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Muhammad Alí o la apología de la rebelión. Lina Alonso Castillo

lina-alonsoDigámoslo en palabras de la joven autora colombiana: «Este pequeño homenaje solo insiste en no olvidar la importancia de que algunos golpes, tan amargos y fuertes como los del poeta peruano , son tan necesarios ante la docilidad y la anemia espiritual de algunos sistemas y de algunos tiempos.»

 

 

MUHAMMAD ALÍ O LA APOLOGÍA DE LA REBELIÓN

Lina Alonso Castillo

 

¿Por qué te has hecho boxeador? Le preguntaron al irlandés
 Barry McGuigan, campeón peso pluma.
Él respondió «No puedo ser poeta, no se contar historias…».

Del Boxeo        
Joyce Carol Oates.

 

Corre el año 1965 sobre la lona del Central Maine y Sonny Liston arremete con poco éxito contra su oponente. Liston, El gran oso, derrocha su fuerza en un contrincante que sencillamente no está peleando, el contrincante Muhammad Alí juega a defenderse, basta ver los puñetazos inoficiosos del temerario ex-convicto contra el ganador de los Olímpicos de Roma de 1960, los mismos puñetazos que envenenó para aplazar en 1964 el mismo encuentro. Por su parte, Alí espera a que cada movimiento de Liston sea una pista, un seña mínima y oportuna de los costados que deja sin cuidado. El resultado: después de la defensa, cada golpe de Alí es la solución perfecta al acertijo de la pelea, una victoria de pocos rounds y el triunfo tras todo el resquemor de los apostadores, quienes daban poco o nada por él, el recién convertido al Islam, Cassius Marcellus Clay, ahora Muhammad Alí. Liston ignora que pelea con un negro que se cansó de ser negro de la forma a la que acostumbraron a los boxeadores en Norteamérica, ignora la parte infinita de una historia que comienza a escribirse.

La pretenciosa muletilla de «muere el hombre y nace la leyenda» queda nula cuando hablamos de él; su trabajo fue hacerse leyenda siempre que tuvo la oportunidad, siempre que pisó el cuadrilátero, que habló, que instigó a los medios a devolver sus palabras tan rápida y tan humillantemente como les fuera necesario, siempre que aparecía o desaparecía de las cámaras. Dedicó su vida no sólo a ser el más grande sino a ser en la historia del boxeo mundial la palabra inquieta, exultante, una llama que nunca midió su alcance y fue la medida de todo lo que estaba a su alrededor, alguien que vio a los hombres a los ojos sin temor ni cobardía. Recordar a Alí es avivar el germen de la desobediencia desde el humor y el desafío, volver a su vida y a sus combates es reanimar ese pequeño ímpetu insumiso que nos sobrevive ante la incertidumbre de un mundo cada vez más servil.

Muhammad Alí
Muhammad Alí

Después de entrenar desde los doce años en su natal Louisville y para vengar el robo de su bicicleta, Alí comenzó a incursionar en los grandes campeonatos desde los años sesenta, los años de la contra-cultura, las revoluciones negras, las guerras y el auge de una nueva estética en dejos de liberación. En el Gimnasio de la calle 5, veía el momento de gloria de  los pesos pesados del momento: Liston y Patterson. Los dos con vidas y estilos opuestos. Por un lado Sonny Liston era el tipo duro. Sacaba su pistola cuando algún periodista lo intimidaba o le preguntaba por su pasado carcelario, se embrolló con las mafias de la época, tajante en el trato, fue el único que agradecía su estancia en la prisión por permitirle comer bien, era el tipo rudo y peligroso. En la otra cara tenemos a Floyd Patterson, cristiano, carismático, comprometido con su comunidad y con las causas defensoras de los derechos civiles de los negros, aborrecía un poco su trabajo y padecía de un miedo terrible cada vez que pisaba el ring; era el del gesto amable, el hombre de fiar del boxeo, el que sabía muy bien que entretenía a los blancos, peleando como negro pero portándose como blanco. Fue en ese contexto donde Alí quebró el panorama para darle un nuevo aspecto a la profesión del boxeo en medio de una fuerte segregación racial. Entre ellos dos fue donde mostró que se podía ser negro de otra manera ¿Cuál era esa otra manera? Es suficiente ver sus peleas o sus entrevistas.

