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Emilio Coco

Poetas Italianos. Siglo XX. Emilio Coco

emilio-cocoPublicamos el prólogo de la antología de la colección 20 del XX, Poetas Italianos, cuya selección y traducción es del poeta y traductor italiano Emilio Coco.

 

 

 

La poesía italiana del siglo XX

Emilio Coco

 

poetas-italianosMario Luzi, el maestro.
La fecha ideal de arranque de esta antología puede considerarse el año 1914, cuando nació Mario Luzi, cuya presencia es central, constante y fértil a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, cuando realizó sus obras más significativas que sirvieron de acicate para los poetas más jóvenes con los cuales no desdeñó enfrentarse en una fructuosa y leal competición, introduciendo novedades de recorridos decisivas también en la forma y contribuyendo de manera determinante  a definir las elecciones de escritura de muchos autores, como De Angelis y Rondoni. Para todos los poetas italianos de hoy, Luzi es «il maestro». Quedan fuera otros grandes poetas como Giorgio Caproni, Attilio Bertolucci o Vittorio Sereni, porque nacidos antes de esa fecha. Luzi se estrenó como poeta en 1935 con el libro La barca, al que siguieron Avvento notturno (Adviento nocturno, 1940), su obra más experimental, considerado uno de los libros claves de la vanguardia hermética, Un brindisi (Un brindis, 1946) y Quaderno gotico (Cuaderno gótico, 1947) que constituyen el acto extremo de una poética (el hermetismo florentino) cuyos representantes más destacados fueron el mismo Luzi y sus coetáneos Parronchi y Bigongiari. La segunda etapa de la poesía de Luzi está marcada por entregas como Primizie del deserto (Primicias del desierto, 1952), Onore del vero (Honor de lo verdadero, 1957) y Dal fondo delle campagne (Desde el fondo de los campos, publicado en 1965, si bien los poemas que lo componen fueron escritos en un período inmediatamente sucesivo a  Onore del vero) que pueden considerarse, dentro de su amplio y articulado trabajo poético, como sus obras cumbres. El tono se hace absorto, meditativo, intencionadamente opaco, con la introducción de humildes figuras humanas, anónimos personajes aprisionados dentro de un horizonte cerrado en lo repetitivo  de su pena, de su eterna condición animal. En estas obras prevalece un vivo sentimiento de amor y ternura por las criaturas que se conjuga con la idea cristiana de la no casualidad del dolor, prueba y valor de la existencia. Con los textos de Nel magma (En el magma, 1963 y las ediciones aumentadas de 1964 y 1966) Luzi deriva hacia una visión más realista y narrativa. El verso se dilata, adquiere una andadura más prosística, el yo lírico desaparece y se introduce el uso del diálogo, que se mantiene siempre en un  registro bajo, lindando a veces con lo trivial y fragmentario. En 1971 se publica Su fondamenti invisibili (Sobre fundamentos invisibles) que revela su predilección por una poesía de tipo narrativo y  dialógico, donde se cruzan y se sobreponen pensamiento y experiencia, en la alternación de un decir alto con formas más bajas y coloquiales. Es la representación, en palabras del autor, de una «realidad que no tiene su correspondiente dogmático o teorético, pero tiene esa disponibilidad de la vida para reconocerse a sí misma, en todas sus, aunque imprevisibles, manifestaciones». En los poemas que componen el libro, en la presencia de las voces que lo animan, se evidencia la propensión a una exposición escénica de la palabra que se manifestará luego en su producción teatral, cuyo primer texto, Ipazia, se representa a finales del mismo año, bajo la dirección de Marco Visconti. Al fuoco della controversia (Al fuego de la controversia, 1978) desarrolla la