Daniel Calabrese, Argentina, 1962

daniel-calabreseEx combatiente en Las Malvinas, premio “Revista de Libros, 2013” del diario “El Mercurio”, en Chile, por su libro “Ruta Dos”. Calabrese comparte una muestra de su poesía y una nota periodística de Jorge Boccanera.

 

Daniel Calabrese

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Daniel Calabrese

Nacido en Dolores (Buenos Aires, Argentina) en 1962. Ha Publicado los siguientes libros de poesía: La faz errante (Ed. RHE, Mar del Plata, 1989, Premio Alfonsina Storni); Futura Ceniza (Ed. Cafè Central, Barcelona, 1994), Escritura en un ladrillo (bilingüe español-japonés, Ed. Mito-sha, Kyoto, 1996), Oxidario (Ed. Melusina, premios del Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires, 2001) y Ruta Dos (Ed. Aguilar, Premio Revista de Libros de El Mercurio, Santiago de Chile, 2013). Invitado al World Congress of Poets, Maebashi, Japón; Festival Latinoamericano de Rosario, Argentina; Festival de las Letras de Monterrey, México; Festival Chile-Poesía, Santiago de Chile; Festival de Poesía de Granada, Nicaragua, entre otros encuentros internacionales. Su obra reciente está publicada en antologías y revistas. Traducido parcialmente al inglés y japonés. Es fundador y director de Ærea, Anuario hispanoamericano de poesía y traducción, y director de publicaciones de RIL editores en Santiago de Chile.

 

Prodigio

El trabajo de este día consiste
en llevar una piedra de aquí para allá.

Es una roca muy pesada,
más que un buey,
más que una bolsa cargada de lluvia.
Es un agujero prehistórico,
un espejo negro
a punto de tragarse el mundo.

El trabajo de este día consiste
en alzar esa piedra con los ojos y depositarla
suavemente en el medio del camino
para que se detengan los ciclistas,
se detenga la música de fondo,
se detenga la Ruta Dos
a la hora señalada por las arterias rojas.

Y cuando todo esté detenido,
entorpecido por la piedra,
detenidas las generaciones ilustradas y piadosas,
detenido el amor entre las cosas naturales
y las cosas manifiestas,
el trabajo, entonces,
consistirá en sacarla de ese lugar,
levantar la piedra nuevamente con los ojos cansados
y enterrarla por ahí, en la nada,
en ese lago de cerrada indiferencia
donde cruje la cama, alumbra el televisor,
brillan los motores,
cae el vino adentro de la luz,
se pudren la memoria y las conversaciones tristes,
y se hunden, con la piedra,
en la más completa extinción.

 

Cerca del puerto

Pasan los camiones.
Se llega a mezclar el humo del gasoil quemado
con la llovizna fresca de la costa.

No hay poemas perfectos
como el sol, como la sombra.

Y menos que hablen de lugares
cercanos a este puerto donde hace frío,
donde se apilan contenedores blindados
para la gente inestable y para las ratas.

Pasan las dos mitades de un perro.
La primera lleva una cabeza normal, asustada;
la otra se disipa entre la niebla y la sarna.
En la estación lo bañaron con parafina,
seguro que fue el tuerto que limpia los vidrios,
quizás le regaló un pedazo de pan
y le ordenó: ¡basta de morderte!

Que no se turbe el sueño de Pound.
Si los clásicos ya tuvieron épocas
de mayor circulación en América,
al menos aquí, cerca del puerto,
entre la maquinaria envenenada
por la mierda de las gaviotas
(donde pasan las mitades de un perro,
esquivando esos camiones de carga),
ya nadie hace las cosas perfectas
como el sol, como la sombra.

 

Método para calcular el tiempo

Los que viven a este lado de la ruta
saben de compensaciones:
cada vez que alguien pasa rumbo al Sur
anotan la hora exacta
y dejan caer una piedra en el vacío del ser.

Quienes viven del otro lado
conocen la polaridad:
cada vez que alguien pasa en sentido contrario,
de regreso,
anotan lo mismo,
pero sacan una piedra del vacío del ser.

Así unos llenan su vacío
y otros lo despejan.

Cada cierto tiempo,
los que han llenado su vacío
cruzan por el puente viejo (que era nuevo)
y esperan con paciencia
a que pasen los regresadores del Sur,
uno tras otro,
hasta que el vacío es total.

