Jotamario Arbeláez. Brindis contra el guayabo y en favor del trago.

Jotamario ArbeláezConocido como resaca, cruda, mono, etcétera, el síndrome de abstinencia hace jurar a muchos que no volverán a beber. El nadaista colombiano alza la copa de sus letras para insistir en el milagro de la bebida y para exorcizar el guayabo.

 

 

Brindis por la bebida
y por el guayabo

 

Jotamario Arbeláez

Jotamario Arbeláez
Jotamario Arbeláez

 

Decía el gracioso de mi papá en las jaranas de amigos que a él nunca le pegaba el guayabo, por más copas que ingiriera la parranda pasada.
          Que a lo sumo le daba un dolorcito de cabeza, un sudorcito frío, una visioncita borrosa, un complejito de culpa y unas ganitas de vomitar.
          Pero lo que se dice guayabo guayabo, eso que en Antioquia lo llaman guayabo negro, nunca.
          Mi tío Picunigua, en cambio, amanecía hecho trizas en la jaula de los leones, había que ponerle compresas de agua fría en la cabeza,
          rociarlo en alcohol, atiborrarlo de alkaseltzers y de anacines,
          hablar en voz baja toda la casa, evitar que el perro ladrara, que pitaran los carros, hasta que los truenos sonaran.
          Aún así, el pobre pagaba el disfrute del paraíso alcohólico con el infierno de la resaca,
          donde creía ver a los “pájaros” del partido conservador que le arrimaban a la sien sus revólveres.  
          Yo si tuve el privilegio de pertenecer a esa cuarta parte de la humanidad que no siente el mínimo rescoldo de malestar después de haber agotado botellas y botellas en el trasegar del bohemio.
          Los envidiosos maledicentes ponen a circular trinos refiriéndose a mi fortuna:
“Qué guayabo le va a dar, / si se mantiene borracho. / Si un día deja de beber / verá lo que va a sufrir”. 
          Que tengan la seguridad de que no les voy a dar gusto. Los exámenes clínicos certifican la potencia de mi hígado y los psiquiatras la resistencia del coco. Y tengo crédito en todos los bares.

 

Acabo de leer, porque tampoco paro de leer mientras bebo como ni siquiera de escribir mientras atiendo a aquellas que destilan demencia,
          el Gran Libro del Guayabo, proeza investigativa que hacía falta en los anales de Baco, al pie de los toneles de vino, que son la única prueba fluida de la existencia del Diablo.
          Aparte de la exhaustiva descripción y explicación del flagelo, trae una serie de remedios probados y en especial de paradisíacas ingestiones culinarias, que se disfrutan más precisamente por razón del confuso estado.
          Como los remedios ni me van ni me vienen me empeño con el elogio de la bebida, sin la cual no se podría llegar a lo que, según la latitud, llaman el guayabo, la resaca, la curda, la cruda, el ratón, la mona, la pipa, el chuchaqui, la goma, la agrura, el jangover, y más explícitamente, en la inmunda. 

 

En la biblioteca del cementerio leí acerca de dos tristes instancias en el mundo de los seres y de las cosas,
          que detenían el libre discurrir de la vida y de la alegría:
          un vientre infecundo (o su equivalente menor, una mujer frígida)
          y una botella de vino vacía.
          De allí la desolación que comunica contemplar en los cuadros cubistas de Juan Gris o Pablo Picasso,
          una de estas botellas sin gota de su contenido,
          a la que también cantara el entristado peruano con este vértigo:
          “Oh botella sin vino / Oh vino que enviudó de esta botella”.

 

Si hay algo en la vida por lo que merezca brindarse,
          aparte de la felicidad de los novios, la liberación de un secuestro y las bodas de plata de andar con plata,
          es por el vino en sí mismo, ese factor de ebriedad,
          porque la embriaguez es la revancha contra la conciencia despierta que fragua las trapisondas.
          El vino es el mejor aliado del dolce far niente y de la inspiración del poeta,
          de Gonzalo de Berceo y Villon a Raul Gómez Jattin y Juan Manuel Roca,
          de Modigliani y Toulusse Lautrec a Alejandro Obregón y Saturnino Ramírez,
          y de todos aquellos que quieren poner aún más livianita su alma. 
          Cómo no hablar de los monjes juguetones,
          que así como salvaron para las civilizaciones futuras esos libros copiosos que iban copiando,
          cuidaban de los viñedos alrededor de monasterios y catedrales,
          así los cistercienses de Borgoña aplicados sobre los suelos de la Cote d’Or.

 

Los que piensan que la virtud es abstemia deberían retener lo que la segunda persona del Altísimo dijo en primera:
          “Yo soy el camino, la verdad y la vid”
          y en la taberna de la última cena, levantando el copón de vino
          dio la orden de partida a las celebraciones carnavalescas: “Tomad y bebed de ésta que es mi sangría”.