figura del combate  a través de los diferentes aspectos de la obra del mundo. La poesía se convierte en lugar de enfrentamiento y de controversia, de expiación y de salvación. El resultado del combate es ruinoso y demuestra la creciente dificultad  del hombre para testimoniar su misma civilización, con la consiguiente caída de valores e ideologías, lo que ha comportado la anulación de los signos de la existencia y la misma transformación del hombre en una máscara. Frasi nella luce nascente (Frases en la luz naciente) es el título que Luzi elige para la última parte de sus obras. Aunque no falten motivos de continuidad con sus libros precedentes, distinto es el punto de vista del poeta: en la obra del mundo se hace camino la luz, una luz que llena, paulatinamente, las zonas de sombra por las que el poeta mostraba un tiempo su predilección. Como escribe Stefano Verdino: «La luz tiene el poder de suscitar los colores dondequiera que se pose y, por lo tanto, de impregnar de sí  toda la materia y transmutarla de opacidad en resplandor, con una reencontrada perspectiva finalística». Y añade: «En esta fecundísima estación de su vejez, en vez de encerrarse y replegarse melancólicamente en los perdidos tesoros de la memoria como les pasa a menudo a los viejos poetas, Luzi no vacila ante un nuevo y radical movimiento que hace más frontal también su medirse con el mensaje cristiano». En esta nueva órbita se encuentra una obra tan importante como Per il battesimo dei nostri frammenti (Por el bautismo de nuestros fragmentos, 1985), un poemario que se abre con una triste reflexión sobre la decadencia de la palabra y la derrota de la Historia (son los años más difíciles y trágicos que vive Italia, entre terrorismo y crímenes mafiosos) que parece triunfar y extender su opacidad por todos los territorios, con el sacrificio de la sangre humana que exige y prontamente olvida. Ante ese espectáculo de total decaimiento, el poeta vuelve a profesar con más fuerza, en forma de profecía y de plegaria, su fe en la luz. La luz informa y transforma las cosas y, gracias a ella, la poesía resurge de su estado de postración y mutismo,  y la palabra vuelve a volar alta y a crecer en profundidad, encaminándose hacia una nueva consagración, un nuevo bautismo. La década de los noventa se abre con otro nuevo libro de poemas Frasi e incisi di un canto salutare (Frases e incisos de un canto saludable)  en el que Luzi insiste sobre la creciente obra de la luz y la discontinuidad entre el mensaje salvífico y la historia humana marcada por la traición y el olvido. En 1994 publica Viaggio terrestre e celeste di Simone Martini (Viaje terrestre y celeste de Simone Martini), en el que el autor nos cuenta el imaginario y último viaje, desde Aviñón hasta su ciudad natal, de Simone Martini, el gran pintor gótico de Siena, una especie de alter ego del poeta que  hace balance de su vida, de su «viaje terrestre», se interroga sobre la relación entre el arte y el artista y opta definitivamente  por la poesía de la luz. De Mario Luzi, bastante conocido en México, gracias a la traducción de su obra por parte del gran italianista Guillermo Fernández, se ofrece aquí una muestra significativa de su libro Un mazzo di rose (Un ramo de rosas) en el que el poeta estaba trabajando y que quedó inconcluso a causa de su muerte, sobrevenida el 28 de febrero de 2005. El encuentro entre poesía, música y luz, que es una constante en la obra del poeta florentino, se hace más visible en estos últimos versos que aparecen como un inventario entre los signos de la materia, los signos de la Revelación y los signos de la mente, donde el hombre coloca, con serenidad, alternativamente, su invocación o su interrogación.

