Karla Olvera, México, 1981

karla-olvera“Cuando la nieve caiga en el Mediterráneo” mereció el premio Efrén Rebolledo, 2012. Dicho poemario le hace afirmar al español Luis Marina que ello habla bien de la poesía mexicana porque va más allá de sus litorales.

 

 

“Cuando la nieve caiga en el Mediterráneo”,
Karla Olvera, Consejo para la Cultura y las Artes del Estado de Hidalgo, Pachuca, 2013 (Premio Efrén Rebolledo 2012)

Luis María Marina

Luis Marina
Luis Marina

Una de las tendencias comunes a la poesía novísima (la de autores que considero de mi generación, nacidos a partir de los años setenta) en los tres países cuya producción poética más reciente conozco con alguna profundidad (España, México, Portugal) es un alargamiento de los espacios y horizontes referenciales, un entendimiento menos constringente, más abierto, de las propias tradiciones poéticas, una, en fin, mayor libertad a la hora de elegir las identidades y los compañeros de viaje en esta inicial y decisiva fase de la formación de un poeta. Tendencias que se explican, aunque no solo, por la mayor facilidad con que hoy llegamos a poetas y tradiciones antes de difícil acceso (y no me refiero solo a aquellas que, por razones “civilizacionales”, resultan más alejadas —por ejemplo, las de Extremo Oriente—, sino también a otras —pienso en los grandes poetas polacos o de la antigua Yugoslavia— mucho más próximas que, por razones que no nos detendremos a explicar, solo recientemente se han incorporado a las lecturas posibles de un joven poeta). Y que resultan, claro está, en una heterogeneidad de caminos que hace cada vez más difícil trazar otras proximidades generacionales que las derivadas de la contemporaneidad.   

karla-olvera
Karla Olvera
De entre esos caminos, uno de los más originales en México es el que desbroza desde hace algún tiempo la hidalguense Karla Olvera. “Cuando la nieve caiga en el Mediterráneo”, su primer poemario, viene a confirmar algunas intuiciones que ya latían en su anterior libro, un conjunto de tres ensayos sobre Kafka, Woolf y Pessoa que dio a las prensas bajo el título común “La música en un tranvía checo” (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2011). Por ejemplo, la intuición de que Olvera no acepta otras limitaciones que las impuestas por su propio criterio en la elección de referencias/influencias. Por ejemplo, la de la naturalidad con que su voz circula del poema al ensayo, sonando elegante y profunda en el verso, chispeante y ágil en la prosa. Por ejemplo, la de un conjunto de materias que, en apenas dos libros, ha conseguido convertir ya en marca de agua de su escritura: la portabilidad, el viaje, la melancolía.

“Cuando la nieve caiga en el Mediterráneo”, digámoslo ya, es un primer poemario maduro, sólidamente asentado, clásico en la factura y moderno en la universalidad de los temas, producto de una voz poseedora de un estilo propio y definido. A lo largo de sus cinco ciclos —que se entrelazan e interaccionan con la regularidad con que los músculos del caminante se relevan para hacer posible el siguiente paso—, asistimos a los gozosos trabajos del poeta para levantar una casa, un mundo habitable, a orillas del mar Mediterráneo. Así, el primer ciclo, titulado “Figuraciones entonces”, define los contornos del espacio donde tendrá lugar el acto creador: un vergel de “mimosas, olivos, campos de lavanda”; un espacio de muros encalados y “ventanas con volados azul niza”, acariciado por el “siroco y la tramontana”; un mundo donde conviven, armónicamente, “la lagartija y el jilguero”. Un espacio sensitivo, aún más, sensual, donde la civilización se vuelve sinónima de la efusión de belleza. Un espacio que Olvera consigue definir en sus términos clásicos: Mediterráneo es elegancia, esto es, la forma bella de expresar los pensamientos.