 

El ahogado

Deseo aclarar que no fue en un río
sino en la misma tierra donde me ahogué.

El único río que llevo en la memoria
es un estremecimiento
donde las pequeñas cosas se hunden
aunque nunca llegan a desaparecer.

A veces,
se hunden antes de que pase el río.

Y su pedido de auxilio
siempre
llega tarde.

 

Una carrera con Platón

Antes de hablar alzaba una mano
para sujetarse el pecho,
a riesgo de hacerlo en un estilo trágico.
Siete pitadas: un cigarrillo.

Esa tarde encendió el motor
de su viejo automóvil
y se acostó en el pasto a escucharlo una y otra vez.

Un alambre coincidía con el horizonte
donde se posaban unos pájaros enormes
y el hilo de la tierra se encorvaba.
Cuando alzaban vuelo, de repente,
el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo,
en eso que llaman la marcha dialéctica.
Y nadie era capaz de seguirlo.
Siete pitadas feroces: otro cigarrillo.

El motor hablaba espesamente del silencio,
como si lo más oscuro del ser
encendiera con una llave de contacto.

Su viejo automóvil
detenido en el mejor momento de la vida.

 

Las diferencias entre mi padre y Kerouac

Mi padre nació un año después,
muy lejos, casi a la orilla de esta ruta.

Kerouac no tuvo, a su vez, un padre
nacido en altamar, como mi abuelo.

Y para qué iba a escribir poesía, mi padre.
En cambio Kerouac, entre católico y budista,
excedía las fronteras.

Papá tenía una bicicleta roja: eso es viajar.

Uf, ambos odiaron el comunismo.

Creo que si un cruce misterioso
los hubiese reunido en la mesa de algún bar
se habrían reído mucho.

Pero mi padre se emborrachó
una sola vez en toda su vida.

 

Perdón

Nunca antes había visto, en esta tierra,
una crucifixión.

Fue en una de esas horas de lucidez,
cuando la mente coincide con el cuerpo en tiempo real,
aquello que muchos representaron
con una luz, con una esfera
regular sobre un rostro inocente,
o el compromiso de los astros
detrás de una silueta congelada.

El pájaro estaba inmóvil,
clavado en un poste al costado
de la ruta.

Recibía una brisa que no tenía comienzo
ni tenía fin
y miraba desde atrás de sus ojos
como pidiendo disculpas.

El que venía conmigo trató de bajarlo,
acercó la mano, pero la retiró enseguida.
Parece un ave rapaz, me dijo.

Nos alejamos para seguir nuestro camino,
aunque me di vuelta como a los treinta pasos.

No vi las armas debajo de sus alas.

No me pareció un ave rapaz.

 

El exactor

Alguien caminó sobre mi tumba.

Detrás de la puerta, yo tenía un abismo
del que se sube por una cuerda interminable.

¿Podría ser esta casa un lugar
para los descarnados?

¿Podría ser esta casa un lugar
para los abastecedores de lujos?

Son las preguntas del recaudador,
el cobrador de tributos
que me sigue por el hilo del tiempo.

Ésta es la idea,
una idea con números, nada más,
y dura sólo un momento.

Pero se repite y se repite
hasta el cansancio.

 

Obra

Esta clase de estructura es muy compleja.
Nunca se construyó algo parecido
y ya sentimos la presión por terminar a tiempo.

El dios de la muerte sigue acumulando muerte.

El dios de la risa sigue acumulando risa.

Iba a ser de hierro, de tungsteno,
con los balcones caídos
como las tetas de una perra vieja
y con algunas plantas amarillas por aquí,
por allá.

Iba a ser de nada, o tal vez apenas
más concreta: de luz
con ausencia de martillazos y un soporte
que dudamos sublimar entre la música
y los suicidios con gas.

No hubo mejor amor que el de la psicodelia,
pero llegamos a destiempo,
ligeramente niños.

El dios del miedo nos vendió los seguros.

El dios del absurdo sigue acumulando gente.

 

Comparaciones

Ando en círculos
como si llevara un brazo
cargado de botellas,
como si me pesara más un lado,
como un pájaro que tuviera
solamente un ala.

Vivo en círculos, como un dios errante.

Tantas vueltas que doy.

Como un círculo trazado por un brazo
cargado de botellas,
como un pájaro cuyo vuelo inseguro
dure toda la eternidad,
y su peso prohibido
va del lado del corazón.

 

La tierra jura que es tierra

Venía de enterrar al hombre, pero despertó
para despojarme otra vez de todo.

