José Ángel Leyva
José Ángel Leyva

Presentación La Otra 123

Los que se fueron están
José Ángel Leyva

José Ángel Leyva
José Ángel Leyva
Recientemente, entre los meses de mayo y junio pasado, han dejado este mundo tres personajes de la vida cultural mexicana que me resultaban particularmente entrañables, con más o menor relación personal, pero siempre con respeto y reconocimiento por sus obras y sobre todo por sus conductas ciudadanas, ellos son el neólogo y artista visual Felipe Ehrenberg, el pintor Adolfo Torres Cabral y el poeta Raúl Renán. A este último le dedico en esta ocasión la memoria de una solapa para un libro suyo y una vieja entrevista de cuando cumplía 70 años de edad.

 

 

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A Raúl Renán, como a la mayoría de quienes hemos visitado la bahía de Navachiste, le ha quedado el sol en la mirada. Esa luz esplendente que juega con el agua y las puntas de los cactos, como lo hacen traviesos y puntuales los jejenes por las tardes. Los dos extremos, el de la sublimación y el de la tortura borran suspicacias maniqueas. En Navachiste las piedras marinas hablan del encuentro, y la marea constante lleva y aproxima el mar como una imagen de Dalí: el agua es una sábana donde proyectamos la película del sueño.

    El cadáver exquisito, de Renán, es parte de esa naturaleza alucinante donde el mar y el desierto juntan su sed. Los pescadores de Cerro Cabezón han aprendido también a atrapar versos con anzuelos  e imágenes con redes. Raúl Renán juega en este libro con las palabras que saltan en las barcas, las convierte en velas, en naves de Odiseo. El juego está en el ojo, ¿de quién?: «Un pez/ se asoma/ entre los tablones/ de una quilla podrida.»
José Ángel Leyva

 

 

Entrevista con Raúl Renán

La mirada que apunta hacia afuera

José Angel Leyva

 

Raúl Renán
Raúl Renán
Conocí a Raúl Renán en Monterrey, en el Segundo Encuentro Internacional de Poetas. Más bien nos reconocimos en el aeropuerto camino a esa ciudad. Desde entonces estuve consciente de que se trataba de un hombre jovial y juvenil, dispuesto siempre a la generosidad y al interés por las cosas de los otros poetas. Raúl es un hombre de 70 años recién cumplidos, pero no parece tener esa edad, sino la de un poeta maduro con la alegría del que empieza. Esta conversación, en realidad, parte de esa charla que se inició momentos antes de abordar un avión hacia un encuentro de poetas, y que años después aterriza en la mesa de un café, con grabadora en mano.

   ¿Cómo surge ese interés, esa atracción por las letras y en particular por la poesía?
Cuando me descubrí con un lápiz puntiagudo en la bolsa, nunca imaginé que esa herramienta y arma podría responder al famoso desafío de la página en blanco y volcar historias del mundo en que yo vivía, un mundo de mucha pobreza pero rico de vida, pleno espiritualmente. Ya me había dado cuenta de que tendía mucho hacia la ensoñación de una manera proyectiva. Los dos rasgos principales de mi firma señalan hacia afuera, a lo que está más allá, después del momento que transcurre, lo que existe fuera de mí, en el exterior. Eso lo dice todo. Siempre anduve tras las huellas del padre desconocido.

¿Cómo se despierta en ti la pasión por la literatura? Hay quienes tienen padres intelectuales o artistas, quienes se vinculan con algún maestro inolvidable, con un hermano, con un amigo, pero en tu caso ¿cómo fue?
Era un supuesto genético, pues cuando yo conozco a mi padre él me habló de un hijo suyo que escribía sonetos. Ya para ese momento de la revelación yo también los hacía. Pero son mis maestros de la universidad quienes me dan la pauta para iniciar la marcha y las pistas para rastrear y encontrar el sitio donde se concreta la mencionada línea centrífuga.

¿En qué nivel de tu vida te encontrabas entonces?
A los 17 o 18 años, cuando ingresé a la universidad, pero mi escritura de sonetos, la estación de los lápices con punta peligrosa, comenzó a los 12 o trece años de edad.