Cuando hablo de apología a la rebelión hablo no sólo de un hombre que decidió volver al cuadrilátero cuando ya le daban por perdido después de una sanción: para un boxeador el tiempo es el enemigo más temerario, se puede ser joven a los 22 y viejo a los 24 años si has dejado de pelear, igual asalto tras asalto, el sentido profético e incendiario que su entrenador Drew Bundini le adjudicaba aumentó cada día, y más aún tras volver al Combate después de su retiro impuesto en 1967 cuando se negó a prestar servicio militar en la guerra de Vietnam donde declaró después, ya dictado el fallo: «No tengo nada en contra del Vietcong», «Por lo menos ellos no me llaman Nigger«. Digo que la rebelión de Alí fue más vasta y más intensa que ninguna otra en el arte de golpear. Desafió todos los pronósticos bajo amenaza de olvido, enseñó con gracia los dientes a sus enemigos e internó a sus oponentes y a sus espectadores en la selva negra de la mente al momento de boxear, ideó toda una idiosincrasia para su época, involucró a su pueblo en sus disputas para enseñar que actuar sin fe en la gente es dejar huérfanos los ideales que unen el espíritu de los hombres  aún expectantes de la sublevación y que ven en algunos espacios, como el ring, la oportunidad de eliminar las fronteras creadas con el fin de hacer más lejana, dispersa y ajena a la misma humanidad.

Como un hombre que se inventó a sí mismo según David Remnick, Alí fue un negro del que se esperaba, en sus inicios, nunca hiriera la sensibilidad de los blancos, de sus espectadores blancos y esto significaba limitarse a lo que su profesión le demandara. Su charlatanería resultaba incómoda entre periodistas, políticos y pugilistas, pero su discurso se dirigía a donde dirigía sus puños sin distinción de color o profesión. Sus arengas iban asegurando su lugar frente al miedo que inevitablemente le acechaba ante las peleas y por eso se cantaba y se celebraba a sí mismo cuantas veces fuera necesario, para eliminar el miedo y es aquí donde la sentencia inicial del irlandés Barry McGuigan se anula porque Alí sube la poesía al ring y abre un capítulo en el pugilato; en su rebelión corría una curiosa lírica de trovador pero no de bufón cortesano, como poeta más allá de sus líneas rimadas y burlonas, tradujo al espectador que un púgil es más cuando cuenta fuera de las doce cuerdas con el apoyo de su propia gente. Recordaría George Plimpton que el poema más largo que se ha escrito en lengua inglesa lo creó Alí: «ME, WE» («Yo, nosotros»), dejando en claro, de paso, que el boxeo no se hace de trucos para decir lo que quiere, no es metáfora de la vida o del hombre, es en sí mismo un deporte que abraza la consagración de más causas que la de agredir a otro. Vio en la palabra una forma de reventar las fibras que mantienen a los hombres seguros de sí mismos y los sacó al desamparo de la duda. Supo que la mente toma más partido que los puños si se le usa a favor de lo que acostumbra las personas, esto es construir ídolos donde amparar el desconcierto. Y el desconcierto de los blancos ante su presencia era su nocaut preferido.

Aunque no siempre estuvo a la ofensiva, reconoce que se hizo púgil porque era la única forma de que un negro pudiera hacer algo aparte de esconderse y correr de los atentados y de la segregación de los blancos. Era de clase media en Louisville pero tuvo que presenciar linchamientos y demás agresiones mientras se pavoneaban por las calles leyes como la del apartheid o la Jim Crow Law. Dejó de llamarse Cassius Clay cuando supo que había heredado el nombre de algún terrateniente esclavista y que no seguiría llevando una historia a la que no pertenecía ¡Todos los negros somos de África y África es nuestra madre! ¡Mi antiguo nombre, era el nombre de la servidumbre! ¡Aunque las reinas de belleza sean blancas, el rey del mundo es negro! La conciencia blanca nunca recibió tremendo jab de un semejante joven engreído y apuesto a su decir, de ese loro ebrio de palabras que hablaba a la velocidad de su pulso frenético de lucha. Fue una figura norteamericana contra la misma Norteamérica.

