Françoise Roy (Quebec-México)

Poeta, traductora nacida en Quebec, vive desde hace ya varios decenios en Guadalajara, México, y es sin duda una de las más activas traductoras del español al francés en nuestro medio. Aquí una muestra de su producción poética.

 

 

Françoise RoyFrançoise Roy nació en Canadá y vive en Guadalajara, México. Maestra en Geografía con diplomado en Estudios Hispánicos y Diplomado en Traducción, ha publicado 9 poemarios, un libro de cuentos y 2 novelas. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Traducción Literaria en Poesía del INBA, el Premio Jacqueline Déry-Mochon de novela, el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal y los Premios Internacionales de Poesía Ditët e Naimit y Poetry Nights of Curtea de Arges. Ha traducido más de 50 libros.

 

 

 

El mediastino

El diccionario te define así: “Espacio irregular comprendido entre ambas pleuras y que divide el pecho en dos partes laterales”. Ser sólo eso, un lugar entre dos cosas, un interludio de la carne.
Yo no sé de anatomía; mi oficio es la palabra, no la disección. Por eso te puse aquí, en medio de órganos vitales, tuberías necesarias, fábricas de sueños, apéndices motores, obras muertas, instrumentos de belleza, tú que no sirves más que para seudónimo del vacío entre los pulmones, tú que colocas la nada en el sitio correcto. Te puse entre los aparatos de nombradía simplemente por tu patronímico: mediastino.
Nombre de cuerpo celeste tienes, de objeto divino, de lugar donde uno camina sobre las aguas. Se diría el alias de una variedad de orquídea, prestanombre de una especie de insecto en vía de extinción, denominación de un gremio desaparecido.

 

Los lunares

Flores pardas en la lozanía de la piel, los lunares son gotas que dejó escurrir el pincel de un dios distraído frente a su paleta de colores. La estatua del cuerpo humano —sin ojos aún, sin labios, sin cejas dibujadas— yacía ahí (maniquí con vida) esperando la hora de los blancos, los negros, los tonos cobrizos, los rosa para labios y uñas. El dios pestañeó, pincel en mano, y en su sueño efímero —ese momento de distracción justo después de mezclar los tres colores primarios—, la pintura color de tierra buena goteó sobre el modelo, al azar de su cartografía menor.
¿Qué hacer cuando la pintura ya está seca? El dios intentó borrar esas máculas sobre el papel epidérmico (con solventes, vapores, alcoholes), pero el sello diminuto no desaparecía: mancha tenaz que identificaba cada cuerpo como una creación única, esqueje de acrílico en el lugar equivocado.
En la tierra campa de un brazo, de una espalda alumbrada por tan delicada floración, el lunar es salpicadura de corola circular del tamaño de una pulga, marca de puntuación en las frases completas de la dermis.

 

La lengua

            El diccionario de los ángeles la define como el objeto más pasional del cuerpo humano, un río de néctares. Lanza como buitre abrevando en un grial de veneno sus imprecaciones, o bien, forja con humildes acrobacias la materia sonora de las palabras “amor”, “alma”, “aurora” y “corazón”, ésas que el corazón mismo —Narciso menor—, guarda en su estuche.
Guillotina o terciopelo, navaja o irupé del lago de la boca, satén o pirotecnia, ¿qué no le han atribuido a una simple alfombra de un rojo diluido donde crecieron como pequeñas flores anatómicas los brotes de las papilas linguales? ¿Sabe hablar acaso un vil triángulo de carne donde el mapa de los sabores está claramente definido (lo dulce adelante, lo amargo atrás, lo salado antes de lo agrio), donde un agujero ciego se llama en latín foramen caecum, donde anidan partes tan melodiosas como la amígdala palatina?

 

Françoise Roy
Françoise Roy

Qué magro homenaje: sólo palabras 

a las víctimas del terremoto de Haití

 

I

Cross the line, though, and beasts of silence lie
in wait to maul me with razor-sharp claws.
J.M. Coetzee  

 

            ¿Qué línea atravesaron sin ellos saberlo, en la noche antes del ocaso, en medio de lo negro más negro? Noctámbulos muy a pesar de ellos mismos, del otro lado de la roca ¿será que oyeron latir el corazón de Cristo, o el de la Virgen, relojería descompuesta al compás de vientos huracanados?
            ¿Se trasvasarán las almas de un cuerpo a otro menos denso o irán como mariposas directamente a su llama? Y ¡cuántas almas para sobrevolar al mismo tiempo las aguas de ese quebranto, cuántos oídos para oír esas voces clamar bajo las piedras!