 

Cuando me pongo suprasensible por acceder a bebidas espirituosas,
          siempre caigo en la Biblia donde figura la invención de la uva cantada por un hermano.
          El brindis de Noé con el vino recién patoneado
          terminó con el patriarca chorreando la baba y desnudo como cualquier animal del arca
          para burlas de su hijo menor que por semejante tontera
          terminaría maldecido en su descendencia.
          Y los dos brindis de Lot, el justo que se salvó de Sodoma,
          le sirvieron para hacerse el dormido
          mientras por turnos sus dos hijas lo violaban hasta empreñarse.
          En las bodas de Caná Jesucristo brindó por el agua y el agua engreída se volvió vino,
          con lo que convenció a sus recién reclutados discípulos bebedores.
          No volvería a brindar hasta el momento de entregar el espíritu,
          cuando lo hizo con una esponja ensopada de vino agrio.

 

El vino colma el sentido del gusto impresionando las papilas gustativas que se enardecen al darle paso,
          el sentido visual su color reluciente y la honrosa botella con su etiqueta,
          el sentido olfativo el bouquet de su oxidación en barricas que percibe la nariz  de la boca de la copa movida en giros,
          el sentido del tacto al contacto de la mano con la botella y el roce de los labios con el borde prometedor de la copa,
          el tacto que satisface siempre un “buen cuerpo”.
          Debía impresionar los cinco sentidos, según los doctos beodos, pero faltaba el sentido de la audición y por eso se impuso el retintín de las copas,
          como si no hubiera sido suficiente con el plof del añejo corcho y el emocional gorgoteo del líquido de la botella a la copa.  
          En el brindis todos los sentimientos encontrados empinan el codo.
          Se brinda por amor y por despecho, por la felicidad y por la pena, con el llanto y la risotada.  Vestidos de novios o en trajes de Adán y Eva.
          Se apura antes de abordar el tiovivo o apostar a la ruleta rusa.

 

Este brindis por el vino lo elevo acudiendo a mis poetas taberneros de distintas añadas para dar cuerpo a mis palabras,
          que homenajean a la uva y su derivado,
          ese zumo pisoteado por el que Polifemo perdió su único ojo,
          y a cuya merced se celebraban esas orgías báquicas en la antigua Roma donde hasta los caballos se embriagaban y los emperadores como cocheros. 

 

Jorge Gaitán Durán, nuestra culto y refinado marqués de seda,
          antes de que su avión se estampillara contra el Caribe nos legó este verso ígneo:
          “Bebemos vino rojo, esta es la fiesta / en que más recordamos a la muerte”.
          Muerte plena, precedida de la ebriedad, como la de Poe, así haya sido redondeada por el delirio.

 

Poe murió tendido sobre las losas del bar de Baltimore, víctima de un aparente delirium tremens según el diagnóstico médico,
          pero en verdad atacado con picas en mitad del cerebro por todos esos monstruos a los que diera vida en sus cuentos.
          Mi muy dilecto Dylan Thomas, de Gales, hizo de la botella su genio,
          y como buen artista cachorro tuvo el arrojo de escribir estos versos confesionales:
          “Yo, que era rico, me hice más rico aun sorbiendo poco a poco el vino de los días”.    
          A Omar Kahyyam le asalta un presentimiento y así aconseja en sus Rubaiyat:
          “Coge un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizás la luna te busque en vano”.
          Con ese verso alcanzamos, como en un satori, la rotunda definición de la muerte como el dejar de beber.
          “Mi copa llena, el vino del Anahuac”, pedía al tabernero el perdido poeta que parecía un caballo,
          cuando a beber y a danzar se dedicaba al son de su canción.
          El viejo poeta de Alejandría, Constantino Kavafis,
          en su lucha contra el engañoso mundo, las situaciones desagradables y la grosera verdad desnuda,
          exige que le llenen la copa, justificando:
          “Y si esto es veneno, y si he de hallar en el vino / la amargura de la muerte / nunca dejará de darme su felicidad, / su deleite, su gozo, oh maravilloso veneno; / ¡dadme de beber!”.
          Y le acercaba la copa venenosa un mancebo inventado por un espejo.
          Debió tratarse del mismo “enorme trago de veneno” que confesaba haber bebido Rimbaud.
          Baudelaire encontró la clave para amoblar el despojamiento
          en “el vino, que sabe revestir el más sórdido antro de un lujo maravilloso”.
          El que tuvo el secreto mondo y lirondo fue el poeta Henri Michaux, quien devela:
          “La unión del vino y la mujer es un poema. Pero el poema que hemos debido escuchar / ha paralizado nuestro entendimiento”.
          Ese poema paralizante que es la embriaguez.
          Es justo y necesario, cuando lleguemos a la última copa,
          que repitamos a coro la máxima de Malcolm Lowry,
          quien descendió del volcán para desembocar en el verso más achispado:
          “La salvación está en el próximo trago”.

Bienvenidas las bacanales con bacantes y con bacanes.
          Que por todos los mementos de esta vida ─que ha de ser alegría envasada─ continúe rodando el vino. ¡Salud!

 

 

 

3 comentarios

  1. Carmen Martínez Diez