 

FLOTA COMO UNA MARIPOSA, PICA COMO UNA ABEJA

Claro que The Louisville Lip tenía una estética propia, un estilo que desafió la normatividad del mismo boxeo, una estocada única. Estaba siempre preparado, antecedía el golpe como se antecede la acción, atacaba en el momento exacto y defendía sólo en instancias de respuesta útil ¿Anteceder la acción? Parece tomado de una carta de Rimbaud: La poesía dejará de poner ritmo a la acción; irá por delante de ella, la visión que se crea y se destruye en el mismo flujo de la pelea. Así en este púgil los golpes no fueron su defensa, su juego o el acompañamiento de su gala deportiva, no, cada golpe como lenguaje sin palabras antecedió la lucha, previno el ataque y sobrepuso una ingeniosa defensa en la cadencia de su victoria. Era su propio ritmo, su propio juego y movimiento en fuga visionaria. Dejaba que lo golpearan mientras gritaba a su oponente si pensaba que le estaba haciendo daño, luego dejaba que el agotamiento hiciera de las suyas en el otro y él entraba en su papel.

La pelea contra el joven de diecinueve años Michael Dokes en 1977 rectifica lo anterior, Ali, The greatest,  esquiva en tan sólo diez segundos veintiún golpes entre ganchos izquierdos, derechazos y uppercuts. Acorralado en la esquina del cuadrilátero, los brazos abiertos, el pecho sin cuidado, sosteniéndose de las cuerdas,  y moviendo las caderas al final de la inútil descarga del joven, es el retrato más certero que nos deja la pelea. Es como ver un condenado resorte haciendo gala de sus anillos que dejan escapar los puños como arena entre las manos. No es pompa innecesaria hablar de la maestría en la defensa de Alí, es sólo que con él notamos que para anteceder sus victorias, sus ofensas, sus disputas y los mismos golpes sólo necesitaba confiar su conciencia en la debilidad previsible de sus oponentes, siempre ansiosos de herirlo, siempre seguros de su inútil lentitud.

De sesenta peleas sólo tuvo cinco derrotas poco memorables, cuatro de estas derrotas fueron por decisión de los jueces y sólo una por nocaut técnico, cuando luchó contra Joe Frazier en el Madison Square Garden. En sus cincuenta y seis victorias vale recordar, en orden de aparición, su primera medalla de oro en los  Olímpicos a los veinte años, medalla que luego arrojaría al río Ohio después de serle negada la atención en una cafetería por ser negro; luego ganador de los pesos pesados a los veintidós contra Archie Moore; la victoria sobre Henry Cooper en Londres en 1963 nos deja la imagen del Referee con las manos manchadas llevando al oponente de Alí a su esquina después de que el ochenta por ciento de su cara estuviera ensangrentada y que tuviera el ojo izquierdo escondido en el cráneo. Luego desfilan los nombres de Sony Liston, Floyd Patterson, Joe Frazier, con quien perdió en 1971 y a quien luego noquearía en 1975, George Chuvalo, Ken Norton y el mismo George Foreman. Entre una y otra palea el hombre, carne de pelea, porque ante todo el boxeo es eso carne contra carne y en Alí carne y mente unidos, apartó de sí lo que fuese cercano al confort de su profesión y prefirió la colisión y el grito que incendia el ánimo de todas las voluntades acostumbradas a la repetición mecánica de un deber. Liberó el estigma de los buenos comportamientos de un boxeador en el Ring, como si no bastara con la supremacía de los boxeadores negros sobre los boxeadores blancos desde ese 4 de Julio de 1910 cuando Jack Johnson «El gigante de Galveston» ganó por nocaut a James Jeffries «La gran esperanza blanca», día que por lo demás marcó el inicio la prohibición para transmitir los triunfos negros en el boxeo para la calma de la enfermiza Norteamérica blanca.