            He aquí la arboladura de un velamen de tela negra volteado por desconocidas borrascas.

 

II

            Tal vez haya hecho falta engastar esos corazones en un techo más azul, hacia el que antaño Toussaint Louverture volteara sus ojos.

            Regazos de amapolas marchitas.
                        Entablado de huesos deshechos.
                                   Uno por uno, las puntadas trazan su extraña caligrafía, cosen el cielo tan lejano sobre los labios tan cercanos.

 

III

            Esta levitación hacia el dios de las voces apagadas, ¿bastaría acaso para dejar atrás los cuerpos de quienes, con su vaina a flor de ternura, tocaron la muerte como uno toca — hilván de filamento roto, oblicuamente estirado— la vecindad del Altísimo y del bajísimo?
            Leviatán de roca, con sus anillos enrollados alrededor del manto freático, ¿se sacudirá todavía de aquí al fin de la pesadilla, bestia y hada a la vez?

 

IV

            ¿Quién les urdirá osamenta capaz de soportar la gravedad de su exilio?
Sólo anhelaban, sin embargo, la sal, jamás la quemadura.

            Las manos como instrumentos de escarbar.
            El espejo del agua encrespado, la pupila deshilachada.

 

V

          No sé qué tienen las flores, llorona, las flores del camposanto, que cuando las
          mueve el viento, llorona, parece que están llorando.

          Tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío.
          Hay muertos que no hacen ruido, llorona, y es más grande su penar

 

VI

            Jean-Aimé, fantasma que deambula sin rumbo por las calles, ¿será un mártir que se equivocó de cruz?

            Gladys, bajo los escombros, ¿estaba acaso tan feliz como los ángeles, que no tienen cuerpo, no envejecen y no son amados carnalmente?

            Dieudonné, en su grabata, ¿vio acaso la luz, según Newton materia imposible de pesar, que flota fría y arrogante sobre la materia sólida? (Nebulosa extraviada sobre la tierra es aquel alumbrado de las llagas, la ternura de las palmas que se posan sobre el pozo de penas).

            Y Marie-Immanente que sonríe descalza bajo el sol, con su esperanza firmemente pespuntado al rostro, [su] estilo propio, menos que un soplo, apenas movimiento del aire, es ciertamente el de nunca tocar tierra, flotar eternamente, inestimable, demasiado volátil para estrellarse jamás.

 

VII

            Ah el zafiro manchado de rojo.
            El invernadero de naranjas asaltado por el polvo.
            El nácar de las uñas manchadas por la hulla parda del suelo.          

            Los arcángeles ambidextros no se dan abasto. A lo lejos el mar y el árbol de mangos, azul y anaranjado sobre le gris perlado de esos cuerpos.

 

Partida

In memoriam
a Susana Sanromán Ortiz (1957-2005)

 

Te vas en tu barco azul
– pétreo velamen      albo costillar     arboladura de azogue –     
te vas al encuentro de las almas consanguíneas,
vestida del sudario transparente de tus deseos,
lastrados aquí como diminutos guijarros de oro.

¿Qué sabremos de tu travesía, Susana,
del perihelio de tu espíritu con su más alta alfaguara
si desde el ábside de la catedral
los arcángeles de mármol bendecían
el largo maderamen de tu lecho de satín blanco,
ése donde nadie vimos
a la vestal en vilo sobre la tarde luminosa
de Lagos de Moreno,
    (tu memoria, expoliada; tu sangre, en reposo)        
donde nadie vimos sino el diamante de los huesos
            bajo el trémulo nenúfar de la piel,
el salegar de la carne
que se disuelve ahora en un mar invisible
        (nos sobrevuela como un velario añil).

Has recogido tus pasos,
cerrado el rancho, con sus bienes semovientes,
y las páginas de tu último libro.
Has echado cerrojo a la puerta de tu casa,
descolgado el espejo de la alcoba con tu imagen ahí guardada,
llevándote contigo la iglesia y sus vitrales,
la cal viva de nuestros corazones enharinados.

Nadie se ha movido de su banca:
seguimos aquí
frente al mapa antiguo de los dolores
que al doblar veloz la campana de tus querencias
—en la hora equinoccial del 4 de abril—
se apagaron como pequeños luminares
                 en el albedo de la noche más corta.

No cruzarás incendio forestal
                                  ni sol en cauda
para atezar la breve tierra de cultivo 
de tus cuarenta y ocho años. 
No cruzarás
sino la luz propia de tu cuerpo
la frágil costura
que nos mantiene dentro.

 

 

Un comentario

  1. Carlos Peniche