Alejandro Merlín, México 1988

alejandro-merlinDos relatos sirven a este joven narrador para mostrarnos su búsqueda literaria: “Afán y decepción por la muerte del prójimo” y “White Bar Malibú”.

 

 

alejandro-merlinAlejandro Merlín nació en Durango en 1988. Estudió lengua y literatura francesas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ganó el Premio Estatal de cuento. Además, el V Premio de Cuento del Noreste, por el libro de relatos Botello murió a balazos (ITCA-FORCAN-CONACULTA, 2009) que fue su primer libro publicado. Ha sido tres veces becario del PECDA, en cuento. También es traductor, ha traducido, entre otros, a Paul Bénichou para Fondo de Cultura Económica. Ha publicado en revistas literarias y académicas y ha sido incluido en antologías. Estuvo en el Programa Internacional de Traductores del Centro Banff en Canadá y en la Selección Internacional de la École Normale Supériure de París. 

 

Afán y decepción por la muerte del prójimo

Lo alcanzó al filo del medio día, en la Brecha Pobre. No era conveniente viajar solo, las disputas habían llegado a la zona baja, y cualquier desconocido podía ser balaceado por balas amigas o enemigas. Camilo iba camino al Cantil. La única manera de ir hacia allá era a través de ese sendero escarpado, que en vez de disminuir el tiempo del trayecto lo prolongaba. Lo mejor sería cruzar por la zona alta, pero era ahí donde las disputas se habían agravado, los soldados estaban buscando cualquier pretexto para disparar a aquel que no estuviera uniformado. Meses antes Camilo tomó aquella ruta con una caja de municiones. A dos horas de distancia un mensajero de su pueblo lo había alcanzado para darle la noticia del asesinato de su hermana. Un soldado, justo en esa brecha, le dio siete disparos, uno en el pecho, dos en la garganta y el resto en el rostro. Ese que lo alcanzó, a primera vista, le trajo la sensación de un mal augurio, apenas le tocó el hombre y sintió que se trataba, una vez más, de una mala noticia. Lo recibió con una pregunta seca. ¿Ahora quién se murió? ¿A quién mataron ahora? No mataron a nadie, el hermano mayor de Camilo había obligado a Luís Alba a acompañarlo.
Luís Alba era su cuñado, el pobre viudo se quedó a vivir con él y su hermano durante un tiempo. Él mismo fue quien, al encontrar a su mujer muerta, la llevó a casa sobre el hombro, resistiendo la humedad de la sangre en la espalda, la sangre de su esposa. Esta vez, Camilo no llevaba municiones sino un costal, que en apariencia, tenía dentro algo pesado. Caminaron durante horas sin hablarse, se escuchaban sus pasos al aplastar las piedras del camino, sus resuellos venían de estrellarse contra los voladeros. No se conocían del todo bien, se rehuyeron con frecuencia, a veces injustificadamente. Aunque era común que dos personas que vivieran juntas no supieran nada uno del otro, la hermana de Camilo le pedía que no fuera tan reseco, que hiciera un intento por hablar con su cuñado. En esa tarde, su aire displicente no iba cambiar en una simple caminata, una caminata de un día, para ambos sería mejor escuchar el ruido de los valles que escuchar las anécdotas premeditadas del otro. Si había una pendiente la fuerza de los resuellos crecía, si había una bajada, disminuía. Ya cerca del crepúsculo, Luís, un poco cansado, le preguntó si estaban por llegar al Cantil. No estamos cerca, tendremos que andar toda la noche hasta que amanezca y un poco más, contestó, agitado. Dormirían en un paraje a merced de la intemperie, hasta que no pudieran seguir más. El sol se ocultaba y no muy lejos los lobos aullaban con estrépito. Luís le hizo una pregunta que apenas hecha se arrepintió de inmediato de lo que había dicho, le preguntó qué traía en el costal. Oro, contestó sin dudarlo, son veinte kilos de oro un poco sucios. Limpios, deben ser, y no lo dudo, quince kilos. Tengo miedo que me los quiten, es lo único que nos queda, sin ellos ya no podríamos defendernos. Pasaron cerca de un paraje, no resistieron el cansancio y ambos reposaron sus espaldas sobre la corteza de un encino, uno al lado del otro. Durmieron sentados, con la carabina junto al brazo.