La neovanguardia
Los 60 fueron en Italia los años de la neovanguardia, una estación poética que tuvo una gran resonancia en la cultura de la época, proponiéndose como una experiencia  de ruptura con las técnicas del pasado. Este movimiento, más allá de todo juicio de valor, tiene el gran mérito de haber agitado las aguas de la cultura italiana, bastante estancadas en los inicios de los años 60. Nace y se desarrolla como contestación y como rechazo de una literatura burguesa y neorrealista que tenía en Moravia, Cassola, Bassani y en el mismo Pasolini a sus máximos representantes, autores de varios best-sellers ensalzados por la crítica, sobre los cuales viene a abatirse un fuerte juicio de condena y de desprecio tales que lleva a los neovanguardistas a definirlos como «escritores de entretenimiento» y «Salazar de la literatura». La neovanguardia siente igualmente aversión por la tradicional figura del intelectual desesperadamente apegado a las cenizas del mito de la autonomía, y que en su nombre rechazaba cualquier inserción en el proceso industrial productivo si bien es cierto que gozaba (aunque fuera indirectamente) de su bienestar y de sus frutos: estamos en el período del aclamado «milagro económico». La neovanguardia italiana tiene como manifiesto la antología poética I Novissimi. Poesie per gli anni 60 (Los novísimos. Poemas para los años 60, 1961), preparada por Alfredo Giuliani, en la que figuran además del mismo antólogo y prologuista, Elio Pagliarani, Edoardo Sanguineti, Nanni Balestrini y Antonio Porta. Dos años más tarde se constituyó en Palermo el Grupo 63, cuyos fundadores  (entre los cuales destaca el semiólogo Umberto Eco que se convertiría en el novelista de renombre conocido por todo el mundo) se reunieron en congreso hasta 1967 y quisieron llamarse neovanguardistas para distinguirse de las vanguardias futuristas de los comienzos del siglo. Existe en todos la voluntad de partir de cero, de rechazar cualquier tipo de experiencia pasada; de liberar la literatura de la esclavitud de los contenidos, del lenguaje y de la retórica tradicionales hasta llegar a un «desbarajuste lingüístico-sintáctico», utilizando un pastiche de idiomas, sin desdeñar incluso el más oscuro y tenebroso latín medieval, a fin de traducir al plano expresivo la ininteligibilidad de la realidad actual, el laberinto del ser. Afirman que la única comunicación posible es «la comunicación de la negación de la comunicación existente». Característica de estos poetas es también la tentativa de supresión del «yo», por medio de una escritura en la que no se da ningún espacio al subjetivismo, al sentimentalismo, a los abandonos intimistas. El rechazo, además, de los recursos retóricos tradicionales (rima, ritmo, etc.), los lleva a recuperar algunos procedimientos no considerados por los poetas de los años 50, como la técnica del collage, el lenguaje ideogramático, junto a nuevas formas expresivas como el asintactismo, el atonalismo, el sinsentido, con un intento representativo y al mismo tiempo contestatario de una realidad «esquizomorfa». El hinterland cultural de esta «poética», de esta apertura al «caos» para recuperar el mundo y por consiguiente la poesía, es muy vasto y arranca de Adorno, y más en general, de la escuela de Frankfurt hasta la fenomenología de Husserl, el nuevo impulso psicoanalítico y el estructuralismo. Pero si se pasa de los que se pueden definir como principios comunes de los cinco poetas, tal como han sido teorizados por Giuliani, de manera algo abstracta y genérica, a su singular personalidad, el discurso se hace más complejo, porque les acompañan divergencias bastante sensibles. Si puede afirmarse que el movimiento de la neovanguardia entra en crisis y muere bajo el empuje de la contestación juvenil estallada abiertamente en la primavera del 68, quizá sea también necesario decir que la obra de estos poetas no está todavía definida y cada uno ha proseguido por su cuenta con resultados cada vez más fuertes y personales. Se puede pensar, por ejemplo, en las últimas obras de Sanguineti tendentes a devolver, en una dimensión más comunicativa, la banalidad de lo cotidiano a través de formas irónicas o paródicas, o en las más recientes producciones del malogrado Porta que afronta temas cada vez más cargados de sentido y de comunicación. No es nuestra intención explayarnos más en el análisis de esta tendencia que presenta notables semejanzas con la que se manifestó en España diez años después con la irrupción de la generación «novísima», cuyos rasgos fueron definidos por Castellet en el prólogo a su polémica antología, que es también en el título un calco de la italiana. Por otra parte se sabe que en 1966 los novísimos italianos visitaron Barcelona y efectivamente el crítico español habla en su introducción de una Barcelona «amilanesada». Pero, antes de pasar a analizar la poesía más reciente,  queremos subrayar una vez más que la neovanguardia ha tenido el mérito indiscutible de sacudir la cultura de su tiempo de la duermevela, de instigar a los intelectuales a abrir los ojos a su realidad, de anticipar gran parte de aquella renovación cultural que se manifestaría en toda amplitud en las década sucesivas. La neovanguardia había nacido como fuerza de contestación, pero su función contestataria concebía la literatura como «discurso total», precisamente cuando ese discurso empezaba a estar en crisis. La contestación pasaba así a otras manos, a los movimientos juveniles, los menos interesados en un discurso literario, persuadidos como estaban de que la política era la única vía de solución para cualquier problema, ya fuera artístico o social.

