Jacques Prévert. Rodolfo Alonso

Ni santo ni mártir, anuncia Alonso para explayarse en torno a la figura del poeta francés “más difundido del siglo XX”.

 

 

 

RODOLFO ALONSO

NI SANTO NI MÁRTIR: JACQUES PRÉVERT

 

Jacques Prévert
Jacques Prévert

El 11 de abril de 1977 fallecía, en Omonville-la-Petite, nada menos que Jacques Prévert, sin duda el más difundido y el más desenfadado de los grandes poetas franceses del siglo XX.
         Y sin embargo, en su Introducción a la poesía francesa, Thierry Maulnier había podido afirmar, olímpicamente, que un poeta popular era imposible en Francia. ¿Qué había ocurrido? En 1931, en la exigente revista Commerce, dirigida por gente tan seria como Paul Valéry, Léon-Paul Fargue y Valéry Larbaud, se publica casi por primera vez un poema de Prévert: el a partir de entonces célebre Tentativa de descripción de un banquete de mascarones en París de Francia. Que, entre sorpresa y escándalo, bastará para consagrarlo de inmediato, porque en él Prévert ya se muestra absolutamente personal, dueño de un estilo que no se preocupa del estilo, tan absolutamente desinhibido como orgánicamente ligado, a la vez, al unísono, con las espléndidas libertades de las grandes vanguardias y con la maravillosa inventiva del lenguaje popular y que, no obstante, quizá por ello mismo, va a volverlo a partir de entonces inconfundible, e indeleble. Con ese poema abrirá Gallimard, en 1949, la primera edición de su libro Palabras que, sin abandonar en ningún momento su exigente libertad, su magnífico oído incluso musical, va a convertirse espontáneamente, sin premeditación alguna, en algo que si ya entonces era inusitado hoy nos parece casi increíble: un best-seller de poesía

Jacques Prévert
         Nacido en París casi con el siglo, el 4 de febrero de 1900, ya en 1926 se incorpora al movimiento surrealista en su etapa acaso más espléndida, pero del cual iba a separarse tres años después, con motivo de la crisis producida por el Segundo Manifiesto del Surrealismo de André Breton. De quien, junto con otros, iba a despedirse no poco irónicamente, también en 1929, con el violento panfleto Un cadáver. Como anota significativamente Aldo Pellegrini, quien no vacila en ubicarlo sin embargo en el apartado de los poetas militantes en el movimiento de su excelente Antología de la poesía surrealista (Fabril, 1961), que se volvería de algún modo canónica, durante su militancia surrealista Prevert no publicó nada. Según Pellegrini, su primer texto significativo aparece en la revista Brifur, en 1930. (Y bien pronto iba a ser descubierto entre nosotros: Juan José Ceselli traduce Palabras para Fabril en 1960. Y yo mismo, a comienzos de 1970, traduzco y edito Historias.)
         No es entonces un neófito, ni un ingenuo, quien va a seducir con su deslumbrante y contagioso espectáculo de libertad a tantos y tantos lectores de su país y del mundo. Pero no es casual que sus primeras armas, su bautismo digamos literario se haya producido, precisamente, en el más subversivo y en el menos académico de los movimientos poéticos de vanguardia que estaban por entonces cambiando la poesía del siglo: el surrealismo, un movimiento que hacía de la espontaneidad, incluso inconsciente, del libre fluir del pensamiento, el automatismo, su fuente y su bandera. Pero en nadie acaso como en Jacques Prévert esa levadura, ese fermento, iba a confundirse con otra gran riqueza no menos libre y espontánea: la poesía oral, la poesía popular, la poesía de la calle, del lenguaje y del universo de la calle.