En la madrugada Luís se despertó por dos razones. La primera fue que escuchó balazos, la segunda fue que no soportó la tentación de traicionar a Camilo. Éste no sopesó la forma más usual de evitar un robó: jamás tu compañero debe estar armado. Luís, acabando de oírse los aullidos de los lobos, apunto de verse el alba, le vacío la carabina en el rostro, mientras dormía.
Al amanecer Luís tomó de nuevo el sendero hacia el Cantil. El cuerpo de Camilo descansaba al fondo de la pendiente, insepulto, despidiendo su olor a sangre para atraer al cabo de unas horas a un grupo de lobos y los siembre atareados buitres. Marchaba deprisa a pesar del costal, que al agitarse golpeaba su espalda, y lo áspero de la roca le hería la espalda, hasta provocarle sangrado. Trataba de no pensar en lo que había hecho, si se detenía demasiado tiempo en escudriñar sus escrúpulos terminaría por regresar por su cuñado y pedirle disculpas. Trataba de no pensar, pero en el fondo no hacía otra cosa, sus pensamientos eran justificaciones, mentiras para no sentirse culpable de lo que venía de hacer. A su parecer Camilo había tenido la culpa de la muerte de su esposa, él la había metido en esa estúpida lucha contra nadie, a servir como mensajera y comodín en sus relaciones con el ejército, creyó que siempre respetarían a una mujer. Aquella tarde le pidió que tomara la ruta corta, que ahorrara tiempo y llevara las municiones. Ella no se quejaba, siguió las órdenes. Aún, en las noches frías o en las tardes de ventiscas, Luís sentía sobre sus hombros el recuerdo de la sangre de su esposa correrle por los hombros hasta empaparle la espalda, esa última humedad de su cuerpo perdida para siempre. De alguna forma Camilo se merecía morir sin sepultura, convertirse en un montón de huesos sin motivo, esparcidos por los cerros, sin cruz ni forma de ser recordado. Se le vino a la cabeza de momento que, antes de matarlo, antes de darle el primer disparo logró ver cómo habría un ojo, que mostraba la voluntad de explicarse su muerte. Te asesiné por el oro, dijo para sí mismo en voz baja, nada de rencores, sólo fue un poco de envidia.
Al terminar el paso de la Brecha Pobre divisó, ayudado por la intuición, el cuartel militar de seguridad. Sin encontrar explicación se vio a sí mismo infinitamente temeroso de aquello que llevaba, no por el crimen cometido, sino porque no tendría la posibilidad de exigir ayuda por una causa contraria a la de sus enemigos. Si alguien llevaba oro, sin duda alguna, era para cambiarla por armas y municiones que se usarían en contra de ellos. Eso era su único sustento, lo único que había: minas y drogas. El cuartel estaba mucho más cerca de lo común, y se percató que los vigías lo habían visto y sería inútil tratar de escapar. Se fue acercando lentamente, agachó la cabeza para no estarlos viendo demasiado y para observar las piedras blancas que pateaba sin cesar, que marcaban su paso y hacían un ruido molesto. Se tentó la espalda antes de llegar y al tocar tanta sangre se preguntó si era oro realmente lo que cargaba, pues no creía que le hubiera provocado semejante sangrado. Sintió una opresión en el estómago, estaba ya muy cerca del cuartel. Intuyó su muerte. Luego una bala en la frente lo fulminó al dirigir la vista hacia allá. Tuvo tiempo para sentir el calor del disparo y para aceptar que se lo merecía, sin la oportunidad de dar una explicación.

