el minuto aquel, el segundo preciso,
en que pudiste ver, como en un sueño,
el azul intocable de esa Isla

 

EL INOCENTE OJO DEL ANTÍLOPE

Un tigre salta de la piedra.
Vuela el ave que ignora la angustia del vacío.
Ciego es el pez, su pupila es el agua
y muere herido por el aire.

La lombriz puede ser reina de la altura
y deshacerse el árbol
en el vientre insaciable del insecto.

A la cruz del comienzo clavado sigue el hombre.
Sangra. Puede ver aún el rostro de los otros.

 

LLUEVE EN COYOACÁN
                                               «Pies pa’ qué los quiero si tengo alas»
                                                                                                            Frida Khalo

Es domingo,
un domingo lluvioso de Septiembre.
Estoy con Roberto y mi mujer
en la Casa Azul de Frida Kalho.

La lluvia hace más íntima esta tarde en Coyoacán.

En cada objeto está latiendo Frida.
Miro sus óleos, los autorretratos desafiantes
y no puedo apartarme de sus ojos,
del arco silvestre de sus cejas,
de su perfil volcánico.

Aquí con el corsé torturador,
allá con un rebozo violeta.
En el otro extremo está la hermana,
de belleza distinta,
y su padre siempre pendiente de sí mismo. 

La lluvia es de algún modo la memoria.

En la cocina, la arcilla recuerda la ceniza
y el ruido de otros tiempos
donde la sangre indicaba el rumbo de las noches.

Roberto fija cada instante pero el museo se resiste.

Intento imaginar a esta mujer andando por la casa,
imponiendo su furia, sus olores,
sufriendo y disfrutando, las roturas del cuerpo.

Diego no existe en la imagen que esta tarde
me provoca la casa.
Su presencia es accidental, casi foránea.

La lluvia es fina como un polvo de agua.

Cierro los ojos y me llegan los ruidos
de su columna vertebral,
las maldiciones, el temblor del violeta casi ausente,
el tacto áspero y tierno de su bata frondosa,
la música cortante y persistente del azul,
y el olor, en crescendo, a desnudez,
a sexo reclamante, a semen húmedo.

Llueve en Coyoacán.

Frida sale al patio, no tiene el cuerpo roto,
baila desnuda sobre las piedras,
y la ciudad se calla.
La estoy viendo con los ojos cerrados,
la estoy tocando sin el tacto que estorba,
me llega el olor de  su piel
tatuada por los vientos de otra edad
donde su corazón fundaba la piedra de los sacrificios.

No quiero despertar.

Si abro los ojos Roberto estará fijando el rostro
de mi mujer junto la foto absurda de Frida en el salón.

No quiero despertar, pero cesó la lluvia
y la ausencia de Frida llena el lecho
donde tantas veces se buscó a si misma
para dejar sólo retazos suyos
dispersos en las telas
donde creen encontrarla los que pasan.

 

UN SITIO DE AYER O DE MAÑANA

La señora y el señor van en silencio.
Aunque viaja la una junto al otro
es un viaje distinto. No se miran,
no comparten asombros
cuando rompe el amanecer 
en la hendidura ovalada del avión.
¿Parten o regresan?
Es imposible sospechar que tuvieron
alguna vez algo en común.
Él mira en la diminuta pantalla
un film banal por donde pasa,
desvistiéndose siempre,
una muchacha de cabellera falsa
y muslos pobres.
Ella duerme a ratos o mira fijo
un espacio que seguro no es este.
Es un sitio de ayer o de mañana,
donde no es difícil imaginar que sobra él.
Si llega la aeromoza, él responde por ella:
—la señora no quiere, solo agua por favor—
y ella no bebe, no agradece, no está.
La señora y el señor van en silencio;
no hay odio ni memoria en sus miradas.
Vienen de algún lugar que han olvidado,
se dirigen a un sitio que ignoran todavía.

 

LA ETERNA DISPUTA

He vuelto de un sitio del que nadie regresa.
No sé si fui empujado o decidí esa ruta.
Probé todas las aguas y deseché la fruta
que me ofreció el barquero con tanta gentileza.

Cuando emprendí el camino, llevaba en mi cabeza
la fiebre inmemorial de la eterna disputa
entre el ser cotidiano y esa idea absoluta
que asume muchas formas y en ninguna se expresa

mejor que en ese viaje hacia un tiempo sin fondo,
hacia el silencio puro y el vacío más hondo
que pueda imaginar la conciencia del hombre.
Yo toqué ese silencio, su densidad, su frío
y conocí al barquero y hasta el agua del río
pero soy incapaz de pronunciar su nombre.

 

LAS HORTENSIAS AZULES

Tú acaso no lo sepas,
                       Isolda
Raúl Hernández Novás

Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules junto a tu puerta, tenían que ver con el último gesto de John Lennon, ese modo irrepetible de mirar a la cámara que sólo poseen los que saben que detrás de la lente está el vacío y no la muchedumbre. Yo busqué en el espejo muchas veces, pero es imposible, el secreto temblor se entrega solamente cuando el cristal no reproduce el rostro.

Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules junto a tu puerta, no fueron un mensaje de amor, ni ocultas claves para la memoria. Ya no estoy, y eso lo sabes, pero también las hortensias se murieron y nada tiene que ver con sus pétalos el azul que descubrimos aquella tarde en un rincón del cielo.

Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules de que hablaba el poema, no existieron, aunque sí el gesto de John Lennon, y el vacío oculto tras la lente, y el azul que descubrí yo solo mientras dejaba, junto a tu puerta, un mensaje de amor contra el olvido.

 

EL ORIGEN DE LA SABIDURÍA

Aquí llegamos, aquí no veníamos
José Lezama Lima

He vuelto desde un sitio en el que nunca estuve. Traigo la memoria de los hombres que me acompañaron. El Amedrentado, el Miedoso, me propuso como líder de la caravana. Todos se empeñaron en seguir mi huella por la arena, pero yo no era nadie, desconocía el mapa de las rutas. Me dieron la palabra y hablé. Como no tenía destino mi discurso era proliferante y difuso. Los que me eligieron alababan mis palabras como el origen de la sabiduría. Pasé cerca de los mejores oasis: sólo yo fui incapaz de descubrirlos. Los que me seguían aplaudieron mi torpeza. Sin saberlo, llegué al borde del desierto, al origen de las Tierras Verdes. El Cobarde, el que se escondía a mis espaldas, supo que él, y no yo ni algún otro, había nacido para rey, y se hizo construir un palacio donde se reúnen, y hacen fiestas, y se ríen de mis antiguos discursos. Ahora intento salvar el jardín del avance incontenible del desierto, no para conservar las Tierras Verdes sino para que no vuelvan a elegirme; para no guiar las nuevas caravanas.

 

Waldo Leyva (Cuba, 1943). Poeta, ensayista, narrador y periodista. Tiene publicado más de 20 libros, entre otros El rumbo de los días, Premio de poesía Casa de América, de España, y Cuando el cristal no reproduce el rostros, Premio Víctor Valera Mora de poesía, otorgado por el Centro Rómulo Gallegos de Caracas, Venezuela. Su poesía ha sido traducida a varios idiomas. Forma parte de diversas antologías de la poesía cubana y latinoamericana. Su obra en prosa incluye los libros Tiempo somos, Ensayos sobre la Décima Hispanoamericana y El otro lado del Catalejo.