La poesía italiana de los años 70 hasta el fin del milenio
El sesenta y ocho construye su vertiente entre los años 60 y los años 70. Los poetas que viven su experiencia a caballo de las dos décadas parecen moverse en un espantoso vacío. Refiriéndose a este período, dirá Franco Fortini que sobre los poetas italianos «se abatió si no un diluvio, sí al menos un fuerte aguacero». Los 70 son los años más difíciles y trágicos de la historia republicana italiana, agitada y trastornada por problemas de orden público y económico que, heredados de los años precedentes, llegan a su extremo produciendo efectos fuertemente negativos en la vida nacional, dirigida por una clase política incapaz de resolver las muchas dificultades con que se encara el país. Son los años de la crisis petrolífera, de la conflictividad entre el empresariado y la clase obrera, que se había agudizado dramáticamente en aquellos años; de las contradicciones sociales que desde hacía tiempo se estaban incubando bajo los restos humeantes del boom económico de los 60. Al agravamiento de la situación contribuyen los episodios cada vez más frecuentes de inmoralidad y corrupción también a nivel de la pública administración y de parlamentarios y ministros. Añádanse a todo esto las contestaciones estudiantiles, los problemas de todos los días desde el paro juvenil hasta la droga, sin pasar por alto los de la vivienda y de la asistencia sanitaria, de los secuestros, de las huelgas «salvajes» para la obtención de reivindicaciones corporativistas. El creciente y difuso malestar engendrado por la persistencia de estos problemas irresolutos que afectan a la mayor parte de la población, favorece la proliferación de los grupos terroristas de la extrema izquierda que, bajo distintas denominaciones (Núcleos Armados Proletarios, Brigadas Rojas, Primera Línea, etc.), contando con el apoyo de los extraparlamentarios y de los autónomos, ensangrientan la nación en una sucesión ininterrumpida de crímenes execrables que culminan con el secuestro y asesinato del líder de la Democracia Cristiana, Aldo Moro (1978) que había intentado favorecer un acuerdo entre los dos mayores partidos políticos italianos (el suyo y el Partido Comunista). En aquel clima de violencia a todos los niveles, de ceguera e ineptitud política, ¿quedaba todavía un espacio para los poetas? La poesía fue acusada de inutilidad, de ociosidad, de total incapacidad para incidir en el terreno de la realidad y en lo político. Predominaba el extravío, un sentido de gran malestar existencial debido a la imposibilidad de definirse ya sea respecto a la realidad o respecto a la literatura. El poeta se sentía burlado, escarnecido, marginado. Abandonados completamente a sí mismos y a su propio talento, los representantes de la generación post-sesenta y ocho se vieron en suma constreñidos a la práctica de una especie de empirismo absoluto, obligados a medirse con la poesía antes que con las poéticas, en una diseminación de tendencias y de horizontes. De la reconquistada libertad expresiva y de la renovada fe en la poesía, después de las aseveraciones proclamadas con rabia sobre la definitiva muerte del arte, son buena muestra las numerosas lecturas públicas de versos, los muchos festivales internacionales (se empezó en 1979 en Castelporziano y se continuó durante algunos años en Roma), organizados con el intento de dar carácter espectacular a la poesía, buscando el contacto con un público más vasto y heterogéneo. Es muy difícil explicar lo que aconteció en el terreno de la creatividad poética durante aquella época, caracterizada por una total libertad de búsquedas y una gran variedad temática. De todos modos, es posible entrever una voluntad común de dar un sentido a las palabras, utilizándolas como instrumento de coloquio y comunicación, «la reconstrucción de un robusto polo monoestilístico que, bajo formas distintas, rechaza la anterior idea de experimentación y, de alguna manera, restablece una estrecha dependencia de las formas del significante de las estructuras del significado» (S. Giovanardi).