         Sin embargo, Luís Alba no mató a Camilo en el paraje, es decir, el final no fue como se ha escrito. Después de despertarse asustado en la madrugada, creyendo que su cuñado lo asesinaría, Camilo se disuadió sobre la idea de matarlo primero, antes de que la ambición lo venciera. Sólo le costó más trabajo dormir. Al amanecer Luís lo vio de pie, con la carabina en las manos, como observando el horizonte para protegerse de posibles acompañantes. Los lobos estuvieron cerca, gritó Camilo, nos aullaron al oído, y en especial a ti, quizá hasta te lamieron las orejas y tú nada más te seguiste dormido. Continuaron caminando, las horas se les iban como jilgueros al mediodía, aún lejos del Cantil, aún pisando el suelo escarpado de la Brecha Pobre. Para ambos, esta vez la travesía se había duplicado imperceptiblemente, parecía que la senda no terminaría nunca, que rondaban en un ejercicio exhaustivo e inútil alrededor de ninguna parte. ¿Para qué llevas eso, y adónde? Preguntó Luís. No te importa, no hagas preguntas tontas, uno no lleva oro por llevar. ¿Necesitas ayuda? Preguntó de nuevo, imaginando cómo debía dolerle la espalda después de todo ese tiempo, pensó en la sensación de tocarse la sangre y verla llena de sal o tierra entre sus manos. No necesitas ayudarme, no viene al caso, esto no pesa nada, deben ser tan solo veinte kilos. Llegaron a la última curva antes de entrar a la parte de los peñascos. Ahí Luís se detuvo, y en su mente repitió el asesinato de su cuñado y se sintió mísero y despiadado. ¿Qué te pasa, por qué te detienes, ya te cansaste? No, contestó, no sé qué estaba pensando. Hacía un calor endemoniado y las piedras, encendidas como brazas al aire libre lo hacían cerrar los ojos un poco, el reflejo del sol los fatigaba, incluso disminuía su respiración. Camilo, dime ¿por qué haces esto? ¿Por qué no simplemente te quedas en tu casa y te dejas de andar acarreando oro para esos tipos? ¿Qué no has aprendido bastante, que no viste a tu hermana muerta, a mi mujer muerta? ¿Tu casa quemada, tus amigos perseguidos? ¿Y para qué? No estamos ayudando a nadie, sólo vendemos, no estamos luchando más que por nosotros mismos, por dinero, no conseguiremos nada. Si quieres vete, le contestó y Luís no supo que decir, si quieres lárgate, regresa a casa, desentierra a Marta y vete al demonio como se los había dicho antes. Hago con mi dinero y mi vida lo que me viene en gana, y trataré hasta las últimas consecuencias de resistir. No cambiará nada con que me marche, seguirás estando equivocado aún si no estoy aquí para decírtelo. Si no tienes nada que decir mejor cállate, dijo Camilo, prefiero oír a las piedras crujir que tu voz diciendo babosadas. La Parte de los Peñascos estaba llena de manantiales de agua ligeramente salada. ¿Cuánto falta? Preguntó Luís. Un par de horas, o quizá menos. ¿Vas a tomar agua? Sí. Camilo dejó su costal recargado en un encino, a unos cuantos pasos del manantial. El agua mineral había petrificado una parte del peñasco, había que beber agachado sosteniéndose de la única piedra grande y maciza que había. Camilo, sin sostenerse se agachó para tomar agua. En ese momento Luís pensó en la posibilidad de matarlo para que esa absurda lucha terminara, para que su esposa, de alguna forma, se vengara desde él en ese momento, para ver su sangra dispersada en el desfiladero. Pensó también que no quería nada de esto, que en realidad no le importaba ni él ni su esposa, que con ese costal podría salir de ahí para siempre y marcharse muy lejos. Sólo tuvo que patearlo para deshacerse de él, y quitarle el oro. Camilo antes de caer al acantilado trató de aferrarse en vano a las piedras.
Tomó el sendero a paso veloz, estaba alterado y de su rostro no podía quitarse una carcajada entrecortada. A cada paso que daba, casi saltando, su espalda recibía el duro golpe del costal que le carcomía la piel hasta hacerla sangrar. Cualquiera puede pensar, se le vino a la mente, que he robado a alguien. ¿Cómo voy a explicar esto? Ya no volvería a darle explicaciones, tan pronto como pudiera huiría de toda rencilla para refugiarse en otro pueblo o en otro país. La estación no estaría a más de doce horas del Cantil, ahí miso podría encontrar alguien que lo llevara más deprisa, por los caminos que estaban resguardados por los soldados, y que no le pondrían inconvenientes a unos gramos de oro como soborno. A punto de terminar la Parte de los Peñascos, ese último tramo para llegar al Cantil. A lo lejos logró distinguir un pelotón que hacía guardia bajo el sol impenitente del verano. Tocaban la trompeta en son de fusilamiento, probablemente tenían la orden de fusilar a alguien o simplemente querían asustar. Tuvo la certeza por un instante que su única escapatoria sería virar hacia atrás y después tomar una desviación por otra ruta. Sin embargo no tuvo tiempo, se quedó inmóvil ante el recuerdo falso de haber sido asesinado de una manera semejante antes, algún día, en alguna parte. Luego pensó, sin dejar de caminar, que ya había pensado en morir de esa manera, y por eso, al coincidir lo que pensó con lo que ocurría, sentía que ya lo había vivido. Estaba tan cerca de los soldados que se percató no sin pánico, que estaban inspeccionando a los caminantes que llegaron primero que él. No había revisado el costal, el oro, por más sucio que estuviera, no causaba semejantes heridas. Era demasiado tarde. Uno de los soldados, quien parecía ser el teniente por sus insignias numerosas, tomó su costal lo palpó por fuera. Antes de abrirlo se fijó detalladamente en la mancha roja de la camisa de Luís, una mancha enorme. ¿Mataste a alguien? Le preguntó. No ¿por qué? ¿Esa sangre es tuya? Tomó su camisa y no supo explicar semejante sangrado. Mientras encontraba las palabras para describir su sorpresa, el teniente y sus inferiores encontraron que el costal estaba repleto de piedra para pólvora y, entre ese pedrerío, había algunas pastas detonantes. El teniente, exaltado, jaló a Luís por la camisola para darle un culatazo que lo ensordecería y lo cegara unos segundos. Detrás de los muros de la bodega del pelotón lo fusiló sin darle tiempo de pronunciar sus últimas palabras y sin aclarar sus últimos deseos, ni siquiera le dio tiempo de contar hasta tres, y arrepentirse. Uno, dos y ya estaba muerto.

