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Fantasmas (Blues y Jazz). Jesús Alvarado

jesus-alvaradoNarrador mexicano, de raíces duranguenses, comparte con los lectores de La Otra este fragmento de novela, leído durante el encuentro Internacional de Escritores “José Revueltas”, Durango 2015.

 

 

 

Tetralogía del Refugio
Libro Primero

Fantasmas
(Blues y Jazz)
Fragmento de novela
Jesús Alvarado

*** La niña negra estúpida ***

En este cuarto oscuro nadie busca y nadie encuentra. La puerta de madera, pino fuerte, firme, grueso, no permite que alguien entre con sus incertidumbres, sospechas o frustraciones eternas. Hay una aldaba y un candado enorme por dentro, negro de grasa y rojo de óxido. No puede ser botado de ninguna forma, quién lo puso es un misterio. Seguro no fue la niña negra estúpida, no tiene el entendimiento ni la capacidad física para hacerlo: cargarlo, acomodarlo y atinar las partes hasta que logre cerrar: eterno.
          Tal vez no un misterio pero sí algo que nunca podremos comprender, nosotros.
          Papá Yoruba.
          Sus ojos brillan, no buscan: brillan. Ella sabe dónde está cada uno de sus monigotes, cada uno de nosotros. Negros, prietos, blancos, insípidos, rojos iracundos y malolientes, amarillos, de todos los colores estamos ahí los habitantes del Refugio.
          Estamos entre collares, conchas, figuras de todos los santos protectores, Palo Mayombe. Saylor está amarrado con hilos de Nylon a una lengua de res, maniatado. Ella no lo amarró. No es un misterio, sólo se trata de algo que nosotros nunca podremos comprender.
          Nosotros.
          Saylor no puede verse ni escucharse.
          Si se ve puede espantarse, va a creer que hay un enemigo allí enfrente.
          Ella mueve los monigotes según alguien le dice cómo hacerlo. Ella no tiene el entendimiento para moverlos por su propia cuenta. O tal vez no es cuestión de entendimiento tal como nosotros creemos que funcionan las cosas.
          Sus ojos brillan. Al monigote Saylor no lo mueve ella. Tampoco fue ella quien lo ató a la lengua de res.
     Algunos de nosotros de pronto alcanzamos a ver algo, una veladora encendida da un poco luz para que nos demos cuenta a qué monigotes levanta la niña negra estúpida y cómo los hace cobrar vida repentina. Ella profiere algunos sonidos, balbuce algo, y los monigotes repiten estos balbuceos en forma de palabras, ideas, reclamos, declaraciones, quejas, gritos. Arman dramas aquí y allá. Los hace que canten.
          Tampoco las veladoras fueron encendidas por la niña negra estúpida.
          Aquí estamos todos. Los dioses con formas de dioses, santos, Palo Mayombe, Papá Yoruba. Los hombres y las mujeres en forma de monigotes. Todos menos tres: no hay monigotes para Sidney B., para L. Armostrong ni para ella, la niña negra estúpida.
          Estamos todos los que fueron, somos o serán habitantes del Refugio. Rosario, grita Ela, grita el sacerdote. Gritan todos los monigotes, a través de nosotros, en distintas circunstancias, en distintos tiempos. Le gritamos a Saylor pero él está atado con hilos de plástico muy resistentes, a la lengua de res.
          Vemos un poco pero no a nosotros mismos, a nuestros destinos, podemos creer que el de al lado, o hasta nosotros mismos, somos sólo un enemigo más.

