Dora Moro (Guadalajara, México, 1969)

Con un peculiar estilo basado en la búsqueda de efectos sonoros-semánticos, juegos de sentidos, Dora Moro abre paso a su voz poética. Rodrigo Flores nos habla de sus cualidades.

 

 

Como medio sacando los trapitos al sol

 I
Un rey, en harapos y transportando su demencia, es hecho prisionero. Resignado a vivir en el calabozo, le pronostica a su hija el curso de su vida: “Así viviremos/ Y rezaremos y cantaremos/ Y nos contaremos viejas historias/ Y nos reiremos de las mariposas multicolores/ Y oiremos a los míseros infelices/ Intercambiar noticias cortesanas/ Y también conversaremos con ellos/ Quién pierde y quién gana/ Quién está adentro y quién se queda fuera/ Y fingiremos haber descifrado/ El misterio del mundo/ Como si fuéramos espías divinos”(1).

1. La traducción es de Nicanor Parra.

II
veinticinco sesentayocho, tercer libro de poesía de Dora Moro, explora las máscaras y fisuras presentes en toda enunciación testimonial. Los cien poemas que lo conforman insisten en evidenciar la distancia entre el artificio y su reflejo; no sólo exhiben, incluso exageran y amplifican la simulación y el ocultamiento ineludibles a un relato de vida. El misterio del mundo para el rey Lear está vedado y la única posibilidad es fingir o aparentar su revelación. Hay algo en este libro que me recuerdan al entrañable personaje del Shakespeare. Al final del primer poema de veinticinco sesentayocho, hay dos versos que operan como una guía de turistas para recorrer el libro: “el gen perdido de la demencia/ la certeza de la monomanía y el escarabajo Kafka”.

A contracorriente de la autobiografía clásica —escrita en prosa en una edad madura, portadora de un sentido moralizante, con una distancia temporal frente a lo narrado, donde se procura decir la verdad y se pretende abarcar toda una vida— veinticinco sesentayocho tiene algo de hybris, disidencia y desmesura. No se trata de un libro de memorias en sentido estricto, pero tengo la sensación de que lo testimonial está encriptado. No lo sé de cierto, pero en sus páginas la autora voltea hacia sus residuos, revisa los secretos familiares y retrata sensaciones ingobernables. Y lo hace a partir de una conciencia de su artificio, a partir de una expresión intermitente, de un decir y también de un callar, o de un decir callando: “el arte de no decir/ el arte de aprender a mamar/ el arte de aprender a mamá/ como mamá con su arte/ con el aprendizaje/ si no se dice se olvida/ si no se habla no se oye/ si no se oye no existe”.

IIII
También la enunciación opera de forma oblicua. Quien habla es, aparentemente, un niño. Le habla a otro niño llamado Járin, su hermano, o doppelgänger, que alguna vez existió o que posiblemente no existe. El discurso se proyecta en el vacío o hacia una encarnación hueca, hacia la oquedad de no estar. La voz de ese niño también le habla a Isabel, que es otro hueco. La muerte recorre todos los poemas o, para decirlo de otro modo, todos los poemas hablan de la muerte, de una forma u otra. Son textos sesgadamente elegíacos: “había cosas por las que se supone que uno lloraría/ cuando murió el tío concertista de piano aprendí de la muerte/ un derrame cerebral nadie en el veinticinco sesentayocho/ obvio era llorar/ y cómo se supone que uno llora la primer muerte/ cómo si no tiene nada de espectacular morirse/ habrá que poner la misma triste canción nueve veces para seguir llorando forzadamente/ o lastimarse con una Gillete”.
“La numerología como religión/ y acomodar estrellas para explicarse la vida/ son recursos estúpidos de gente necia/ entonces/ veinticinco sesentyocho no suma nada”, dice el poema 17. Lo primero que pensé al leer el título numérico de este libro fue en un poema del chileno Rodrigo Lira llamado “4 tres cientos sesentaycincos y un 366 de onces”. Ese título es arbitrario y caprichoso, de hecho parece una cantidad absurda. A pesar de su vinculación con los días del año, el nombre oculta un secreto no revelado. El título del libro de Dora es también enigmático. Dos cantidades insensatas, veinticinco y sesentayocho encierran cien poemas, un número redondo, el cabalístico Kuf (—-), la cifra de Jacobo, hijo de Abraham. Tal vez se trata de un símbolo: la vacilación y lo inestable comprenden lo consumado, o quizá los poemas, que de una u otra forma aspiran a lo esférico y a la perfección, se hallan o deben buscarse dentro de una realidad que no es sino contingente y colmada de baches. Pero ¿qué significan veinticinco y sesentayocho? Parece ser el número de una casa en una calle: “doy por sentado un átomo que forma una molécula que mueganea a dos hermanos que/ se parten la cara/ en la banqueta de la calle/ en el veinticinco sesentayocho”. Moraleja: nuestra residencia está cimentada sobre lo arbitrario e inconstante, y no obstante memorizamos su signatura como si así obtuviésemos una prueba irrefutable de nuestra identidad.

IIIIII
Dora me dijo que sus poemas no tenían ritmo. Pienso lo contrario. Hay un ritmo sincopado; haciendo un símil su cadencia es más parecida al jazz que a la música clásica, más Ornette Coleman y menos el concierto para violín no. 3 de Mozart. A propósito, Ornette Coleman, creador del free jazz, señaló alguna vez que la obligación del artista es fabricar su propio vocabulario desobedeciendo críticamente los esquemas
preestablecidos. Dora lo hace todo el tiempo, la mayor parte del tiempo con fortuna. Los poemas son disímiles en extensión y tono. En ocasiones existe un peculiar juego de palabras (“habla de Mimí/ no/ ahora hablo de mí/ no de Mimí sino de mí”), y en otras aparece una extraña parquedad enunciativa, como en el número 30 que marca una mudanza en el libro (“vivimos de niñadas porque es lo primero que somos y somos tanto que es imposible evitar las secuelas”). A partir de ahí, los poemas son más breves e intimistas. El poema 57 es uno de los que más me gustaron. Su final funciona como declaración de principios: “sólo me quedó una tormenta de ideas privadas/ las reorganicé para sacar el agua que inundaba/ todas las formas que importan de la verdad”. Esto lleva a la siguiente pregunta: ¿para Dora escribir es un acto originario, una producción de formas verbales, o es una reorganización y descomposición crítica de la intimidad?

IIIIIII
¿Los poemas de veinticinco sesentayocho tienen una intención testimonial o pertenecen al ámbito de la ficcion? ¿Las fotografías ovillan simulacros o son la aguja con que se teje el presente? ¿Las palabras mienten o postulan testimonios? Observar fotografías antiguas, aun mas si se trata de imágenes donde aparecemos, genera una paradoja: mientras vemos lo que fuimos, tenemos la ilusión de volver atrás, de recordarnos; y al mismo, tiempo, también tenemos la impresión de desaparecer en su transparencia, nos desconocemos en aquellas imágenes que nos interpelan desde el vacío: “fotos fotos momentos/ disfraces de lujo/ nacimientos primos momentos fotos/ la margen de mil novecientos setentayuno/ esa marca de agua en las fotos de los viajes/ un tinte azuladoverde significa algo/ eso que significa es la duda”.
Y justamente, como todo buen libro, éste, que se desplaza entre guarismos y palabras, nos arranca más preguntas e incertidumbres, que convicciones efímeras. Por esta razón, celebro el riesgo, la apuesta y la escritura de mi amiga Dora Moro.

rodrigo, flores, sánchez y sus compinches