         No obstante, Luís Alba no mató a Camilo en el manantial, como se escribió antes, aunque aquél o lo hubiera deseado sobremanera. Bebió agua del manantial y él lo miró silenciosamente con rencor, siéndose sincero, si lo pateaba para que rodase inerme por el peñasco era para quedarse con el oro y no para vengar a su esposa, no para que aquella guerra de nadie perdiera a un miembro imprescindible. Reparó en el hecho de que había tratado de matar a Camilo ya en dos ocasiones. No era el único, se decía, cuántos otros defensores de la causa por un poco de dinero no lo hubieran estrangulado sin dudarlo, frente a él, sin esperar a que durmiera o a que se agachara a beber agua de un manantial. La Parte de los Peñascos se terminaba con una pendiente breve y al final un valle desmesurado completaba la ruta hacia el Cantil. El camino se borraba justo donde comenzaba el valle, y de ahí en adelante sólo había que seguir el dibujo lejano de las casonas que se divisaban. Vio los tejados como vio perfectamente los uniformes de los soldados y le sugirió a Camilo que trataran de evitarlos. Éste, quien lo mandó al diablo con un gesto indiferente, siguió caminando directo hacia ellos, sin quejarse del vaivén del costal, que para ese momento, debía haber desgarrado la piel de su espalda.
Estaban frente a frente del coronel. Los miró fijamente e hizo una señal. Luís cerró los ojos, sin duda alguna le dispararían a quema ropa hasta acabarse los cartuchos de sus escopetas. Pero no les dispararon, la seña fue hecha para que los dejaran pasar, con todo y el oro. Camilo, que no había siquiera parpadeado, parecía bastante tranquilo, Luís Alba, casi involuntariamente volvió a preguntarle qué traía en el costal. Ya te dije que oro, como quince kilos de oro. Mas esta vez no tenía ganas de comprobar si lo que decía era verdad o mentira.

 

White Bar Malibú

 

