jaime londoño

Regreso de la Guerra. Jaime Londoño

jaime londoñoPoeta, promotor y traductor colombiano nos comparte estos dos textos a la luz de los acuerdos de paz en su país, entre la guerrilla más antigua de América y el gobierno actual. No será el fin de la violencia en Colombia, sino el comienzo de una voluntad colectiva.

 

 

 

Jaime Londoño, Colombia, 1959

Regreso de la guerra

Todos han vuelto de la guerra.
los que descendieron a las estepas,
ya no luchan contra el sudor y el cansancio;
desde las trincheras del frailejón
bajan de las cimas los que lucharon contra el frío,
se sirvieron de la luna helada como escudo.
Algunos galoparon en bastones,
era el ejército de los ilusos
que luchaba contra la ceguera.
Todos han regresado de la guerra,
unos batallan por sobrevivir,
aquellos combaten por la risa,
los que beben la emprenden contra la tristeza,
los terminales pelean para morir, 
es la legión de mártires que desea un epitafio
en la tumba de la historia.
Todos han regresado de la guerra, nadie ha vuelto,
solo queda Uribe guerreando 
contra la demencia solitaria que lo acompaña.

 

La nota

La guerra se va, la despiden en los paraderos y en los colectivos que habita cuando viaja. Antes de irse a casa siempre da un paso en falso mientras se acostumbra al silencio. Monta en autobuses donde se suben colgados del bastón los recuerdos heridos. Todos la conocen. Ella les da la mano, los conduce por el pasillo y los ubica frente a las instantáneas de acuerdo a su rango, los cobija con una sonrisa tímida. A los que tienen hambre, los toma de la mano y les abre la ventana para que se llenen de aire y estallen de felicidad. Parece que ha terminado. Algunas veces salen a verla los huérfanos, la miran con los ojos nublados. Ella les limpia la córnea para que puedan seguir sufriendo con el paso del tiempo mientras miran las esquirlas olvidadas. Pero hay algunos que no les gusta su partida. También los toma de la mano y los frota bien fuerte, como para alejarlos del frío que los invade. A los recuerdos intrépidos, los ubica bien cerca del vértigo. Se va yendo de lunes a viernes rescatando desheredados. Y mientras sube a gritos a los pasajeros, les toma el pulso, corrobora su visión y empieza a desmontar las filas. El otro no quiso participar de la partida, lo vi subir con sus dos hijos al Senado. Empezó a buscar sicarios. Miró de medio lado, por encima, por debajo, pero no halló a los forajidos, ni siquiera cuando escarbó en lo más profundo de las comunas. Alterado, empezó a turbar por RCN. Como sus exministros y toda su bancada no logran que regrese, la mano se pone turbia, se crispa mientras ve en las noticias cómo la gente sale a abrazarse, porque la guerra se fue. La mano se asoma a los nudos del pelo como si quisiera enfurecer el viento, se empina sobre el alfeizar imitando el ademán de Hitler para ver quién pasa por la acera a saludarla. La mano recorre el marco con ese dejo que tienen los movimientos solitarios de quien se sabe sola. No hay cerrojos ni grilletes que la atajen, pero no puede salir, y aunque nadie se lo impide, se queda quieta oyendo cómo el pulgar cuenta las horas sobre los otros dedos que esperan con ansia la sesión que los hace grupo en el silencio. A veces la mano salta desde la ventana hasta la silla, desciende tambaleándose sobre el tapizado. Allí se tortura con las texturas, traza insignias neonazis por el terciopelo que cambia de tonalidades con el paso de los dedos. Primero pinta paralelas, luego horizontales, borra el resultado. Trata de pintar al de la motosierra, sobre el dibujo el dedo medio inicia «Himno a la alegría», pero sólo llega hasta el índice: con la palabra alegría todo cesa. Entonces aparece lo militar, cada uno de los dedos empieza a tocar el paño con ímpetu y precisión. La mano cansada del himno para la ausencia, trata de recordar cómo le pagaba a los asesinos. Se encamina hacia la caja fuerte galopando sobre el frío de las paredes como una manada de trenes desbocados. Con el humo a cuestas y sin poder apaciguarlo llega a la caja de cerillos. Enciende el fogón y pone el agua. Algo tibio también tienen los dedos al ir por los anaqueles tras el plato y la taza. Sabe que es mejor no tomar azúcar cuando hay amargura, esas digresiones ocasionan tristezas más profundas que las certezas. La mano toma una de las bolsas del té, la deposita con cuidado en el fondo de la taza. Siente un poco de rabia con el agua que también la hace esperar. La mano sale de la cocina para no observar en la lentitud del agua el otro recorrido que hace el tiempo cuando se estira empecinado. Se asoma un poco al espejo del salón y nota que está algo húmeda, se acaricia la ceja a ver si los nervios le han dejado algo de dignidad al pulso. La nostalgia también opera a lo largo de las uñas y obliga a la mano a recordar las armas, las que les compró a los gringos y a los israelitas, las que le entregó a los paramilitares. La mano se encuentra con un fajo de billetes. Los arruga con rabia y los tira a la caneca, como sin con esa acción pudiera reconstruir el pasado, acabar con la amnesia que sufren los que no la visitan. Hoy no tiene servidumbre, también la han dejado. Menos sosegada regresa a la cocina por el agua que bulle, roza con desgano el talego del pan. -Migas, esa es la vida, migas-, recuerdan los nudillos al lado de la nevera indicando que todo se congela. Un poco de agua fría ablanda el dolor ocasionado por el grito de vapor que salió de la tetera. El agua corre como los segundos por las venas, la luz de la tarde baila con las tonadas que canta el sifón al compás de los dedos adoloridos que se sacuden bajo el chorro. La mano se sabe de memoria los acuerdos siniestros que firmó, las órdenes que impartió desde sus haciendas en Córdoba, los pueblos que desplazó con el índice. Ahora que la guerra se ha ido, a la mano la habitan los silencios, se calienta las yemas con el calor de la taza que se balancea entre los dedos. Por fin se decide, toma lo que busca, concluye su viaje por los contornos metálicos. No escribe una nota, sabe que nadie la leerá. El aire aplaude los últimos gestos.

 

Jaime Londoño (o Federico Cóndor) es un poeta, traductor y promotor cultural colombiano. Nació en Bogotá en 1959. Libros de poemas: Hechos para una vida anormal (1997), Alquimistas Ambulantes (2001), Mago sólo hay uno (2003) y Fantasmas S.A (2007). De historia: Epitafios: algo de historia hasta esta tarde pasando por Armero. Compiló Antología Domingo Atrasado, en la que recoge las voces de algunos poetas jóvenes. Libros de texto: Competencias escriturales de prejardin a once. Coordinó para la Casa de poesía Silva talleres dirigidos a los niños de los colegios distritales. Dirige la Editorial Domingo Atrasado y el Departamento de educación continuada para la Universidad F.I.T. Tiene un taller de poesía gratuito desde hace 10 años los domingos a las 3 pm en el parque de Usaquén.