 

*** Doña Epifania ***

La labor de una bruja espiritista tampoco es buscar y encontrar, es sólo curar.
          Está sentada en su silla grande de palos y mimbre. Ella es prieta, el pelo largo y hecho maraña, sal y pimienta. Arrugas que de tan profundas y tantas parecen haber estado ahí desde siempre.
          Se escenario es distinto, lleno de luz y sólo algunos elementos menores, ramos de flores que trae la gente, ramos de hierbas que ella da, bolsas de trapo como amuletos, piedras, fotos por los que se pide o se amarra, en el muro un cromo de la virgen. Luz que mañosamente también ciega.
          Doña Epifania, el espíritu rector sobre ella, trabaja con nombres.
          – ¿Cómo te llamas?
          – Saylor.
          – ¿Tu nombre completo?
          – Saylor.
          …
          …
          – ¿Tu nombre completo?
          – Saylor.
          No le basta un monigote o una foto, debe decirle al espíritu de adentro, de arriba, de todos lados, el nombre completo.
          – Saylor –se lo puedo decir yo con voz fingida o ella misma, en ausencia de él, pero no basta.
          Doña Epifania pregunta al espíritu hermano. A uno solo, al que le tocó a ella, la tocó. Cómo saber el nombre de alguien que no tiene papeles, no fue bautizado, nació sin padre, y cuya madre adoptó nombre cristiano porque debía ocultarse, huir de su gente y no regresar a los lugares ni a las palabras ahí sucedidas.
          ¿Identificarlo por la maldición que carga?
          La misma pregunta es la respuesta, dialéctica que no es más que simple retórica, ritual con métrica y recursos que dan ritmo, encantamiento, hipnosis colectiva (no estamos aquí físicamente, estamos sólo de nombre).
          Mi abuela, que ahora no es mi abuela, sólo doña Epifania, le pide a los espíritus que lo identifiquen por medio de esa maldición.
          No se mueve, no habla, está atado, por fuera blanco, por dentro negro, sin ánima, debe correr porque siempre está a punto de cocerse por dentro, pero si se cuece se derrite, le salen llamas y su piel cae como cera derretida, sus ojos blancos, sus pelos güeros.
          Es un caso que nunca le había tocado atender a doña Epifania.
          (Es mi abuela pero me dijo que cuando está sentada así, no puedo llamarla abuela.
          Dime tu nombre.
          Doña Epifania.
          No, tu nombre completo.
          Epifania Canales Romero.)
          Ese muchacho se cuece por dentro. Alguien le prendió fogón desde las meras entrañas.
          Mi abuela espera. No hay respuesta. Es un caso complicado, quizá de verdad se deba a que Saylor no tiene nombre completo.
          (Nadie supo nunca cuál era realmente el segundo apellido de mi abuela.
          Dime tu nombre.
          Epifania Canales Romero – Reyes – López – Chávez – Montes – Valles – Llanos – Calles – Pueblos – Ciudades – Espíritus – Díaz – Meses – Años.
          Cualquiera sí, cualquiera no.
          Siempre lo cambiaba.
          Pero nunca pedía ser curada ella misma, pedía que se curaran los demás.)
          Dicen que cuando muy joven, mi abuela era una prieta ladina, mula y desbocada. Dicen que el Coyote salió muy parecido a ella cuando era joven. Todos los prietos somos ladinos, interesados y habladores. Hijos de puta no porque nos haya parido una de ellas sino por cabrones que esperamos la oportunidad para joder a quien sea, incluso a la mano que nos alimenta. Zorreamos y murmuramos. Perfectos hijos de puta. Todos somos perfectos. Perfecto pecador, perfecto idiota, perfecto ladrón, perfecto hablador, perfecto santurrón, perfecto rostro de india ladina. Todo es perfecto. Dicen que mi abuela desde los diez años se salía de la casa y se iba a la noria. Se rentaba para dos cosas: lavar ropa ajena de mujeres tosigonas que ya estando en la noria con sus bultos sentían mayor la gana de chismorrear y fumar como chachalacas y le pagaban dos pesos con tal de no fregarse tallando ropa; y mi abuela se rentaba también para besuquearse y dejarse toquetear toda la tarde. Igual tarifa: dos pesos. Dicen que mi abuela usaba el dinero para apostarlo por las tardes en juegos de póker acá en el mercado del Refugio. A veces ganaba, no la hacían pendeja tan de al tiro. Dicen que eran puros hombres los que apostaban y ella era la única mujer pero no se dejaba, aunque sí la mayoría de las veces perdía todo lo que cargaba, pero que eso no le importaba un miserable cacahuate.