         «Las luces de los autos iluminan y ensombrecen el rostro de Aganeta, que a pesar de la extraña forma  en que ocurrió la fuga –considerando que lo lógico era entrever un rostro confundido- está sonriendo. Los matorrales pueden ser vistos a pesar que la noche ha caído hace unas horas y que pensar en las luces de una ciudad –ya de un pueblo incluso- resulta inconcebible. Ambos se ven intuyendo, no pueden decirse nada, traman las ideas como desde hace días tramaron su escape». Para él, hombre proveniente de una ciudad del noreste del país, cuyo nombre no es necesario en esta historia, las justificaciones son, ingenuamente, sentimentales, y están impregnadas de aire justiciero. Hace siete días, exactamente, conducía su auto en sentido contrario, es decir, no de norte a sur, como lo hace ahora, sino de sur a norte. Entonces lentamente buscaba un hotel para hospedarse, el auto sufría un percance que no tuvo remedio, la farola frontal izquierda no cambiaba de intensidad. Se detuvo en una ciudad pequeña ubicada en la primera desviación de la carretera Panamericana, a trescientos setentaitrés kilómetros del tramo quinto. Al menos esto le dijeron en el hotel. Una ciudad poco interesante, parajes desolados –como los que seguía viendo mientras conducía, usando el espejo retrovisor- pastizales, ventiscas y casas derrumbadas o por derrumbarse. Al dar una vuelta por el ambiente nocturno de la ciudad –que tenía, cuando mucho, trece calles principales- buscando un mecánico, o, en su defecto, su sustituto, se encontró que a las nueve de la noche nadie estaba fuera. Una tienda veinticuatro-horas representaba la única luz encendida en un establecimiento. Allí, un tipo acomodaba unas cajas en el frigorífico.

– Busco un mecánico, la luz izquierda no cambia.
– Hasta mañana solamente. No, no es cierto, hasta el lunes, solamente.
– ¿No hay manera de arreglarlo antes?
– No, y menos a esta hora. A esta hora sólo ese bar está abierto.

Era el White Bar Malibú. No era un hombre que frecuentaba los bares, su precepto de la diversión consistía en tomarse un café con los amigos, o beber cerveza frente al televisor. Hasta ese momento –mientras conducía junto a Aganeta- había entrado cinco veces a bares de este tipo. De este tipo porque después de escuchar el comentario del empleado decidió entrar al White Bar Malibú, y casi sin escrutar sobre lo ocurrido, advirtió que era un prostíbulo. Hasta los prostíbulos estaban desolados, hasta los prostíbulos eran una metáfora del desierto. O si no lo era del desierto –porque era algo injusto pensarlo, estuvo presente en algunas lluvias- al menos de la aridez. Un mesero amablemente le pidió su orden.
– Sólo tenemos dos cosas, cervezas y cacahuates.
Bebía en la desolación de una mesa, en la esquina, junto al machihembre despostillado, que sostenía morosamente unos pósteres de personajes revolucionarios. Le daban luminosidad a la esquina, así como el machihembre hacía lo suyo con el único foco- que parpadeaba al ritmo del ventilador que lo acompañaba- situado en el centro al fondo, sobre la barra. En la barra había mujeres, un número mayor al de los comensales, mujeres rubias, vestidas en desacuerdo al clima del lugar –no era invierno, los días gozaban de un calor fuerte pero atenuado por la humedad de las lluvias, y las noches se desataban en fríos vendavales. Él, hombre cuyo apelativo no es necesario en esta historia, hizo una señal con su botella vacía para que el cantinero le trajera otra cerveza. Los baños se encontraban al fondo, pasando una rocola avejentada,  que no aceptaba monedas nacionales. «Aganeta abre la guantera del auto y toma unos lentes oscuros, él piensa reprenderla pero cede al ver la belleza que le otorgan. Abre la ventanilla y el viento helado ajetrea su cabello rubio, le entrecierra los ojos azules, grandes imitadores del color de esos crepúsculos que los rodearon –a él durante su breve estancia, a ella, durante el tiempo que vivió allí-, sus ojos que se encuentran de sus rubias pestañas, acaso más rubias que su cabello». Al salir del baño tres mujeres rodeaban su mesa mostrando sus piernas mal depiladas –era casi imposible no darse cuenta- y tomaban cervezas de una cubeta. Por la extrañeza y porque la ocasión no ameritaba el silencio, les habló. Las tres, con una sincronía involuntaria, se carcajeaban. No se mofaban de lo dicho sino de su ingenuidad, que pretendía darse a entender, algo no muy frecuente.
– No te entienden, no saben español-. Gritó el mesero desde el fondo, también sonriendo-. Sólo la de blusa negra entiende lo que dice uno, pero no puede responderte.
– ¿No son de aquí?
– ¿Pues de dónde van a ser?
Se dedicaron a beber. Una de ellas, de aretes violetas como el color de su blusa, se acercó a la barra para traer cacahuates y otra cubeta de cervezas. En el foco del centro, fuente de toda luminosidad, una bandada de insectos se calcinaban, el ventilador, debido a su lento movimiento, no los ahuyentaba, y se embarraban derretidos por el calor del foco. Confundido por esto, y por la tenacidad de un hombre de sombrero que se esforzaba en volver a la vida la rocola con monedas nacionales, no se detuvo en hablar con sus acompañantes, una de ellas, entendería.
– ¿Cómo se llaman?
La de blusa negra murmuró en voz alta lo que parecía una traducción. Se estremecieron en carcajadas. La de blusa violeta y la otra –que a pesar de ser la más bella de las tres pasaba desapercibida, probablemente por su cuerpo, proporcionado pero de acuerdo al ambiente que causaba el prostíbulo- se levantaron, la primera para sentarse junto a otros comensales, la segunda para sentarse en la barra a conversar con las mujeres restantes. Ambas dejaron de verlo definitivamente, les echaba un vistazo para tratar de comprender su gesto, y descuidaba a la mujer de blusa negra que escribía en una servilleta. Ella lo vio –con ese mirar tan inocente, desacorde a las circunstancias, que ahora se oculta bajo las gafas oscuras- al darle la servilleta. Estaba escrito su nombre, con una caligrafía si no anacrónica, en todo caso vetusta. Aganeta Wertzen Hiessen. Este era su nombre.
Apenas unas horas de difícil conversación habían pasado, para cuando el mesero  se acercó para decirle si se la llevaba o no, al fin de cuentas era una prostituta.
– En el hotel platican-. Dijo con su boca atestada de bigote.

