Adrián Curiel. Blanco Trópico

adrian-curielFragmento de la novela Blanco Trópico del escritor mexicano, publicada por Alfaguara este 2014. Doctor en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Madrid, es autor de cinco novelas y cuatro libros de relatos.

 

 

Blanco Trópico (México, Alfaguara, 2014, 368 págs.) Fragmento.

Adrián Curiel

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Adrián Curiel
La sensación de que el entorno conspiraba contra nosotros se acentúo cuando decidimos largarnos de España. Embalamos nuestras cosas y comenzamos el peregrinar diario entre el piso y los bajos de la oficina central de correos a un costado de la glorieta de Cibeles, frente a Banco de España. Al principio usábamos el ascensor y Manolo nos ayudaba a sacar los fardos a la acera. Pero luego se estropeó, para variar, y el portero, al percatarse de que estábamos desmontando la casa, optó por sonreírnos cómodamente sentado detrás del cristal de su garita. Yo sudaba la gota gorda apilando las cajas en el portal mientras Marcia salía a la calle a hacer la parada a un taxi. La Calle de la Cruz de por sí es estrecha, pero ese 2003, último año de su gestión en la alcaldía, Álvarez del Manzano mandó hacer nuevos socavones en los bordillos, donde insertaron unos bolardos junto a los que ya existían. Una empalizada que imposibilitaba a los choferes aparcar sus automóviles y a los repartidores detener sus furgonetas mientras descargaban (ésa era la idea, al parecer). Casi ni se podía andar por la acera, no cabían dos peatones uno junto al otro. Nos las veíamos negras con los taxistas, los que venían detrás empezaban a pitar las bocinas, incluso otros taxistas. Nos apresurábamos a meter los bultos en el maletero, lo más rápido que podíamos, y subíamos agitados a los asientos traseros y cerrábamos las portezuelas. Para entonces el conductor ya estaba enfurecido, maldecía a diestra y siniestra, hijoputeaba a los que lo presionaban con la bocina y, acto seguido, se la agarraba con nosotros. ¡Coño!, a quién se le ocurre andar con esas balas tan pesadas, ¡joder!, les iba a cobrar un suplemento por exceso de carga, ¡me cago en Dios! Como tampoco teníamos la culpa y no estábamos dispuestos a pagar de nuestro bolsillo los trastornos mentales que debiera atender un psiquiatra del gremio, rescatamos del armario a medio vaciar una no muy confiable carretilla de mano. Repetíamos pacientemente la operación desde la entrada del piso. En el zaguán esperaba Marcia con un pulpo de elásticos. Sudorosos, ante la sonrisa impávida de Manolo, quien eso sí, nos saludaba cada vez que emprendíamos la odisea o volvíamos de ella, colocábamos el pesado paralelepípedo de cartón sobre la base del diablito y lo sujetábamos con las gomas. Apenas trasponíamos el portón del edificio, me estrellaba contra el primer bolardo. Había que levantar todo el armazón de la carretilla, con su estiba atada, y desplazarse a pasos laterales con la espalda pegada a la pared hasta encontrar un hueco por donde salir a la calle, donde había que sortear automóviles y relampagueantes motonetas.

A la altura de Plaza de Canalejas, con las manos ampolladas, yo quería abortar la misión, abandonar todo ahí mismo a carteristas y mendicantes. ¿Por qué no mandábamos a la mierda esos pinches bártulos y nos íbamos derecho al lobby del Hotel Palace a espiar a los famosos y fantasear con una vida de lujo mientras bebíamos unas de las cervezas más caras de la ciudad? Pero Marcia, a prueba de fuego, sacaba fuerzas de flaqueza, me jaleaba para que prosiguiéramos. Al llegar a la oficina de correos no terminaban los problemas. Otra escalera —muy empinada y resbaladiza— ameritaba que volviese a cargar la estructura de barras y listones con ganchos. Curvaba hacia atrás la espalda, me echaba encima el peso en un involuntario movimiento de halterofilia y bajaba con las piernas arqueadas, casi en cuclillas y a ciegas, siguiendo las indicaciones de Marcia. En los sótanos siempre pasaba algo. Un empleado nos hacía llenar diez mil veces la hoja de solicitud, otro insistía en que corrigiéramos las declaraciones aduanales que ya estaban listas. Algún vivo (normalmente un hermano latinoamericano) se quería saltar la cola alegando que ya estaba formado pero había tenido que ir al baño.

En una ocasión, aguardábamos nuestro turno y el tipo de adelante, un señor metido en carnes y algo mayor, madrileño, se vuelve, escudriña la dirección de mi madre escrita con rotulador en letras y números grandes, encara a Marcia con una impertinencia que él habrá juzgado cautivadora, y empieza a canturrear “México lindo y querido, si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que…” Vos perdoname, lo cortó en seco mi encolerizada mujer. ¿Pero yo a vos te conozco? No. ¿Y te estoy espiando tus cosas? No, replicó el intruso, desconcertado. Entonces vos por qué estás espiando las mías. No… no estoy espiando, dijo, las facciones desencajadas. Dio media vuelta y no se habló más del asunto. Durante el altercado, todavía no me bajaba la adrenalina por el esfuerzo del acarreo, experimenté una súbita taquicardia. Era el sello de Madrid, la violencia de lo imprevisible. Miré a su costado, Marcia estaba hecha un basilisco. Parecía que le hubiesen revuelto la cabellera o que un avión le hubiera pasado por arriba. Hicimos el trámite y salimos. La abracé con la mano libre (en la otra llevaba la carretilla plegada y atada con el pulpo) y le propuse refrescarnos con unas cañitas en la cervecería Estafeta. Sentados a la barra, mientras nos ponían unas tapitas, comentamos el incidente. Nos rendimos a una suculenta, explosiva carcajada que resurgía a contrapunto cada vez que yo remedaba, modulando la voz para caricaturizarlo, el infeliz diálogo del espionaje. No había duda. Indicios por todas partes. Había llegado el tiempo de marcharse.