Una vez fijado el espacio, Olvera procede a definir su (mediterránea) concepción del tiempo. “Mediterránea melancolía”, segunda sección del poemario, identifica los días mediterráneos (blancos y azules) con el mar —fusión de lo bello y lo sagrado, y por tanto, alegoría del destino. Pues la belleza del mar es consciencia de su permanente fugacidad (y tal idea dará lugar a uno de los poemas más emocionantes del conjunto, “Algo sobre los barcos”), circularidad de lo caduco. No hay belleza permanente —dice el poeta—; o la hay, pero solo existiendo para demostrarnos su (nuestra) propia fugacidad. Ningún símbolo mejor de todo ello que la nieve, aleación perfecta de lo bello y lo fugaz; o quizás sí hay uno aún más completo, y Olvera hace de él su lema: la nieve cayendo a orillas del mar Mediterráneo. Y ninguna manera mejor de extraer esa belleza que a través del poema, que la poeta portuguesa Ana Hatherly (a cuya poesía la de Olvera se une por una común elegancia) ha definido como una “in-fusión  de belleza destinada a extraer los aromas de la vida”.

“Mediterránea melancolía” da paso a “Atardeceres”. El tiempo del poemario es, no cabe duda de ello, melancólicamente declinado. El tono de muchos de los poemas de su tercer ciclo (y no solo) es tardío, otoñal — los humores que exhalan las tazas de té enfriándose sobre la mesa de una tarde de otoño son los de la melancolía, regidos por el “demonio meridiano”, aquel que asaltaba (“El asalto de la tarde” se titula uno de los poemas de este ciclo) a los ascetas del desierto egipcio, al otro lado del mar, a la caída de la tarde (“el ritmo suave y ligero/ que la tarde impone justo antes de la siesta”) y se manifestaba en una somnolencia mortal, pero de dulzura infinita, que se instalaba en su mente y animaba una sucesión de pensamientos: ociosidad, inquietud indefinida que nada colma, deseo de vagar, verbosidad —“Aquí sólo queda la tarde y su tono pensativo/ su falta de respuestas”, escribe Olvera. Una melancolía que no paraliza —nunca lo hizo la verdadera; una falta de respuestas paradójicamente fértil, pues de ese vagabundeo instrospectivo nace toda actividad creadora; de esa falta de respuestas, la formulación de todas las preguntas.

¿Qué resulta cuando espacio y tiempo se acompasan a orillas del Mediterráneo? ¿Qué hará el poeta cuando esté plantado el jardín y florecido, alzados los muros de la casa y encalados, prendidos los leños en el hogar? ¿Instalarse cómodamente y disfrutar de la quietud del mundo? Quien así piense es que no conoce la verdadera naturaleza del poeta: este construye bellas casas solo para poder colocarlas dentro de una maleta y echárselas al hombro —y no creo que haga falta insistir sobre el hecho de que nuestra civilización y, en particular, la poesía de Occidente manan justamente del malestar de la permanencia, de la atracción del misterio, del puro impulso de viajar (la portabilidad de la literatura no es sino una derivada radical de esto último). Un impulso al que dedica Olvera los dos últimos ciclos del poemario (“Postales de viaje” y “Paseos”) y que nace y muere, circularidad de la idea, a orillas de ese mismo mar, el que recorrieron de uno a otro confín Jasón y Odiseo, Jenofononte de Atenas y Pablo de Tarso, el Greco y Kavafis, Renoir y Valéry, Alberti y Picasso, Miró y Char.

Por cierto, aquel que tenga la tentación de pensar que la poesía de Olvera no es, pese a todo lo dicho, profundamente mexicana, responda a estas preguntas: ¿Acaso ha dado el siglo XX algún arquitectura más mediterránea en sus curvas, en sus colores, que la de Luis Barragán? ¿Acaso no son profundamente mediterráneas las Canciones para cantar en las barcas de Gorostiza? ¿Acaso no tendría razón Juan Larrea cuando intuyó que solo del otro lado del vasto Atlántico estaba llamada a realizarse por entero la civilización nacida y crecida durante milenios a la orilla de aquel pequeño mar?