         Se la llevó a su hotel. Las preguntas que le hacía  encontraban respuesta con movimientos de cabeza.

– ¿Alguien te espera?
– (Movimiento negativo).
– ¿Tienes casa?
– (Movimiento positivo).
– ¿Te molestan tantas preguntas?
– (Movimiento indiferente).

A penas abrieron la puerta de la habitación ella comenzó a desnudarse. No se lo esperaba, en el fondo, ni siquiera le importaba verla desnuda. Su desnudez estaba matizada por un gesto erótico y otros tantos de ternura; su cuerpo era robusto, de gruesas caderas y senos redondos, unas nalgas abultadas, firmes sin embargo, necesarias así para el resto de su cuerpo. Aganeta se acostó en el sofá y separó las piernas levemente, aguardándolo, esperando que hiciera su santa voluntad con ella, una mujer con rostro fino y con  cuerpo maduro, -quizá este no era su oficio- que ni siquiera hablaba su misma lengua. Antes de desnudarse –pues lo sucedido le había infundido fortísimos deseos de copular-, se acercó al pie de la cama para verle desde una silla, para tocar su cuerpo con la mano izquierda. Se vino demasiado rápido y le pidió que no se fuera. En la madrugada él, cuyo nombre no es importante en esta historia, le pidió que lo siguiera. «Aganeta mueve la cabeza con las gafas oscuras cubriéndole sus ojos azul profundo, asintiendo, su manera tan exacta de explicarse, a la pregunta, para decir que sí tiene hambre».
Durante seis noches fue al White Bar Malibú, temeroso de su plan, de equivocarse al pensar que una prostituta tan extraña era importante. El White Bar Malibú no presentaba variaciones, eran los mismos comensales, haciendo lo mismo. La séptima noche un conjunto norteño se apreció por el White y el hombre de sombrero pudo conseguir monedas norteamericanas para poder echar andar la rocola. Cerca de la madrugada, cuando Aganeta y él se encontraban ebrios, el cantinero agredió al cantante del conjunto norteño –llamados los «los Ermitaños de la Quebrada»-, quien en un santiamén se aproximó para golpearlo. Al ritmo de la rocola, tres músicos y tres negociantes –mesero, cantinero y alguien desconocido- se pelaban en el centro de la pista, bajo el foco de leve ventilador, haciendo crujir el machihembre, revolcándose, haciendo el White Bar Malibú un lugar más desolado. Él vio indefectiblemente el momento de huir con ella. Piensa mientras alcanza a surgir de entre los eriales el reflejo del amanecer, ese amanecer que Aganeta tantas veces vio. «Piensa en esa desconocida, esa mujer de origen alemán, sumergida en la desolación del norte, que lo sigue en medio de la madrugada hacia ninguna parte».