Otra gran victoria memorable es la del 30 Octubre de 1974. Alí nos lleva a Zaire, a la República del Congo bajo la dictadura militar de Mobutu Sese Seko, especialmente a Kinshasa.  El gran combate Ali- Foreman, nos lleva al monumental concierto de La Fania All-Stars en ese mismo estadio, meses atrás, mismo año, esto sumado a James Brown, B.B King y su querida Lucille tocando, acompasando los ánimos de The rumble in the Jungle nombre que su organizador Don King decidió darle al evento. En el libro El Combate de Norman Mailer están los detalles de la histórica afrenta y sin embargo de todo eso me queda rondando el estribillo de «¡Ali buma ye!» Que era la forma en que el pueblo africano alentaba al campeón cuando salía a entrenar por las calles congolesas recorriendo los barrios en compañía de todo el que quisiera unirse a su entrenamiento. El estribillo traduce «¡Alí, acábalo!». En África Muhammad Alí no estaba solo, dejó ver que por esa forma ruda de carisma había sido acogido por sus hermanos, que sin ellos la fiereza con la que hablaba en los programas y en las entrevistas no sería más que un dejo de cierta pedantería de la más baja calidad. El documental When we were kings de Leon Gast lo confirma: el gran continente admiró la rabia y la cólera impaciente que el boxeador emanaba al tocar el tema de los negros frente a la sociedad norteamericana, se sienten uno en la ira.

 

YO A CHEJOV LE GANO EN PUNTOS POR FALLO UNÁNIME

Así declaraba Ernest Hemingway con los guantes puestos y el pecho desnudo y similar era Alí en los comunicados previos al combate, sumía la tensión de sus próximos enfrentamientos en un ego tremendo, soportable solo para el papel como para el saco de entrenamiento. Como el sustantivo del Siglo XX y la palabra esencial en potencia del idioma, para Mailer, el Ego fue esa otra cortada que Alí hizo en la heráldica gringa. Arrogancia y despotismo: nunca antes ser burletero, ególatra y lenguaraz se había aplaudido tanto, por lo menos en el boxeo, como calidades supremas. Alí asestaba el golpe como asestaba palabras exactas en sus ruedas de prensa. Si era necesario decir que su contrincante perdería por feo, lo hacía, o por no saber medir la fuerza del golpe, lo hacía, por representar un jugador de clase B mientras él, el más grande, había peleado con otros alguna vez grandes, lo hacía. Parte de su insumisión era hacer su propia imagen antes de que otros lo hicieran por él, ni su identidad ni su grandeza fueron asunto de nación, fue asunto personal, intransferible.

No escatimaba en tocar y esparcir sal en la llaga de sus oponentes: si quería sacar sus poemas del bolsillo, esas rimas acosadoras y jocosas que hablaban, como una pequeña épica, una hermosa épica, de lo que sucedería en la batalla, lo hacía. Nunca tuvo, ni pretendió tener palabras suaves contra sus contrincantes, hay que recordar que en el boxeo no es una pelea entre dos enemigos, nunca, en el boxeo la pelea es por la supervivencia, la lucha es por el punto final, es un trabajo, es evitar la humillación, nunca hay guerra; o como decía paradójicamente Sugar Ray Robinson: «nunca me ha gustado la violencia». Alí entendió muy bien que parte de este texto que se leía al tiempo que se escribía tenía que contener en sí una vida interior propia y fue por eso que de la ofensa y la humillación también tomó prestado, para eso gritaba en plena pelea a sus adversarios «¿Esos son tus mejores golpes? ¿Cómo me llamo? ¡Dame todo lo que tienes!» Mientras los otros, pobres, dejaban calcinar el ánimo con tal de responder a la ignominia de un negro pálido que se dejaba golpear mientras arengaba en su defensa y qué decir del país que tuvo que aguantar el rechazo al servicio militar y luego ver cómo tenían que aceptar su grandeza. Su energía recorría el cuadrilátero conforme hacía emerger en el oponente una vida interior futuramente sometida en el ring, se interesaba en cosechar la ruina, como un destino más cercano al corazón que al cuerpo, una especie de magia violenta que dirige contra la desvalida imagen del contrincante, sabía muy bien que autoproclamarse, adularse e imponerse como un ídolo era tan importante como una finta o un buen gancho izquierdo.