A mediados de los años 70, Alfonso Berardinelli y Franco Cordelli dan a la estampa una antología de jóvenes poetas, que tiene mucho éxito: Il pubblico della poesia (El público de la poesía, 1975), en la que se incluyen textos escritos entre 1968 y 1975 de dieciocho poetas agrupados en cuatro secciones, las cuales, más que denotar específicas tendencias de grupo, evidencian una especie de matizado epigonismo post-neovanguardista y formas de experimentación lingüístico-formal. En la primera sección se encuentran los «nuevos salvajes» (Bellezza, Maraini, Alesi) que buscan una comunicación más inmediata y directa con el público, eligiendo frecuentemente la temática de los marginados (los «diferentes» y las «mujeres»). La segunda acoge a cuatro poetas (Spatola, Vassalli, Viviani, Conte) de filiación neovanguardista, en los que se percibe la tendencia a la reflexión crítica sobre la sociedad, presentándose como propuesta político-cultural. En la tercera y cuarta sección figuran los poetas (Paris, Zeichen, Orengo, Minore, Prestigiacomo; Cucchi, Doplicher, Lumelli, Manacorda, De Angelis, Scalise) que han roto con la tradición y con los grupos, persiguiendo un ideal de poesía en la más absoluta anomia. La impresión que se obtiene con la lectura de esta antología es la de una gran confusión de estilos, de «un panorama compuesto y abigarrado en el que coexisten experiencias disformes y jugadas sobre un teclado extremamente variado» (S. Pautasso) que harían «arduo y aleatorio para cualquiera toda orientación (P. V. Mengaldo). A complicar el movimiento poético de aquellos años contribuye la presencia de los activísimos poetas de generaciones precedentes, que continúan ofreciendo lecciones ejemplares también desde el punto de vista de la actualización técnico-lingüística. Si Montale, Luzi, Caproni, Bertolucci y Sereni constituyen una «isla feliz», aparentemente alejados de las cuestiones debatidas, más presentes están Giudici, Raboni, Merini, Spaziani, quienes, en abierta polémica con la línea experimental, produjeron en aquellos años obras de altísimo valor estético y moral y contribuyeron de manera determinante a definir las elecciones de escritura de los autores más jóvenes, restituyendo a la poesía su función comunicativa que parecía haber perdido por culpa de «la infausta política autopromocional de las vanguardias» (M. L. Spaziani).  El mismo Porta, abandonadas para siempre las extremadas «crueldades» experimentales, se convierte en guía y mentor de tantos jóvenes escritores, orientándolos hacia formas más agradables», acabada ya la experiencia contestataria de la pasada década. Mientras tanto es necesario decir que con la neovanguardia han conectado por el carácter fuertemente experimental de su poesía autores como Zanzotto y Amalia Rosselli, cuyos éxitos, al parecer, son opuestos a los de los Novísimos. Ni tampoco hay que olvidar que la muerte de la neovanguardia no ha puesto fin a la experimentación. La fórmula de los Novísimos ha sido recogida, con alguna actualización, en los años 70 y continúa produciendo un abundante material técnico y creativo. Entre los poetas de clara filiación neovanguardista podemos recordar a Adriano Spatola, director de la revista Tam Tam, al primer Cesare Viviani y a Carlo Marcello Conti. Sucedía entonces que mientras Porta y Sanguineti se inclinaban hacia posiciones más moderadas, algunos de sus discípulos se obstinaban en correr a toda costa hacia adelante, con resultados no siempre aceptables, que frecuentemente desembocaban en un puro juego verbal. El mismo Porta se encuentra en el deber de advertir acerca de la peligrosidad de ciertas fugas demasiado hacia adelante, porque, con el tiempo, la vanguardia podría llegar a ser la retaguardia de sí misma, mientras, por una especie de inversión dialéctica, «las posiciones más conservadoras y estética e ideológicamente más retrasadas pueden contener dentro de sí propuestas de un porvenir más rico que otras estética e ideológicamente más avanzadas y actuales» (Giovanna Bemporad). Una tendencia que en los años 70 parece distinguirse de la general atmósfera de búsqueda abierta y pluridireccional, y que apuesta por la fundación de una poética «fuerte», es la que hace referencia a los poetas «dionisíacos» o «neo-órficos», mejor conocidos