¿Cómo ocurre esa decisión de ser poeta y no cronista, periodista, académico?
No fue una decisión, es un fenómeno que simplemente se da. Me descubro escribiendo versos a partir de una lectura muy frecuente de los libros que había en mi casa, uno de Lope de Vega y la Biblia. Por eso es muy claro lo que sucede: un niño extraviado que trata de encontrarse a través de la escritura de sonetos.

¿Qué tan difícil es el encuentro del niño con los versos?
Muy complicado, extraño. Porque imagínate a un niño que elabora versos y siente el peso de una responsabilidad enorme. La redacción hace que te detengas y sopeses la trascendencia  de ese acto que es de una persona mayor. Un día aparezco en la peluquería de mi barrio y me pongo a leer poemas a los presentes sin decir agua va. Nadie me pidió que lo hiciera, simplemente acerqué una silla, me senté y di inicio a mi lectura. Así, como obedeciendo un mandato silencioso me lancé a un público estupefacto y ajeno, a una clientela que esperaba cualquier cosa, menos la lectura en voz alta por parte de un adolescente. A la mitad de la lectura, me escucho y me veo ante la clientela atenta y enmudezco. La vergüenza que sentí fue terrible, me sentía desnudo y ridículo. Había revelado cosas íntimas y no sabía qué fuerza me había motivado a hacerlo. Fue ese momento de la verdad, de la poesía, como un acto interior que emerge lleno de consecuencias.

Cuando uno se asume como poeta se debate entre la vergüenza del atrevimiento, el pudor y la enorme responsabilidad que significa pretender serlo, sobre todo cuando lees a los grandes, a los maestros de la poesía y mides la insignificancia de tu voz. ¿Te llamaste poeta desde entonces?
No, por supuesto. Es más, aun cuando aparezco ante el público para leer poemas no puedo evitar el sudor de manos. No me sentía poeta porque no reflexionaba al respecto, sólo escribía versos.

¿Crees, en la etapa madura de tu vida, que infancia es destino del hombre y del poeta?
Me provocas un reconocimiento, un retorno a los orígenes y en este momento reparo en que no escribía poemas de amor, pues no era un niño amado, no conocía la caricia o el beso del pariente. Me atraían las cosas de mi entorno, lo cotidiano, el misterio de la vida de los animales y de la gente, de mí mismo, pero no el amor. Es curioso, es la primera vez que estoy confesando mis carencias amorosas y mis afanes existenciales. Es el colmo, porque estoy recordando un librito que publiqué recientemente y me percato del sentido de su título: Volver a las cosas. Uno de los cuentos más largos aborda el tema de cómo las cosas, o el efecto de las cosas vienen hacia mí, permiten que la relación de los humanos se dé; vienen porque las llamo y me solucionan problemas diversos.

¿Cómo fue tu experiencia de ser un habitante de la provincia a ser uno de la gran urbe, de la megalópolis?
Fue un eclosión brutal. El lugar que yo había modelado siguiendo los pasos de mi infancia y de mi juventud, la suavidad y la quietud que yo celosamente buscaba, fueron sustituidas por la desesperación, por la angustia de la capital del país. Sin embargo, fui afortunado porque mis primeros pasos se encaminaron bien y obtuve el dinero suficiente para vivir de forma decorosa. Nunca he tenido problemas económicos, siempre me ha sonreído la fortuna en ese terreno, a diferencia de muchos otros escritores que padecen carencias y pasan épocas de mucha pobreza cuando vienen a vivir a la Ciudad de México. Insisto, no es mi caso. No obstante, se apoderó de mí una desazón existencial que sólo me mostraba dos caminos, la solución total o el suicidio. En ese punto de ansiedad estaba. Gracias al psicoanálisis pude recuperarme, reconocerme, valorarme y quererme. Tengo el enorme privilegio de que gracias a dicha psicoterapia mucha gente me quiere, seguramente no como modelo de la infancia pero si por lo que soy en la actualidad. Obviamente hay siempre una correspondencia entre quienes me quieren y yo quiero. Fue difícil trascender el pasado, pero me horrorizaba volver en el tiempo, así que empujé fuerte hacia adelante y acepté que debía rebasar los límites de mi ámbito y de mi infancia. Tenía 27 años cuando vine a vivir al Distrito Federal.