Por otra parte, como el artista que él mismo proclamaba ser -y era- poseía un estilo tan particular como cada uno de sus movimientos, cada enfrentamiento era una danza, un cortejo al oponente, una tensión constante para los espectadores quienes se disponían a ver al campeón hacer de las suyas bajo su consentimiento, el del público. Los guantes bajos, el cuerpo erguido, las piernas siempre en movimiento y la cabeza altiva, pendiente, vigía de cualquier oportunidad, de cualquier descuido, de cualquier señal de acción, siempre atento, siempre saltando. No fue un púgil de juego bajo como lo era Joe Louis, Rocky Marciano, Patterson o Liston, quienes acostumbraban a mantener la espalda inclinada y la cabeza un poco levantada para proteger los costados y atacar así los de su oponente desde esa ruta. No, Alí jugaba frente a frente, sus golpes buscaban la cara cuando no aprovechaba los clinchs para descansar de los aciertos, le gustaba hacer cortes para debilitar al oponente. No fue un jugador de ganchos cortos pero aprovechaba los golpes largos cuando subía los brazos. Golpeaba por lo alto al mismo tiempo que se defendía echando la espalda para atrás cuando generalmente se debe agachar para una mejor defensa, disfrutaba ver el acecho del otro como fieras embotadas. Tenía unos rápidos laterales de derecha únicos, una técnica pendenciera como sus bromas.

Una bala precisa o como un puñado de agujas directas, así era cada golpe de Alí. Cualquier pelea suya nos enseña esto: sí, hay golpes bellos -en el boxeo, claro- y los de Alí eran de esos, eran los que hermanaban peso y velocidad. Tiempo y precisión justos y permanentes en cada puñetazo. «Golpeo cuando la gente parpadea» decía abriendo sus enormes ojos siempre alerta. The Anger punch llamaba a estas descargas, así llamaba a sus golpes; Soy rápido, muuuuy rápido -To Fast, Tooooo Fast -, repetía mientras lanzaba puñetazos al aire frente a un periodista del que solo cuatro centímetros le separaban del milagro de no recibirlos. Tuvo su propia estética para golpear, algo que también fue para algunos reprochable, fuera de la norma común de la defensa en el boxeo.

 

ÚLTIMO ROUND

La vejez de Muhammad Alí no fue como la de Tom King, el personaje magistral del no menos recomendado relato de Jack London «Por un Bistec». No, no fue ese viejo luchador, ese púgil venido a menos que vio la ruina de su gloria frente a la llegada de esa juventud terrible e imponentemente joven, supo cuando retirarse. Tampoco fue como Floyd Patterson que llegó a negar su identidad suplantándola por la de su falso hermano cuando algún aficionado pedía su autógrafo, un Patterson totalmente devorado por el miedo y la vergüenza. Mucho menos fue como la de Joe Luis, sumido en la cocaína y en el silencio, o la de su gran adversario Sonny Liston a quien una certeza inexplicable le aseguraba una parcela de olvido y le hacía decir que «Alguien escribirá el blues de los boxeadores. Será una guitarra lenta, una trompeta suave y una campana», un Blues, como casi todos, nostálgico, errante.

