La oculta inmensidad del sinsentido: Enrique Cortazar

enrique-cortazarEl desconocimiento de este Cortazar de la frontera impulsa al autor de la nota, Enrique Contreras, a tomar conciencia del autor y del personaje: “Poema a poema, Cortazar esboza e ilumina la oscura inmensidad del sinsentido que habitamos. El nervio interior que irradia y acompasa la voz que nos mece en su lectura es el inexorable paso del tiempo.”

 

 

La oculta inmensidad del sinsentido: Enrique Cortazar

“… más allá de la aparente terquedad
de los destinos está el alma central
de las cosas más sencillas”
Enrique Cortazar  

 

Enrique Contreras

Junio de 2015.  West Texas.  He quedado con mi amigo Antonio Moreno en algún punto entre la ciudad de Odessa y Midland. Ambos acordamos que el lugar elegido, con un surtido variado y generoso de rubias balsámicas (me refiero, naturalmente, a la cerveza) cumple con los requisitos mínimos exigibles para persistir en una plática, intermitente e interminable, que hemos iniciado y que nos conducirá, sin duda alguna, a ninguna parte…Tres horas después, espuma fresca en los labios, bajo el estímulo de nuestra condición de mexicano (él) y español (yo), y ya en el territorio vibrante de las referencias literarias, corremos el velo, el uno ante el otro, de nuestros particulares Parnasos.  En mi caso, la poesía corona esa patria simbólica. En el del profesor Moreno, cualquiera de las criaturas que el universo de la narración alumbra (del cuento al ensayo, de la crónica a la crítica) se colocan en la cima.
Nuestra conversación, que nos conduce a vericuetos insospechados, me lleva a rememorar un encuentro que mantuve con el poeta Ángel González, probablemente en 1998, con ocasión de una mesa redonda sobre literatura de posguerra española que tuvo lugar en la Universidad de New Mexico, en Albuquerque, y la cena posterior con él y su esposa, Susana Rivera.
—¡Híjole!— exclamó Antonio Moreno—… Grande, Ángel González… ¿Sabes? Él
mantuvo una buena, buena amistad con un buen amigo mío, el poeta Enrique Cortazar…
Recuerdo que la mención a Cortazar me hizo sonrojar y que, con cierta incomodidad, le confesé que ignoraba todo sobre el poeta Cortazar y que, por tanto, jamás había leído nada de ese tocayo mexicano. Más que la ignorancia de ese desconocimiento (pues soy perfectamente consciente de la inmensa e inabarcable nebulosa de cuanto ignoro), me laceró, y no era la primera vez, la constatación del daño que el provincialismo rampante ha causado y sigue causando en el mundo etéreo por el que la creación circula.  Pese a las nuevas tecnologías y a la comunicación instantánea, seguimos afectados por el ombliguismo de un entorno dominado comercialmente, ideológicamente, políticamente, por fronteras. Lo cercano, aquello que es más fácilmente reconocible y manipulable, lo mío,sigue funcionando a desmerito de creadores y consumidores de “cultura”. El corsé que a todos nos aprieta y que afloró en mi rostro bajo la forma de sonrojo, viene constriñendo a todas las expresiones de nuestra actividad cotidiana, ejerciendo efectos reductores, como no podría ser de otra forma, también en el firmamento literario.  
Tal vez sea esta una de las razones por las que un puñado, un grupo reducido de escritores, haya logrado emanciparse de las cadenas de lo inmediato y utilitario para alcanzar el olimpo de una literatura que es de todos y que incendia y perturba, atravesando norte y sur, este y oeste. Una literatura que ha borrado fronteras, diluido lenguas y enriquecido, desde puntos de vista inalienables, pasado, presente y futuro. El problema es, no obstante, que con demasiada frecuencia, por motivos de diversa índole, se siguen levantando verjas frente a los escalones que conducen a ese olimpo en el que supuestamente habita la tradición y la literatura clásica, expulsando de esa cima, o manteniendo alejados, a autores paradigmáticos. Como bien explica Geney Beltrán Félix en su artículo “Para qué la crítica en tiempos del ultraje”, en este orden de cosas se echa de menos que la Academia asuma su rol de faro y de una vez por todas abandone los vicios que la aquejan y que él enumera así:
Uno, para nada [la Academia] relee la tradición con nuevos ojos, sino que reitera, animada por una obediencia infértil, el canon fijado por nuestros abuelos y nuestros padres; dos, no relaciona distintas obras, épocas o lenguas, sino que se parcela interminablemente en temillas cada vez más periféricos e insustanciales; y tres, no ejerce el juicio sobre la literatura contemporánea: antes bien, amparada en marcos teóricos esterilizantes, se limita a describir patrones técnicos o temáticos –la violencia, la mujer, la frontera, la metaliteratura- sin arriesgar jamás una interpretación sobre la obra y su vínculo acaso con la época y la tradición.
—¿Tienes alguna obra de Cortazar en casa?
—Sí    
—¿Puedo pedirte que me la prestes?
—Por favor…
Dos días más tarde, tenía en mi poder Ventana abierta (1993)y Crepúsculo en las calles 2008).
La poesía es destello, revelación y estremecimiento. Y es también un mundo restringido en que no muchos osan adentrarse y menos aún perseverar. Por estas mismas razones, nada más estimulante y tentador para el amante de este género que cruzarse en el camino con voces nuevas y desconocidas.  Promesa y aprehensión. Argumentación o temperamento. Fabulación o prejuicios. Agua limpia o estancada. Transformación o servilismo.   
