El Chiapamundi. Óscar Palacios

oscar-palaciosDe reciente aparición, este primer volumen, de tres, del escritor chiapaneco reúne una trilogía narrativa caracterizada por el humor y la irreverencia en el habla de su región. Se presentará el jueves 12 de junio a las 19 hrs. en la Casa del Poeta, en la Ciudad de México. Fragmento.

 

Oscar Palacios, El Chiapamundi. Relatos desde el ombligo del mundo, La Otra, México, 2014.

 

El ombligo del Mundo

II

 

               — Matála vos masiosare, ora que ya sos autoridá, no ves que te va a traer
dificultá.
                — Dejála si no te hace nada.
                — Vos porque no la tenés qué soportar.
                — No andés con tus quebrantos que la pobrecita no te hace ningún
perjuicio ¿O qué, estás celosa porque le gustan mis cosas?
                — ¡tas jodido!, es que esa cochinería, pues no sé.
                — Vos me conocés de una parte y te gusta, así se la ha de pasar a ella.
                — Calláte y andá vete a tu encargo, no sea que te frieguen por andar
pendejeando.

          Todos los días, cuando el sol saltaba por la mañana para iluminar casas y sembradíos, Masiosare y holocausto, arrejuntados en la gracia de dios y de las leyes, desde hacía diez años, se disponían a iniciar una jornada más. Esa mañana (aunque el río seguía tropezando con las piedras y el rumor de sus aguas se confundía con el de las voces somnolientas de los moradores, el flaco ladrar de los perros y el alimento de la rutina: arriba el azul del infinito, y alrededor, la prisión del verde de las montañas circundantes), llegaba distinta para masiosare porque sería su primer día como presidente municipal. Las cosas no marcharon muy bien durante la campaña y en las elecciones. Masiosare resultó el candidato del partido oficial y los resquemores del pueblo se retentaron en su contra. No porque fuera hombre malo, sino porque, ni bueno ni malo, le daba lo mismo estar en la caciquería de donde provenía, que colarse entre la gente del pueblo. No era rico ni pobre, porque era como casi todos en la comunidad, podía comer tres veces al día, en los huertos de los amplios patios se cosechaban limones, plátanos, aguacates, chiles, cebollas, rábanos, repollos y…mejor etcétera. Cosechaban su maíz y frijol en las parcelas y en los patios cacareaban las gallinas, no sólo por el gozo de las pisadas de los gallos, sino porque contaban con espacio suficiente para sus correrías. Los marranos salían de las cercas –cuando las había—para solazarse en las lodosas calles, mientras la única carreta iba y venia con su característico chirriar. No había hambre, sólo el natural descontento humano de ver pasar las lunas sin que nada cambiara
A los habitantes de los Unicos les llegó el rumor, a través del cura, de la existencia de otros partidos políticos y, con tal de darle en la torre al oficial, se habían coludido con Secundino Nandalumí, el único entre los 1496 habitantes que contaba con el humor suficiente optimismo para creer ganar y hacer pro el pueblo lo mismo que todos: nada. Secundino logró que sus partidarios obsequiaran suficientes tamales de chipilín y aguardiente para embolar a los futuros electores. Masiosare no dio nada, mejor dicho, dio palabras. Casi todos daban por hecho que ante lo magnánimo de sus apoyadores  y a pesar de que era el más pobre del pueblo, con siete oficios y catorce necesidades, Secundino llevaba las de ganar.

Llegó por fin el día de las elecciones y el resultado fue empate. Nadie sabía qué hacer. El pueblo estaba cansado de tantos discursos y de distraer las horas hábiles e inhábiles actos. Por fin decidieron democráticamente que Masiosare  y Secundino emitieran su voto secreto y se mantenía el empate, como era de esperarse, fuera el cura, que realizaba su visita mensual recolectora de fondos, el que eligiera al triunfador.

