Gustavo Adolfo Garcés, Colombia, 1957

adolfo-garcesEl taller de la llama y Libreta de apuntes, son dos libros de Garcés comentados por Luis Germán Sierra y Rodrigo Zuleta. En ambos se destaca un sentido pedagógico, donde la brevedad responde a un sentido de justicia, a una intención estética.

 

 

Libreta de apuntes, de Gustavo Adolfo Garcés
Universidad Externado de Colombia, Facultad de Comunicación Social-Periodismo, Colección Un libro por centavos, Bogotá, 2006, 70 págs.

RODRIGO ZULETA

adolfo-garcesGustavo Adolfo Garcés reunió unos sesenta poemas en un librito titulado Libreta de apuntes, editado por la Universidad Externado de Colombia. Algunos de los poemas ya habían aparecido en otras colecciones, he contrastado en parte con Pequeño reino (1998). En general, el libro parece ser una antología personal a partir de la cual Garcés trata de mostrar su visión del trabajo lírico.
Tras una primera lectura a vuelo de pájaro, hay un primer poema que me queda flotando en la memoria llamado Pupema (pág. 32). El poema evoca la figura de un personaje al que se describe como alcohólico y vagabundo y que en un tiempo ya remoto acostumbraba a contar una escena proveniente de algún conflicto bélico que no se especifica.
La manera como Garcés presenta esa escena resulta tremendamente pictórica y de hecho podría estar tomada de un cuadro:

[…] una noche de guerra
en la que tres soldados
con las cabezas vendadas
jugaban al dominó
mientras el capellán
y los músicos del regimiento
cantaban y se emborrachaban
y un soldado enemigo
amarrado a un árbol
miraba el lodazal.

El poema no cuenta una historia completa, tampoco hace un alegato contra la guerra. Sencillamente capta un momento y nos lo entrega para que nosotros hagamos con él lo que queramos. Y ese momento es captado, no directamente de la realidad, sino de un personaje, el Pupema, sobre cuyo destino el poeta se pregunta al principio y al final del poema. Sospecho que lo que conmueve de ese breve poema —todos los poemas en este libro son breves— es justamente la falta de dramatismo y de énfasis.
Creo que Pupema se puede valorar desde dos puntos de vista. Por una parte, Gustavo Adolfo Garcés nació en 1957, cuatro años antes que yo, lo que hace que pertenezcamos prácticamente a la misma generación, una generación que ha oído, y dicho, que Colombia es un país que siempre ha estado en guerra pero que, al menos hasta mediados de los ochenta —pienso en la toma del Palacio de Justicia— nunca vivió en un país en guerra. Trató de explicarme: el país tal vez si estaba en guerra —podría discutirse, no quiero ser dogmático en eso— pero nosotros vivíamos en un país, que también se llamaba Colombia, que no estaba en guerra. Me refiero a quienes crecimos en las ciudades y no en zonas de guerrilla. Lo que sabíamos de la violencia eran cosas que nos contaban y que percibíamos como algo remoto, bien en el tiempo o en el espacio.
En el caso del poema de Garcés, la violencia está descrita desde esa distancia y desde la mediación del Pupema. Puede, además, que la escena no tenga nada que ver con la violencia en Colombia sino, por ejemplo, con la guerra de Corea. Comenzar esta reseña abordando ese poema puede ser un riesgo pues temáticamente la violencia y la guerra no son los temas más recurrentes en la poesía de Garcés.
Repasando el libro, me encuentro sólo con uno, de una brevedad de Haikú, titulado País que aborda el tema lacónicamente:

Poco sabemos
poco recordamos
todo fue contienda
[pág. 61]

En los otros poemas, o al menos en su gran mayoría, Garcés se concentra en temas más íntimos. Sin embargo, hay otro aspecto diferente al temático —y que entremos en el segundo punto de vista en que se puede valorar el poema— que hace de Pupema algo representativo, y es la tendencia que se observa en la poesía de Garcés a concentrarse en captar un instante detrás del cual en ocasiones adivinamos un misterio.
Muchos de los poemas de Garcés pueden ser definidos como instantáneas y uno de ellos, Don José Donoso, en el que se podía decir que trata de articular una postura estética en ese sentido:

Vuelvo con frecuencia
a ese pasaje de su libro
en donde se mueven
las hojas de los árboles

no hay allí prisa

casi ni hecho alguno

pero algo me atrae y me obliga
con su leve mandamiento.
[pág. 25]