Nadie lo encontró porque nadie lo buscaba.

Muchas personas pasaron a su lado,
ahí donde está el pasto y la tierra movida.
Arrastraban las bolsas, hablaban por teléfono
y apretaban sus carteras con dinero contra el cuerpo.

El hombre despertó un día de la pudrición:
habló despacio, medio golpeado,
y se fue a vivir a un rincón del pecho
donde lo dejé volver y quedarse,
algo complacido, algo mortificado.

Somos inmortales pero en lo más mínimo.

 

La memoria sola

Firdousí escribió la epopeya del Zohak.
Se la llamó Libro de los Reyes.

Por la Odisea supe del país
de los brutales cimerios
y de un sol enterrado a sus espaldas.

Yo te recuerdo, madre, todos los días.

Pero me acuerdo también
del cielo caliente de Tokio,
de las luciérnagas incontables
al costado de la Ruta Dos,
del nombre completo de Lenin,
de palabras como «odre» y «gozne» en la literatura,
y al costado de la misma ruta
los animales que morían con las patas
señalando hacia el Este.

Yo te recuerdo, madre, todos los días.

 

La memoria compartida

Tiene una bandera detenida
ese raro país, en el medio de la nada,
en el medio del frío.
Sus colores están secos,
el viento la estalló contra sí misma
y hay que adivinar adónde estamos.
No es bueno, dijo el que va conmigo,
caminar tanto en contra de la luz.
Pero hace rato que viajamos
en todas direcciones,
como esos peces que pintaba Paul Klee.

Los zapatos se hunden,
el aire brega por sacar del barro
estas huellas desordenadas.
Usted sabe, dijo, la tienda de los milagros
puede estar en esta calle o en la otra,
tal vez un poco más allá,
junto al baldío donde dejan estacionarse.

Pero la luz está en todas partes, pensé,
aunque no llegue a la cámara vacía del ojo.

Ahora bien,
si la memoria no me falla
dando la vuelta en esa esquina
vamos a encontrar un viejo cine,
la casa de mis padres con su biblioteca de madera
y una puerta solitaria en medio de una larga pared
que sirve para llegar
adonde ya no queda ninguna pregunta.

No hay una biblioteca de madera,
dijo, entre mis sueños
y la llave que conservo atada al fuego
no tiene acceso a los depósitos del tiempo.

De acuerdo, entonces, sigamos vagando:
no es hora de abrir
esta pobre historia que llevo en la maleta.

 

La enfermedad

Después de respirar, como lo hiciera Dostoievski,
en la humedad silenciosa
de esos cuartos mal iluminados,
se ponía a caminar sin sentido
por las calles imprecisas.

Caminaba igual que la sombra de Cortázar,
con su tranco voluminoso y aletargado,
y mientras lo hacía
silbaba aquella melodía de Mendelssohn
que tanto usó la resistencia
como santo y seña
entre las calles del nazismo.

Después recalaba en algún bar
y detrás de una taza humeante
metía su cabeza entre las manos,
como Kafka,
hasta que la hora lo invadía.

Entonces, iniciaba el retorno
hasta su cama con un libro
y ya no tenía ganas de levantarse
por un buen tiempo,
eso que solía hacer Proust.

Al final
terminaba como todos ellos:
abrumado por la vida sencilla.

 

 

Premian en Chile al poeta argentino Daniel Calabrese
                 Jorge Boccanera

El poeta argentino Daniel Calabrese acaba de recibir en Chile el premio “Revista de Libros” del diario “El Mercurio” por su libro “Ruta Dos”; el galardón es el de mayor importancia que se otorga en el país trasandino y cuenta ya con  22 ediciones.
Un jurado de lujo integrado por los poetas Oscar Hahn y Raúl Zurita y el académico César Cuadra, decidió otorgarle al libro de Calabrese el primer lugar, por lo cual “Ruta Dos” será publicado en breve por la editorial Aguilar y su autor recibirá el equivalente a veinte mil dólares.
Calabrese, nacido en Dolores, Provincia de Buenos Aires, en 1962 y residente en Chile desde hace dos décadas, es autor de los libros “La faz errante”, “Singladuras”, Oxidario (editados en Argentina), “Futura ceniza” (publicado en Barcelona) y “Escritura en un ladrillo”, que cuenta con una edición bilingüe español-japonés.
Traducido parcialmente al inglés e italiano, obtuvo en Argentina el Premio “Alfonsina Storni” (1989) y el segundo lugar en el Premio Fondo Nacional de las Artes (2000); fundador de la revista de poesía “AErea”, dirige en Chile la editorial RIL.