No fue un héroe del boxeo, recordaría Patterson: «yo era un boxeador, comprendí que Alí era historia». Esa fue la épica de Alí, esa fue la historia que le dio a los negros, la otra arista que le dio a este deporte donde «los campeones no se hacen en los gimnasios, están hechos de algo inmaterial que está muy dentro de ellos. Es un sueño, un deseo, una visión», donde éstas visiones son más fuertes cuando no sólo es un individuo quien las concibe sino toda la fuerza de un pueblo que cobija la ambición de entonar su propio himno con su propia voz y no con préstamos inveterados de castigo y furia ajenos.

Fuera del ring la pelea fue realmente violenta. Lo que también hizo de Alí una figura emblemática fue la fuerza y la tenacidad con la que decidió burlar a quienes se burlaron de él. Confesó su no adherencia al pacifismo de Martin Luther King por considerar que salir a ser gaseado con pancartas en la mano en frente del capitolio era tan útil como sentarse a esperar a su oponente, imposible pensar que una figura como la de Alí se viera identificada con ideales de correcta y sutil retórica cuando él en realidad estaba más del lado de la afrenta y la disputa, de ese fiereza que pocos negros en Norteamérica tuvieron para arrancar de tajo la comodidad con la que ese país aún les palmeaba la espalda haciéndolos pensar que eran libres e iguales. Se retiró del boxeo, pero no por eso de la lucha y mucho menos de la unión entre los pueblos de la cuál hablaba en sus entrevistas, dedicó su retiro a modelar y transportar el combate en una forma ideológica. Ya desde 1962 se le veía junto a Malcom X con quien sostuvo una fuerte amistad que comprometía política y religión en una misma alianza. Sus discursos eran los mismos sólo que dichos en otros lenguajes. El apodo de The people champion venía de los recorridos que hacía con «X» en los barrios negros, apodo que tal vez lo libraría de los atentados que sufrieron tanto M.L. King como el mismo Malcom X.

Norteamérica y el mundo en general han relegado el boxeo, más que a otros deportes, a unos cuantos eventos de segunda y poca primicia informativa. Por encarnar un ideal desgarrador, un ataque y una ofensa contra el cuerpo, templo actual de la publicidad, la nueva ecología y por representar una afrenta a la ética pacifista a la que aspiran mentalmente las naciones, aspiración que no tiene absolutamente nada de malo siempre y cuando no se ignore que hay otras formas más imperceptibles de violencia tan válida, tenaz  como la física. El Boxeo… el Boxeo es directo y no teme demostrar en su carnalidad la crudeza de la humillación y del apetito de la gloria ante la mirada un poco fetichista de algunos espectadores, no tiene que valerse de artilugios para mostrar lo que no es y lo que quiere, es un deporte, un oficio como tantos, un arte lleno de laberintos y trabajos. Muhammad Alí, en cambio, relegó a Norteamérica del boxeo: «Soy América. Soy la parte que ustedes no reconocen, pero acostúmbrense a mí. Soy negro, seguro de mí mismo. Engreído, Alí es mi nombre, no el de ustedes; mi religión, no la de ustedes».

Mi entusiasmo por Alí viene del desafío que concentra su figura hacia la alabanza metódica a las lógicas de turno, si para él no tenía sentido pelear por un país que nunca pelearía por él no tardaba en expresarlo o si tampoco encontraba lógica alguna en llevar un nombre del que se sentía extranjero, lo cambiaba. Este pequeño homenaje solo insiste en no olvidar la importancia de que algunos golpes, tan amargos y fuertes como los del poeta peruano , son tan necesarios ante la docilidad y la anemia espiritual de algunos sistemas y de algunos tiempos. Alí, como en ese 1965 frente al «Gran oso feo y mediocre» en el Central Maine, seguirá agitando sus guantes rojos para recordar que la rebelión es un golpe más certero cuando nace del impulso de llevar más y más lejos el eco de la gente que no teme en recordar su lugar en el mundo. «¡Soy el más grande!» gritaba con los puños al aire en un frenesí devastador después de que Liston volviera a su esquina, ya convencido que no podría seguir el ritmo de todos esos hombres que su oponente resguardaba en sí.