Entonces ¿escribes para que te quieran?
No. Escribo para que me entiendan, para comunicar mi interior profundo. Sólo la escritura permite establecer un diálogo con el otro a ese nivel. En lo afectivo no tengo problemas para comunicarme, ya lo sé hacer. La literatura me descubre a mí, al tiempo que me proyecta hacia un posible lector.

Por tu tendencia a narrar, supongo que no eres de los  poetas que piensan en limitarse a su género, o que quien escribe poemas está impedido para desarrollar una escritura de ritmos y estructuras diferentes a las del verso.
Bueno, tal como yo estoy formado tengo una enorme tendencia a retratar a la gente, los paisajes, los momentos. Poseo un valor descriptivo en cada línea, como «el árbol que me tiende la mano», o «deseoso de que yo sea agua» que me coloca de manera natural del lado de los versos, de la poesía. No puedo negar mi influencia narrativa, mis impulsos de volver a la épica. Supongo que me ocurre lo contrario, que mi prosa tiene un fuerte lirismo y no a la inversa, que mis poemas acusen una fuerte dosis de epopeya, sobre todo por la brevedad con que están hechos. Tiendo a lo estrófico y no al largo aliento. Sólo tengo un poema extenso en torno a la vida marina pero está construido a base de pequeñas unidades.

¿Has elegido la brevedad o es la brevedad el carácter natural de tu escritura? Se dice que buscas la concreción a toda costa.
Así me salen los poemas y en general los textos. Hay un principio que me impide extenderme en la escritura, y cuando ello sucede se fracciona, se divide para alcanzar determinada longitud literaria, de tal forma que en realidad son múltiples fragmentos. El proyecto por el que me dieron la beca del Sistema Nacional de Creadores es una novela fragmentaria, es un amplio homenaje al texto breve.

¿Qué autores marcaron tu ruta literaria?
En primer lugar, la Biblia. Esta fue la obra con la que me inicié en la lectura y que me dio una visión de la vida. Los poetas que comenzaron a modelarme fueron poetas caribeños, poetas de la región donde yo vivía. Leo a un narrador como Salvador Salazar Arrué y me sorprenden los relatos sencillos y humanos, impresiones de su entorno.  Me deslumbra Saint John Perse; El Conde de Lautremont significa un encuentro impactante con las letras porque advierto que llegar a ese nivel literario es casi imposible, pero al mismo tiempo me arroja a los brazos de los poetas malditos, especialmente de Baudelaire, quien cambió mi vida. Descubro un horizonte poético deslumbrante, lleno de ritmo, de música y de imágenes.

¿Qué privilegias de estas últimas virtudes que señalas?
La música y la idea. A veces puede salir una imagen, y de hecho surge, pero no me detiene el no encontrarla, sigo adelante.
Eres coordinador de talleres literarios desde hace muchos años. ¿Qué buscas con dicha actividad?
Nada en particular. Como poeta me siento obligado a buscar los ámbitos que me alimenten y en los que yo pueda ofrecer algo de mí. Seguramente por la misma razón buscamos estar cerca de las editoriales, de las revistas, de los suplementos culturales, de las tertulias, de los amigos con quienes podemos platicar de temas literarios, de nuestras lecturas, de nuestros intereses comunes.

¿Qué resultados has tenido con tu talleristas?, ¿Has logrado formar o impulsar algunos escritores de tiempo completo?
Las primeras generaciones con las que trabajé sí, pues eran becarios y estaban ya encaminados como escritores. Otros grupos son de principiantes, con algunos que no saben ni escribir, pero han dado sus frutos. En los talleristas que vienen decididos o conscientes de que en la vida sólo podrán ser escritores, he visto el mismo gesto que marcó mi infancia, la misma línea que apunta hacia fuera, más allá de uno.