          Muy pocos grandes poetas modernos hay que, como Jacques Prévert, resulten privilegiado testimonio de algo hoy casi dolorosamente evidente: nunca pudo haber una gran poesía, por elitista o culterana que aparentara ser, que no estuviera así fuera secretamente ligada, por ocultos meandros, con una gran lengua viva hablada por una comunidad, por un pueblo. Y algo de eso había entrevisto ya W. H. Auden, al afirmar tajantemente: “Hay un mal literario que nunca se debe dejar pasar en silencio, sino atacarse continuamente, y ese es la corrupción del lenguaje, ya que los escritores no pueden inventar su propio lenguaje y dependen de aquel que heredan, de donde se desprende que la corrupción de éste implica tácitamente la de aquellos”.
         La gran poesía elaboradísima y genuinamente popular de Jacques Prévert no es que usa o adopta términos y modismos inventados por el pueblo sino que (como bien sabía Pavese: no hay que ir hacia el pueblo, se es pueblo) ejerce esa fecundidad como protagonista, la ejerce tan orgánica y tan espontáneamente como los hombres primitivos, los padres originarios (incluso del lenguaje), y como lo hacían todos los pueblos del planeta antes de ser asolados en su fecunda espontaneidad creadora por la demagógicamente seductora masificación apabullante de la sociedad del espectáculo.
Por eso, yo mismo, casi recién ahora atino a responderme por qué me gustó siempre Prévert. Lo que en un momento fue apenas intuido, hoy me lo confirma la experiencia. Para mi formación, ya desde la niñez más temprana, no sólo fueron esenciales los textos descubiertos sin premeditación alguna y los timbres, tonos y densidades de las voces percibidas aquí y allá, un poco por todas partes, sino también el cine, la canción popular o las revistas de historietas. Sin prevención, ni previsión alguna, a la deriva de mis descubrimientos personales, secretos, tal vez estaba ya ratificando sin saberlo aquella ambiciosa y fecunda ilusión de las bellas vanguardias: reunir arte y vida, que no hubiera distancias entre ellos.
         No siempre fue posible, y hubo buenos momentos y momentos felices. Y también hubo precio que pagar, por eso, precisamente en los mejores casos. Pero pocas veces se pudo encarnar todo aquello en la entera existencia de un solo hombre. En el resplandeciente marco de esa casi desmedida generación de grandes poetas franceses que, a comienzos del siglo pasado, fueron capaces de estar a la altura de su linaje deslumbrante, y de encolumnarse en movimientos y rebeliones victoriosas sin dejar de ser nunca fundamentalmente ellos mismos, sólo Jacques Prévert (1900-1977) pudo ser al mismo tiempo digno de Gavroche y de Rimbaud, cómplice y compañero, toda su vida auténtico niño de la calle y paje de las barricadas. Fiel al lenguaje vivo, que es de todos, y al mismo tiempo fiel igualmente a la dignidad esencial de la poesía, que es gloria de la lengua (Dante Alighieri), pudo entrar y salir del surrealismo con la misma valentía y dignidad con que supo siempre tomar partido por los humillados y ofendidos sin someterse a dogma, censura ni ortodoxia alguna.
         Único gran poeta moderno que llegó a vender más de dos millones de ejemplares de su libro Palabras (ya antes de su aparición en 1949 el más que lúcido Gaetan Picon supo calibrarlo certeramente como “el único poeta auténtico que, en la hora actual, haya sabido franquear los límites del público más o menos especializado”), vio a las mejores voces de su tiempo (de Juliette Greco a su hermano gemelo, Yves Montand) difundir universalmente sus bellísimas e indelebles canciones (¿alguien puede olvidar Las hojas muertas?) , escritas en colaboración con músicos de la talla de Joseph Kosma o Henri Crolla. Y, por si fuera poco, su nombre está ligado de fundamental manera con uno de los mejores y más altos momentos del cine francés, el realismo lírico de los años cuarenta, con obras maestras tan conmovedoras como El muelle de las brumas, Los visitantes de la noche, Los niños del Paraíso o Amanece, por citar sólo algunos de muchos filmes memorables de Marcel Carné.
         Tan enamorado del amor, y de mujeres bien concretas, como de la vida y del lenguaje, oral y escrito, es la luz misma del mundo terrestre (“Padre Nuestro que estás en los cielos / Quédate allí / Y nosotros nos quedaremos sobre la tierra / Que a veces es tan linda”) y, en consecuencia, el resplandor más auténtico de la condición humana, trágicamente bella, espléndidamente mortal, el que relumbra hecho lenguaje vivo en toda su escritura. Que tuvo la suerte de ser contagiosamente reconocida, como vimos en una medida poco usual, por sus contemporáneos (también él con “La verdadera mirada lúcida y loca / De los que entregan todo a la vida”, enfrentando a “las aterradoras semillas de la realidad”), y pervive aún ahora, en estos tiempos ácidos y áridos, masificados seductoramente como estamos por una enorme marea de banalidad globalizada, como un antídoto contra todo autoritarismo, así sea demagógico, contra toda ortodoxia, así sea lujosa, contra toda represión, así sea bienvenida.
Porque todavía, por suerte, y pese a tantas teorías, a tantas órdenes: “la manzana / no se deja dibujar / tiene que decir lo suyo”. La gran poesía magníficamente popular de Jacques Prévert, su alto y personalísimo lirismo hecho de soberbios lugares comunes es, y por eso disponible, como el mismísimo lenguaje humano, voces de uno, voz de todos. Que él nos bendiga, como siempre lo hizo, con justa cólera y precisa ternura (o viceversa). Como lo sigue haciendo Chaplin, su consanguíneo más directo. Así sea.

Rodolfo Alonso

 

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