               — ¡Pinche padrecito, todo porque no le prometí el marranito que ni pa’mí tengo!—se lo oyó decir a Secundino cuando se retiró cabizbajo después de resultar el perdedor.
                — No será que me van a echar piedra, vos holita.
                — Te lo merecés, no sé por qué te metiste en estos argüendes. 
                —  ¿Apoco no te gusta ser la presidenta?
                — ¡Pa’que pictes! Nadie nos quiere, dicen que le diste dos cochitos al padre para que votara por ti.
                — Se lo di a nuestra santa madre iglesia, no a él.
                — Pues antes bien que pendejeabas al padrecito y apenas si le dabas el saludo.
                — No vivás en lo de ayer, viví en lo de hoy y ora somos autoridá.
                — Serás vos. Y la mera verdad se me hace que nadie te va a hacer caso, si es que te dejan entrar a la presidencia. Dicen que sos muy miserable, que pura palabra diste y nada de fiesta.
                — Caso hay; hay austeridá. Además, ¿pa’qué quiero que me quieran los demás si me querés vos?—dijo arrejuntándose melosamente.
                — ¿Y la coqueta? –dijo un tonto burlón Holocausta, mientras lo empujaba.
                — ¡Mirálo vos mama, esta jodidita ya va a empezar otra vez! dijo levantando las manos al cielo invocando a su difunta madre, recién muerta, atropellada a sus 79 años, ocho meses y diez días por la única bicicleta del pueblo, la de Flauto Corchea, hijo de Emerito Corchea, flautista del rumbo y anexos. Cabe apuntar que Masiosare nació poco después deque su madre quedara viuda por tercera vez, resultando ser el unigénito de doña Severa Verdugo y de Onésimo Santís, el único que llegó virgen al altar y que falleció de saciedad, 263 días después de la boda, por los diarios embates de la calenturienta matrona.
                — ¿A poco no es cierto?
                –Mejor me callo, ya es hora de que me vaya. Echáme tu bendición y hacéle gusto a San Judas Tadeo, no sea la de malas que me descalabren.
                — Andá pues y pasá a buscar a don Emérito, a lo mejor con su flauta amansa a esos animales. Además él está comprometido desde que su flauto mandó al otro lado, por accidente claro, a tu santa madrecita, que Dios la tenga a diestra y siniestra como la tuvieron los difuntos de sus maridos que la antecedieron.
                — ¡ Ay Holita, no se puede contigo! Ahi vas al rato…

 

        Salió el hombre llevando su machete en un costado, vestido de pantalón y camisa de manta blanca. Era la ropa para los días de fiesta. Caminó rumbo a la presidencia. El pueblo parecía tranquilo. A su paso oía: ¡psst!, ¡psst!, y al voltear no veía a nadie. Así sucesivamente hasta que lograron ponerlo nervioso. Don Emérito lo esperaba, circunspecto y flauta en mano. Eso lo reconfortó. Llegaron a la presidencia y sólo encontraron a dos policías somnolientos. Sentados cabizbajo, estaba Ruperto Encino, en el salón de cabildos, era el mismo a quien Masiosare amenazó con que si no se presentaba el día de la toma de posesión comunicaría a todo el pueblo que el causante de la extraña mortandad entre las gallinas, era ese hombre flaco y paliducho que en las madrugadas le hacía la competencia a los gallos, pisando inmisecordemente a las indefensas ponedoras. La beata Altagracia, enrebozada, asomó la cabeza desde el cuarto de los policías. Masiosare la invitó a pasar y ésta no pudo negarse porque todos sabrían que los guardianes de la ley le calmaban las ansias de novillera. Ella trató de justificarse argumentando que estaba ahí para presenciar la llegada de un hombre probo a la dirección del pueblo