Es posible que al leer este poema haya quien sienta la tentación filológica de determinar cual es el pasaje de la obra de Donoso al que se refiere Garcés. La búsqueda sería legítima y acaso entrenido pero creo que agregaría poco para la comprensión del poema. Lo importante es la manera como Garcés se detiene en algo que genera una sensación que es casi imposible de decir en palabras como es el movimiento de las hojas de los árboles.
La poesía de Garcés trata de llegar a un límite a partir del cual las palabras no alcanzan y sólo queda la posibilidad de invitar a mirar detrás de ellas y de oír en silencio. En ello hay algo que acompaña a toda poesía digna de ser releída escrita desde comienzos del siglo xx y es una desconfianza visceral ante las palabras:

¡Ah! Las palabras
que se las dan de exactas

las que se sienten
de mejor familia que el silencio
[pág. 46]

Esa desconfianza tiene como consecuencia una sobriedad estilística, marcada por un afán de concisión y un rechazo permanente de la retórica hueca. Hay, sin duda, algo de trabajo de alquimia y de meditación algo monacal que se opone tácitamente a los grandes discursos con los que se organizan las movilizaciones multitudinarias y las guerras. Y con ello puedo volver al comienzo de la reseña y al Pupema y a la imagen del soldado enemigo amarrado a un árbol y mirando un lodazal.
En el libro, por lo demás, hay un poema que se llama Lodazal (pág. 62) y que tiene apenas dos líneas:

El cielo y la tierra
¡cómo se juntan!

Tal vez sea una interpretación abusiva, pero no puedo evitar la tentación de creer que eso era lo que pensaba el soldado que miraba el lodazal y del que hablaba Pupema.

 

 

La poesía en los corredores de la burocracia
Luis Germán Sierra J.

El taller de la llama. Poesía, pedagogía y derechos humanos
Gustavo Adolfo Garcés
Imprenta Nacional de Colombia, Bogotá, 2008, 58 págs.