La lectura de los dos libros de Enrique Cortazar, me ha provocado una reflexión, sobre lo que cualquier crítico pedante denominaría “la articulación de la obra en la trama de lo social” y un desasosiego, íntimo, producto de la lectura misma de los textos.
Lo primero que me ha llamado la atención en la poesía de Cortazar es la autonomía de la esfera estética con respecto a la dinámica social (la Historia, si ustedes lo prefieren). Su voz, introvertida y contenida, sube más allá de los conflictos sociopolíticos que a todos nos afligen, para desmenuzar con paciencia de entomólogo los estragos que sobre todos y cada uno de nosotros, sobre el Hombre, produce lo que él define, en uno de sus versos, como “la oculta inmensidad del sinsentido”.  Pierre Bourdieu describe la práctica cultural, literaria, como una elección dentro de un campo de posibilidades estratégicas. Creo, y puedo equivocarme, que el desdén supremo, el mutismo absoluto de Enrique Cortazar hacia los conflictos imperantes en la sociedad en la que se desenvuelve, habla alto y claro de cuál es su toma de posición en este territorio. Solamente en un poema, en Ventana abierta, hace una referencia a esa realidad que, insignificante al fin y al cabo, será engullida por el vientre del infinito y la nada: Qué difícil seguir /cuando las ya ajenas ciudades /se hacen más amargas /y los días nos golpean, /poco a poco /nos vencen. /Pero no sólo los días, /sino los dogmas, /las ideologías, /van deshaciéndose en la garganta /del siglo /y sabemos vagamente que fuimos un intento /que jamás cuajó, /peregrinos en un tiempo desolado, /prolongación efímera /de un infinito que se muere /a cada instante.
Pero también, como acabo de decir, la lectura de la poesía de Cortazar me ha provocado un desasosiego que he calificado de íntimo. Introducirse por primera vez en la obra de un poeta es como catar un vino nuevo, desconocido. ¿Tendrá personalidad, poseerá equilibrio, será joven, maduro, brillante… a qué olerá, a jazmín, a fruta, a madera, a tabaco… dulce o amargo, azucarado o rancio… mediocre, insufrible? En mi caso, la vara de medir que utilizo es simple e infalible. Al final del primer poema, ¿quiero leer otro, y luego otro, y luego otro…? ¿Me interesa, me sorprende, me conmueve, me ayuda a comprender esa construcción poliédrica y esquiva que es la Realidad?
Poema a poema, Cortazar esboza e ilumina la oscura inmensidad del sinsentido que habitamos. El nervio interior que irradia y acompasa la voz que nos mece en su lectura es el inexorable paso del tiempo. Ese tiempo inmisericorde, que a todos nos toca, es como un aire constante e impertérrito que atravesando cada uno de los márgenes por los que fluye el caudal de la mirada cortazariana, habla de nosotros (íntimo desasosiego). En ambas obras, Ventana abierta y la antología poética Crepúsculo en las calles, la voz del poeta se pierde en la fugacidad del tiempo enfrentándonos a un Yo inasible que se contempla como un extraño que llega tarde a sí mismo y que, impotente, tiene que aceptar su suerte: a veces lo siento tan a mi lado/que finalmente me resigno/a seguir viviendo en él. Por más que se resista y en algunos versos recurra a la Esperanza, casi sin fuerza, sin convicción, como quien echa mano de la última bala de la cartuchera, (“eres el soberano de esos segundos/en los que momentáneamente/has vencido a tu propia historia”), ausencia, nostalgia, abandono, toman cuerpo como una presencia que nunca se define/pero que siempre nos circunda, nos acecha…
Aunque Ventana abierta deja escapar algunos de los fantasmas y obsesiones cortazarianos, su estoicismo y reserva, no condescienden en detallar circunstancias de la vida personal. Sólo para prestar tributo a La Amistad, ese territorio donde la lealtad, la exaltación y la fantasía, más dolorosamente sufre los estragos del tiempo (Cómo aceptarlo /Si aún quedan cuentas pendientes, /Palabras por saldar, /Párrafos no terminados),  el poeta nos ofrece varios nombres, Jorge Galván Meza, José y Fernando, convirténdolos en heraldos de La Muerte. Joaquín, otro compañero del alma, es representado como encarnación de una disidencia testimonial abocada a “la soledad de las montañas”: … despreció desde los días de su dolor /las ofertas de horarios y corbatas, /las medallas que confieren / el frío y la decencia, /la posibilidad de ser congruente, /y finalmente rechazó ser /candidato o ingeniero.
¿Pero hay “territorios habitables”, un lugar para llegar, como puntualiza Cortazar, en su poesía?
Y, si los hay… ¿Cuáles son? ¿El Amor? No, el Amor es espejismo, sombra efímera, desolación, soledad y nostalgia: Tal vez el error haya sido /tomar tan en serio las consignas del amor. ¿La Infancia? Tampoco. La infancia es un laberinto infinito en el que cruje la noche: Con el sigilo palpitándome en las sienes /brincaba de una soledad a otra. ¿Entonces? Solo la naturaleza, desnuda, virgen, hostil, sin hollar. El desierto. Porque el desierto es redención. Un “diseminado dios”, impasible, majestuoso que nos verá “levantarnos desde la nada/ para regresar al polvo”. Y porque, frente a él, el poeta, erguido y sereno, puede dar de lado a una lucha interior que le rasga y atormenta rindiéndose solo a ese viento (“alma central de las cosas más sencillas”) que acabará sepultándonos a todos en su polvo gris: Una vez que el desierto /nos seduce /qué difícil dejar /su olor y su presente ausencia.
     Quiero seguir leyendo a Enrique Cortazar.