                — Protesto hacer guardar todo lo guardable etcétera, ¡cabrones!, ya vendrán y sobre todo mi antecesor Pioquinto Robledal, porque si no, haré saber a todos que se quedó con partes de los terrenos del panteón.
                — No bien acababa de decir eso, cuando apareció el susodicho Pioquinto Robledal, bufando con el peso de toda su obesa humanidad, saludando y abrazando a todos los presentes.
                — Quedan tres mil trescientos treinta y tres pesos con treinta centavos en caja y de deudas el doble y por cobrar el triple. Hacé tus cuentas Masiosare y con eso comenzás a gobernarnos. Firmá aquí y date por posesionado – dijo Pioquinto Robledal, dio vuelta militarmente, se secó el profuso sudor nervioso y salió atropelladamente del local.
                — ¡Qué pinche forma ésta de comenzar a gobernar sin gobernados! A ver, usted don Emérito será el secretario del ayuntamiento y cuando los machos se sientan muy machos les da usted unos flautasos para que se calmen. Tú Altagracia serás mi secretaria particular y así podrás entrar y salir de aquí las veces que quieras para rezarle a la Santa Vela. Y tú Ruperto, cuidarás el gallinero, digo, vigilarás todo lo que se haga o diga en el pueblo. Los dos concejales están dispensados por hoy, ya que a uno le está pariendo una yegua y el otro debe andar en sus mamperías. Ya mañana harán lo que marca lo legal.
                –Holocausta lo supo demasiado tarde. No le dieron tiempo ni siquiera de preparar la escopeta – única en el pueblo en manos de particular–, que la había regalado su suegra el día en que se casó con Masiosare. Cuando le llegó la noticia ya todo había acaecido: no bien habían salido de la presidencia municipal cuando una turba de bolos asaltó a Masiosare.
                –¡Fuera Masiosare!
                –¡Viva la opocision!
                –¡Muera la imposición!
Primero tomates y naranjas, después piedras y palos, voló por los aires, junto con las primeras notas pretendidamente apaciguadoras, la flauta de don Emérito. Ruperto sintió por atrás lo que sentía por delante cuando se pisaba a las gallinas: fruncidito, fruncidito. Altagracia se mezcló entre la turba y coreó a la par de los disidentes. Masiosare se armó de inusual valor y disparó palabras y más palabras que nadie escuchó  y para nada sirvieron porque también fueron apedreadas. Los policías, sin luchar pero con mucha dignidad, rindieron armas y entregaron los viejos máuseres, y cuando todo parecía irremediablemente perdido, apareció la coqueta seguida de un batallón de marranos que arremetieron a mordiscos contra los atacantes de Masiosare. Este, en un momento de los muchos de confusión, descubrió la yegua recién parida del primer concejal y al grito de “mi presidencia municipal por una yegua”, corrió hasta ella, la montó al pelo  y emprendió la graciosa huida entre sus amenazas de traer a un batallón completo para apaciguarlos. Huido el perro se acabó la rabia o, para ser más exactos, el contingente de marranos dominaba la situación obligando a los revoltosos a esconderse en sus casas. Transcurrieron ocho días, cuando…
                –¡Ya viene! ¡Ya viene!– coreó un grupo de chiquillos que hacían las voces de vigías desde la loma mas alta.
Y entró Masiosare al pueblo entre el aplauso de los moradores. La flauta de don Emérito sacudió la montañas con su inusitada inspiración. Margaritas silvestres caían sobre la cabeza y espalda del comandante de los guardias rurales, quien atónito  interrogaba con la mirada a Masiosare, como recriminándolo por los tres días de viaje entre pedregales y montañas y con las nalgas a punto de estallar. Masiosare era el más extrañado. Creyó que con sólo llevar dos policías armados hasta los dientes lograría que el pueblo se asustara. Holocausta llegó hasta él con su clásica sonrisa burlona. Aclaró al comandante la situación indicándole que sí había existido una rebelión pero todo estaba bajo control. Los invitó a la fiesta programada desde hacía dos días y dirigiéndose a su marido se soltó así, de sopetón, la noticia que hizo estremecer al interfecto hasta el último pelo de su cuerpo.
                — Maté a la coqueta—dijo fríamente, mirando al cielo como en espera de un madrazo.
                — ¡Mataste a la coqueta!, ¡hay malnacida, qué daño te hacia!
                –Mirá, dejáte de argüendes. Fue lo único que se me ocurrió para calmar a la indiada. Vos sabés como te quería la coqueta y por eso pensé: si estos cabrones se la comen, cada quien tendrá en su panza un poquito de cariño para mi marido. Entonces me armé de valor y la maté. Vieras cómo lloraba la condenada, por poco y me gana el corazón. De ella le di sólo a tus enemigos y maté a otros para darle a tus amigos. Todos están muy contentos. ¿No ves cómo te están recibiendo?
Masiosare sintió una fuerte presión en el pecho, ya no se acordó de la gran noticia para  Holocausta de que el puenton sin rió que vieron en foto, ya no existía. Recordó a la coqueta. Todas las mañanas ella llegaba hasta su cuarto y él sabia que era hora de levantarse y la otra que era la hora de su desayuno. Después de eso aceptaba que Holocausta le diera otra clase de alimentos. Cuando Masiosare se iba a la siembra la coqueta entristecía y no comía nada. Cuando el hombre retornaba, ella revivía. La coqueta había sido sacrificada en aras  de la paz del pueblo. La oposición había comido algo de caca de Masiosare a través de los suculentos chicharrones que salieron de su piel. Emocionado, el reinstalado presidente municipal, habló a su pueblo:
                — Ustedes saben que se ha logrado la unidad del pueblo gracias a la inoportuna intervención de la coqueta. Por eso y algo más – quedó viendo a su mujer—he decidido dar a conocer mi primera disposición: se construirá por cooperación popular un monumento a la coqueta, por su indiscutible sacrificio en defensa de las instituciones y la paz del pueblo…

Palacios con Tanya
Palacios con Tanya