No son muchos ni muy buenos los libros que, echando mano de la poesía y de la literatura en general, se propongan objetivos políticos para educar y despertar la conciencia crítica y la sensibilidad de una sociedad determinada. Aparte de la fallida literatura y del pésimo arte producidos bajo el llamado realismo socialista, pocos intentos de buena calidad pueden contarse en tal sentido. Tal vez ni exista ese tipo de libros que ahora menciono, y el que a continuación voy a reseñar sea el primero en un género tan singular, al menos en nuestro país.
A lo largo de la historia, sin duda, en ocasiones la literatura y el arte han servido de vehículos en tratamientos terapéuticos psicológicos, por ejemplo, y en ello, creo, ha habido desde ensayos más o menos serios hasta torpes especulaciones y afanes mercantiles propios de géneros que pueden recibir el nombre de autoayuda, o cosas por el estilo. Ente otras razones porque dichos “inventos” son realizados en la mayoría de los casos por quienes utilizan la literatura como un objeto, una herramienta que, igual que un destornillador de estrella, les sirve para aflojar algún tornillo, bien en una compleja estructura mecánica, bien en la cabeza de algún necesitado paciente.
El libro de Gustavo Adolfo Garcés (Medellín, 1957) cuenta en la portada con el logotipo de la Procuraduría General de la Nación y un texto al lado que reza: “Delegada para la Prevención en Materia de Derechos Humanos y Asuntos Étnicos”. Todo eso dice.
El autor del libro, abogado, se desempeña como asesor de la Procuraduría en materia de Derechos Humanos y Asuntos Étnicos, pero, al igual, es poeta, y buen poeta. Garcés es Premio Nacional de Poesía de Colcultura en 1992 y autor de Libro de poemas (1987), Breves días (1992), Pequeño reino (1998), Espacios en blanco (2000)y Libreta de apuntes (2006). En los años ochenta, en la Universidad de Antioquia, fue coeditor de la revista de poesía La gaceta, clave en aquellos momentos y de gran importancia para descifrar después cómo se hacía el camino de varios de los mejores autores, hoy ya probados por el tiempo. Entonces, claro, para este autor la poesía no es un destornillador de estrella. Sus libros son bellos y simples como la risa que abunda en sus páginas. Esa es la mejor razón para que en los talleres que hizo con sus compañeros de trabajo, tendientes a entender mejor el valor de la vida y la necesidad de llegar al dolor de los demás por medio de pequeñas cosas y de las naturalezas elementales, echara mano de la poesía oriental, de la poesía indígena, y de una antología importante de poemas con el tema de la violencia que se han escrito en todas partes del mundo y en lo cual Colombia pone lo suyo, que no es poco. Una ojeada a los títulos de los capítulos del libro da una idea clara de las intenciones del autor: “Ejercicio 1: el poder integrador del haikú”, “Ejercicio 2: la riqueza de la poesía indígena y negra y los derechos de los grupos étnicos”, “Ejercicio 3: poesía, violencia y el desplazamiento forzado”, y “Ejercicio 4: la llama de una vela: metáfora de esperanza social”.
“Los talleres buscan despertar esa sensibilidad dormida. La lectura de los textos literarios es al mismo tiempo un acto público y de absoluta intimidad; ello posibilita una particular mirada crítica, sustentada no en las directrices de un profesor, sino en las reflexiones que el poema provoca”, dice Garcés en el prefacio, y, en consecuencia, hace que los grupos escriban después de las lecturas y de los comentarios de los textos que, además, efectúan como verdaderos rituales, ceremonias provistas de silencio y de respeto, porque lo que hay en juego es la eficacia de la palabra, de verdad, frente a las azarosas realidades que a diario tienen entre sus manos como objetos de trabajo: el dolor de los demás.
De ciudad en ciudad el coordinador de este hermoso plan va tras el despertar de aquella sensibilidad que, si no somos víctimas directas, en casi todos nosotros está dormida, tal vez a fuerza de soportar a diario la andanada inclemente de noticias en las que la muerte, el destierro, la guerra rural y urbana, el desplome solapado de las instituciones, etc., producen la cobarde actitud de meter la cabeza bajo la tierra, señal inequívoca de impotencia. “No sé socialmente que tan eficaz sea, pero escribir un haikú es un acto espiritual de resistencia”, aporta alguien de ese público que Garcés ha llevado a reflexionar y a escribir tomando los modelos literarios. Un “nuevo poeta” escribe: “La sangre / de las noticias / es fría” (Diario), después de tener aprendida la lección del haikú.
Bellos cantos indígenas sobre la creación del mundo y las bondades de la tierra a manos de los dioses, y los versos de un Jaime Jaramillo Escobar que goza narrando las maravillas del alma de esa misma tierra: “[…] Mamá-negra era un trozo de cosa dura, untada de risa por fuera. / Mi taita dijo que cuando muriera / iba a hacer una canoa con ella”, cantados, contados y leídos por los talleristas en voz alta, como oraciones olvidadas o tal vez nunca imaginadas, formaron parte de las reuniones que, a su vez, llamaron la atención sobre la inmensa fuerza de la poesía en el entendimiento de los orígenes, de la primitiva y no contaminada concepción del mundo.
Wislawa Szymborska, María Mercedes Carranza, Fernando Charry Lara, Eduardo Cote Lamus, entre otros, los ilustran con largueza acerca de los papeles de la poesía en los asuntos de la vida de los hombres y, por supuesto, en asuntos de la violencia que, a veces más, a veces menos, forman parte de los itinerarios de la especie humana por el mundo. También de allí, de la indagación por ese vasto panorama, logran colegir cosas nuevas para su vida de empleados, pero también de ciudadanos, tal como apunta alguien: “Los poemas logran que asistamos a nuestra historia de violencia desde una perspectiva amorosa”. Y: “Estoy viviendo una experiencia insólita que me deja un sentimiento de inquietud”, es una de las expresiones al final de la practica en la que conjugaron voz, poesía y “puesta en escena” en torno de la llama y su “capacidad productora de imágenes” bajo la creativa obra de Gastón Bachelard: La llama de una vela.
El taller de la llama es, pues, un libro atípico. Es el producto de una actitud igualmente sui géneris en el complejo entramado de las burocráticas tareas que competen al Estado en busca del bienestar social, de la justicia, de la compensación moral y económica a las víctimas del despojo, del crimen y del destierro sin fin. Una actitud que, como la de Gustavo Adolfo Garcés, convoca a la creación y a la presencia de espíritus desprovistos de la común disposición a la soberbia y la indolencia, cuando no decididamente a la complicidad y el silencio. “Los participantes fueron servidores públicos de diversas entidades estatales y de muy distinto nivel. También veedores, defensores de derechos humanos, miembros de acciones comunales y de ONG, presos, estudiantes y profesores de colegios y universidades […] Nunca estuvimos al margen del contexto socio-político: desde la poesía —es decir, desde el conocimiento, la ética y la estética— leímos el país […]”, dice el poeta en un comentario final.
Qué interesante y qué útil sería propagar estas experiencias en tantas instancias del Estado que, al contrario de cumplir la misión para la cual fueron creadas, al menos teóricamente, han ganado un inmenso desprestigio y, por lo tanto, una gran animadversión por parte de buena parte de la ciudadanía. De ser sinceras, y no mero protocolo, las palabras de presentación del Procurador General en este libro, y de ir acompañadas por una real voluntad de cambios sustanciales en una entidad como esa, asistiríamos probablemente al milagro de encontrar funcionarios dispuestos, sensibles y comprensivos de las dificultades de la gente. Quizá suene a una grande tontería, pero me atrevo a pensar que, tras aquella utopía, podríamos acercarnos a verdaderos estados de justicia.