          Dicen que allí nunca nadie le pagó porque se dejara besuquear pero aun así, dicen que una tarde ahí llegó a ese rincón del mercado el papá de mi abuela y la sacó jalándola de los pelos. Dicen que mi bisabuelo le metió reverenda cueriza a mi abuela. Dicen que ella se puso muy colorada, prieta rojotota, pero que no lloró. Dicen que le escupió de coraje a mi bisabuelo, prieta ladina. Dicen que la aventó dos años a vivir en los corrales con los marranos, los cóconos y las gallinas. Dicen que mi abuela se tragó su orgullo y aguantó estarse ahí sin pedirle perdón a mi bisabuelo. Dicen que ahí metida cumplió quince años.
          Dicen que mi bisabuelo se murió poco antes de que ella cumpliera así su castigo de dos años. Dicen que ella lloró allí metida cuando le dijeron que su papá se había muerto, pero que nomás tuvo de testigo de su llanto y de consuelo a los animales. Dicen que lloró muchos días. Dicen que ahí le pidió perdón a mi bisabuelo. Lo pidió y lo pidió muchas veces pero ya era imposible que él la escuchara. Dicen que mi abuela juró nunca salirse de ahí del corral de los animales porque tendría que pagar su grave error toda la vida. Y así lo cumplió al principio, pasaron los cumpleaños dieciséis y diecisiete y ahí siguió.
          Dicen que una vez llegó un peón a reparar el techo del corral. Dicen que el peón era don José, mi abuelo.
          Dicen que él le preguntó:
          – ¿Qué haces ahí entre los animales?
          Dicen que ella le contestó:
          – Nada, aquí vivo. Estoy castigada.
          Dicen que él regresó a los tres días, habló con mi bisabuela y se llevó a doña Epifania, toda marrana pero ya sin mirada de ladina.
          Dicen que mi abuelo la bañó, le puso enaguas y vestido, chanclas y le arregló el pelo. Que se casaron. Que se subió sobre ella, perfecto misionero, y que de ahí nacieron el Coyote, el URSS, mi tío Mayo, Lupe, Toña, Memo, Pina, Lola, Malena y Luz.
          Dicen que mi abuelo tenía un montón de libros en su cuarto pero nomás leía uno de pastas negras, la Biblia. Dicen que aunque mi abuelo ya había leído cuando era chavillo todos los demás libros y se los sabía de pe a pa, no dejaba que absolutamente nadie le agarrara sus libros. Dicen que mi abuelo sólo amó a una persona en la vida: a mi abuela, doña Epifania, y que por eso, cuando ella llegó y rebuscó en sus libros, los removió, se batió entre ellos y encontró dos que le gustaron, él hizo gestos pero no dijo nada, nomás a ella le permitió tal intromisión.
          Dicen que era un libro de medicina tradicional, sobre cómo atender partos, y otro rarísimo, sumamente extraño, un libro de piel blanca, liso, sin grasa pero siempre como húmedo en su superficie, como mojado: el Libro de los Espejos (eso no lo dice nadie, no lo sabe nadie, eso sólo me lo dijo mi abuela a mí).
          Y de esos dos libros mi abuela aprendió a curar: curar partos y curar otro tipo de entuertos: del alma, del espíritu, de líos entre las personas, de líos entre el mundo y las personas.
          Así vivió muchos años mi abuela, aprendió muy bien esos oficios y los practicó todo el tiempo que le restó de vida.
          Y eso fue lo que le dijeron esta vez los espíritus: Si quieres ayudar al muchacho ve otra vez al Libro de los Espejos, la parte del espejo empañado. Pero la parte del espejo empañado sólo se puede leer cuando el libro está sumergido completamente en un río, eso me lo dijo mi abuela tiempo después, cuando ya la habíamos enterrado y cumplíamos su novenario, y mi abuela ya no tenía fuerza para eso, no tenía fuerza ni siquiera para levantarse de su silla, sólo escuchar y decirle su nombre completo a los espíritus.

 

3 comentarios

  1. María De Jesús Leyva Alvarado