Ex soldado durante la guerra de Malvinas, Calabrese señala que comenzó a escribir poesía tras el conflicto: “Me preocupaba más la idea de matar que la de morir, porque los hechos se desencadenaron en forma tan inapelable que no había nada que pudiera hacer para cambiar la realidad. Si me tocaba morir, tampoco hubiera podido evitarlo. Pero matar se podía controlar, quedaba en el estrecho margen de mi decisión personal”. 
Quizá esa experiencia límite marca algún desencanto que campea en sus poemas,  simbolizado por la herrumbre: “Tengo cierto grado de decepción de la especie porque su progreso tecnológico va mucho más rápido que el social. En ese desfase veo muchas veces al individuo y a sus organizaciones degradarse, y el óxido expresa la corrosión, la corrupción”.
A la visión de una humanidad precaria y a la nostalgia por cosas perdidas, Calabrese antepone la poesía: “Mucha gente vive en estado de aflicción, y pese a que han derribado los grandes mitos, no llenó su vacío. Las cosas se pueden perder en el tiempo o en el espacio, sin embargo la poesía se eleva por encima de esas dimensiones concretas”.
Influenciado, dice, por “La Biblia y el calefón”, relata un amplio registro de lecturas que van de textos iniciáticos como el “Libro tibetano de los muertos” y “Tertium Organvm”, de Piotr Demiánovich Ouspenski -seguidor de Gurdjieff- a “la poesía norteamericana del siglo XX y los poetas argentinos Juan Gelman y Héctor Viel Temperley”.
Y agrega, con tono crítico: “Empecé a publicar en los noventa, pero sin haber vivido los años 70, extraño el tono y el contexto de la poesía latinoamericana de esos años. Prefiero el ‘nosotros’ al ‘yo’. Con mi generación se perdió la fraternidad, la capacidad de celebrar al otro, apareció el ninguneo, el odio y la lucha por el espacio”.
Aunque alega descreer de las literaturas nacionales, se detiene en el caso chileno que designa como “especial”: Vicente Huidobro fue un renovador de la poesía castellana, tiene dos premios Nóbel (Gabriela Mistral y Pablo Neruda), dos premios Cervantes (Gonzalo Rojas y Nicanor Parra) y nombres como los de Pablo De Rokha, Eduardo Anguita, Enrique Lihn, Jorge Teillier, que han construido un registro mucho más heterogéneo que otros países de la lengua”.

Sobre el comentario de que su poesía está cargada de imágenes visuales que parecen emerger de relatos fantásticos o de historietas, dice: “No lo había visto así hasta que un crítico señaló que ‘Oxidario’ tenía un clima a lo ‘Blade Runner’ situado en un Buenos Aires fantástico, decadente, y del futuro. Podría ser que mi  memoria siga atravesada por mis lecturas de ‘Gilgamesh el Inmortal’ y otras historietas que coleccionaba”.
“Ruta dos” remite a camino, introspección, búsqueda metafísica: “En ciertos momentos límites sentí que el camino se bifurcaba; mejor dicho se abría a un tránsito paralelo; que había formas aparentemente opuestas de ver y de vivir un mismo suceso, y que armonizaban en un plano de existencia mayor. Los herméticos llaman a esto el principio de la polaridad, donde los contrarios pueden ser idénticos”.
Para el poeta chileno Oscar Hahn -uno de los jurados del Premio “Revista de Libros”- lo que daría forma al universo poético del libro ganador sería la figura del viaje al modo de la novela “En el camino” de Jack Kerouac: “Pero Calabrese –agrega- escoge la autopista de la fantasía mística. Los sucesivos poemas son como un alto en el camino. En cada uno de esos hitos el poeta da cuenta de aquello que ve afuera y adentro de su mente, realizando una superposición de ambas visiones”.
Concluye Calabrese subrayando que “Ruta Dos”, su primer libro publicado en Chile luego de 12 años de silencio que el llama “años de hibridación”, lo devuelve a sus orígenes, aludiendo a la línea que instalara con “Oxidario” editado en Buenos Aires en 2001.

Jorge Boccanera
Jorge Boccanera

 

 

Un comentario

  1. florencia Lo Celso