como los poetas de la «palabra enamorada», según el título de una afortunada antología de Giancarlo Pontiggia y Enzo Mauro (1978), que suscitó muchas y violentas polémicas con su radical premisa estética, cuyas condiciones históricas habían sido preparadas por los acontecimientos de 1977, año crucial de una segunda contestación estudiantil (después de la del 68), que invadió las ciudades italianas; pero al contrario de lo que ocurrió en la década anterior, cuando se arrojó a la poesía en el montón de las cosas inútiles, ahora ella se convertía en «realidad crítica y creativa con que rechazar la realidad actual y sus realismos» (S. Lanuzza). Es el triunfo de la palabra coloreada, arrolladora, impertinente, burlona,  irresponsable, y por lo mismo «enamorada», que no establece con el lector una relación subordinada, no se abre a él sino que tiende a usarlo, a doblegarlo, a instigarlo provocadoramente con su enigmática incandescencia. Poesía como canto, embriaguez, vuelo, exhibición dulcísima, furor órfico, que se mofa del poder y de quien implora moderación. De ahí la predilección por una civilización capaz «no ya de descubrir o comprender, sino de liberar y amar»; de ahí también, a nivel temático, el interés por las mitologías ajenas a la cultura cristiana, como la clásica, la azteca, la céltica y hasta la de los indios de América. Sin embargo, dentro de la selección se manifiestan tendencias muy distintas, desde la voluntad de creación mítica de Conte hasta el misticismo «negativo» de De Angelis. La verdad es que bajo el rótulo de «enamorados» desfilan poetas muy heterogéneos, y algunos de ellos, como Magrelli o Cucchi, con un universo y un lenguaje completamente diferentes. Así que el intento de los antólogos de crear una tendencia unitaria y posiblemente hegemónica fracasó irremediablemente y no faltaron los que vieron en aquella operación sino el fruto de un verdadero trompe-l’oeil. Muy a menudo bajo la etiqueta de «orfismo» se esconde la acusación de oscuridad. Con ese término se hace referencia a un lenguaje «cerrado», «alto», «difícil», a una línea poética que tiende a exaltar los poderes mágicos, iniciáticos y alusivos de la palabra. Durante un largo período la ilegibilidad pareció un atributo esencial de la poesía. Sin embargo, ya en los años 80, cuando no se había apagado completamente el fervor órfico, se advierte como improrrogable la necesidad de reconducir la poesía hacia el terreno de lo emotivo, hacia una idea de nuevo humanismo, más allá del nihilismo, de las vanguardias y de los esteticismos, reivindicando la primacía de una palabra poética portadora de una más llena vitalidad y visibilidad humana, de una palabra que recupere su tensión y función comunicativa. Se ha llegado hasta el extremo de rechazar en bloque la experiencia «órfica» en cuanto arte que rehúye la vida y se ha vuelto a hablar de claridad, de clasicismo, de sencillez. Todo esto nos trae a la memoria las muchas polémicas que acompañaron los orígenes del hermetismo, cuando el mismo Montale fue acusado de oscuridad, y el crítico De Robertis, en su apasionada defensa de aquellos poetas, desempolvó las argumentaciones de Foscolo y Leopardi sobre el empleo de la metáfora para explicar la «belleza difícil de la mejor poesía de hoy». La verdad es que el problema realidad-orfismo, claridad-oscuridad, legibilidad-ilegibilidad es un falso problema. La cuestión es otra. Y nos lo dice Celan: «Durante algún tiempo, años atrás, he podido ver y más tarde observar atentamente desde cierta distancia cómo el hacer se convierte primero en hechura y después en hechizo». He aquí el problema: el manierismo, el hechizo. Pero se sabe que el hechizo nace cuando se ha creado ya un estilo y cuando éste pierde vigor y necesidad. Nuestra tarea es entonces la de distinguir entre las mistificaciones, «el ingenio», la habilidad y aquella manufactura que, según Celan, es «cuestión de manos». «Y esas manos pertenecen tan sólo a un hombre, es decir, a una única mortal criatura, quien con su voz y con su silencio intenta abrirse un camino. Sólo las manos veraces escriben poemas veraces. Yo no veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema».