Presentación de La Otra-Gaceta 51

jose-angel-leyvaEl Guaviare ¿Dónde concluye y comienza La Vorágine?
A Javier Sicilia, con esperanza.
José Ángel Leyva

Este domingo 20 de junio La Jornada Semanal publicó esta crónica que refleja la relación entre nuestra realidad y la colombiana, pero también sus grandes y profundas diferencias. Diría que la pasividad ciudadana y la falta de compromiso social son el abono principal de esta inercia sangrienta, del desgarre comunitario que impiden el ejercicio de las leyes, la reactivación democrática, la voluntad de cambios. Vamos pues a El Guaviare.

Allí termina el llano y comienza la selva. Es literal, desde Villavicencio, “Villavo”, a San José se extiende una planicie exuberante que concluye en el río Guaviare. Del otro lado de sus aguas se establece un territorio que representa el destino de La Vorágine de José Eustasio Rivera, donde todos reconocen, “eso es otra cosa”. El cultivo de coca, cada vez más en declive, las FARC también a la baja, los sucedáneos de los paramilitares y narcos, a la alza, la ley de la selva. Al llegar al pequeñísimo aeropuerto de San José llaman la atención dos cosas: una base militar y anuncios de recompensa por una amplia lista de secuestradores. Se viaja al Guaviare con la advertencia de que uno se dirige a zona caliente y al culo de Colombia.

Todo en san José del Guaviare se mueve en moto. Pocas calles pavimentadas y el resto de terracería enmarcan el trasiego sensual de mujeres en sus vespas, con atuendos ligeros para el calor. Un bello mestizaje circula en esta ciudad capital poblada por migrantes de todos los demás departamentos del país, negros, indios, blancos mantienen o intercambian sus rasgos en esta población que se siente excluida y estigmatizada por la violencia y el atraso tecnológico, industrial. San José denota mucha actividad comercial, aunque echan de menos la presencia del turismo nacional e internacional. Casi nadie que conozco ha visitado esa zona. De hecho hasta hace muy poco se abrió la carretera para llegar hasta Villavo sin “riesgos” al secuestro o al robo, pues ahora el camino está militarizado.

Los alumnos de la maestría en educación, profesores de secundaria y bachillerato, reciben al maestro Fabio Jurado con enorme afecto y respeto, porque él ha logrado la firma de un convenio con la Universidad Nacional para que puedan realizar estudios de posgrado en su propio departamento. Fabio es fundador de la Cátedra México-Colombia –muchos lo consideramos embajador natural de la cultura mexicana en su país–. Ese es el motivo de mi viaje a San José, estoy comprometido a dar un taller sobre el proceso editorial aplicado a revistas con alumnos de maestría y una charla sobre periodismo cultural con adolescentes.

Una niña se atreve a romper el silencio en mi charla o taller de periodismo cultural en la escuela “Oh, Canadá”, cuando escucha que el principio de este oficio es saber a dónde y a qué va uno, con quién. Ellos no saben quién soy yo, y probablemente desconozcan por qué están allí, pero yo sí, y les cuento lo que se dice de su tierra. Ella me dice que estoy mal informado, que viven tranquilos, en paz, sin sobresaltos ni miedo a robos como sucede en Bogotá. Otro chico se anima y refuerza el argumento, me comenta su experiencia como guía turístico de algunos extranjeros; ha descubierto que se van cautivados por los numerosos atractivos naturales y culturales de la zona. La mayoría vuelve porque valoran mucho el sosiego del lugar, así con esa palabra, para confirmar que no hay sitio para el estrés. Hablamos del significado del “conocimiento” y el “reconocimiento”. Muchas manitas se alzan para pedir la palabra. Hablan de la invisibilidad de los indios. Los indios y ellos, los no indios, son igual de invisibles para el resto de Colombia y del mundo, afirman. Un chico mulato, de no más de 12 años acepta que hay problemas, pero “esos están allá, pasando el rio, en la selva”.

A la derecha Fabio Jurado
    Otro insiste que en ese pueblo no hay ladrones. Inevitable la evocación del cuento de García Márquez llevado a la pantalla por el mexicano Alberto Isaac. Entonces, pregunto “¿por qué esa lista de secuestradores en el aeropuerto, por qué esa base militar con presencia de extranjeros? Otra muchacha de mayor edad acepta el hecho, pero vuelve a la carga con su convencimiento de que aún pueden dormir con las puertas abiertas. Sus padres llegaron de Santander y encontraron allí, en ese departamento que hasta antes de 1991 fue Comisaría, opciones de mejor vida. Muy cerca de allí entregaron a Ingrid Betancourt, y eso, dice, les ha hecho mala propaganda.

    Sorprende la locuacidad de estos adolescentes, su capacidad expositiva y la limpieza con la que esgrimen la lengua castellana. La niña que habló primero comenta después sobre un gran yacimiento de coltán localizado en la frontera con Venezuela.  “¿Sabe qué es el coltán?” me interroga uno de los tres profesores que acompañan a los grupos de muchachos. “Es conocido también como oro azul –responde antes de esperar mi respuesta y mira con satisfacción y autosuficiencia a los alumnos—y es un mineral que mueve todos los aparatos electrónicos como celulares, computadores, aparatos de telecomunicación en general y claro también tiene aplicaciones médicas y militares; no sabe cuántas naciones desarrolladas lo necesitan.” Concluye orondo. Para mis adentros pienso en la devastación ambiental y social que ha traído la explotación de este mineral (mezcla de columbita y tantalio) en el Congo, Uganda y Ruanda.

Calle de San José del Guaviare
Con el profesor Jurado fuimos en taxi a ver un poco la ciudad. Pasamos junto a la base militar. Sólo pude tomar una foto, el chofer me advirtió que está prohibido; ya en otros casos los vigilantes han roto la cámara de los osados. Es un fuerte con torretas y huecos donde asoman ametralladoras y otras armas de alto poder. Impresionantes murallas con espesor de más de un metro. Lo vigilan soldados colombianos, pero el taxista comenta que adentro viven los altos mandos y un núcleo castrense de origen gringo. “Por cierto, agrega, entre los indios guayaberos suelen verse ahora niños rubios”. Esa etnia nómada se resiste a hablar el español y rechaza cercas que delimiten terrenos, para ellos no hay lindero válido que reduzcan sus necesidades y su libertad. Pescan del río para comer y viven de lo que la naturaleza les otorga, pero desde hace tiempo aceptan el compuesto harinoso que les reparten los estadounidenses. Estos, por su parte, sólo comen de los víveres que traen en sus grandes aviones de carga.

   San José tiene en verdad una apariencia tranquila. Los cafecitos que circundan la plaza principal, antes centros de reunión de los capos de la coca, alojan ahora a parroquianos que pasan a tomarse un tinto (un café negro), o cualquier bebida para apaciguar el calor y la sed. Mientras bebemos una cerveza, en un local con forma de barco con la proa hacia el río, cerca del embarcadero, el taxista contesta a mi pregunta sobre la posibilidad de que haya miembros de las FARC en la población. “Aquí todo mundo lleva una vida normal, pero no le sorprenda que detrás de una persona cualquiera haya un guerrillero, un paraco, un narco. La semana pasada ejecutaron a un niño de 13 o 14 años, un gamín –hace una pausa mientras bebe de su botella y dubitativo agrega–: Aquí no se tolera a los ladrones”

Base militar de El Guaviare
Por la noche, luego de mi segunda sesión con los alumnos de posgrado, se organiza una lectura de poesía a la que asiste un público numeroso. Estamos programados cuatro, pero sólo llegamos a tiempo un poeta de la maestría, Álvaro Mojica, y yo. Comenzamos sin los otros y casi al final se suma un tercero. Cuando terminamos se disculpa conmigo y me cuenta la causa de su retraso. Acababan de matar de diez tiros a un amigo suyo, vecino. No se le nota alterado, y con voz más bien calma puntualiza: “parece que andaba en malos pasos desde hacía tiempo; se le veía un progreso rápido y sin trabajar”.

   Un estudiante de la maestría me revela después que en El Guaviare han existido grupos de “limpieza”, encargados de eliminar a quienes consideran un riesgo para sus intereses, pero lo presentan como actos de servicio a la comunidad. Quizás por ello algunos asesinatos se ven como inevitables y hasta necesarios para conservar el orden y la “paz”.

Según declaraciones del general César Augusto Pinzón líder de  la Base Antinarcóticos de San José del Guaviare, se han desmantelado en ese departamento a los grandes carteles de la droga y ahora sólo quedan bandas criminales (Bacrim) que se disputan con focos guerrilleros el control de la droga. Recientemente los destacamentos policiales a su mando participaron con éxito en la operación “Diamante”, en la que fue abatido el  "asesino de asesinos", Pedro Oliveiro Guerrero, alías Cuchillo. Se ha publicado que hay sietes bandas que capitanean a 4200 hombres fuertemente armados en Colombia,  derivaciones de los grupos paramilitares ya “extintos”. En el 2010 se contabilizaron 7000 muertes imputadas a las Bacrim en territorio nacional. Por lo pronto, Colombia recibió la certificación de no pertenecer ya a la lista de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes. Por implementar el Plan Colombia, Estados Unidos le ha entregado más de 8 000 millones de dólares como apoyo policial y militar. El general Pinzón asegura que el problema de las mafias ahora está en México, aunque no se haya podido aún acabar con las Bacrim y la guerrilla.

Los amigos y el público interesado en escuchar la réplica de mi conferencia: “La Revolución Mexicana en el arte y la literatura: La familia Revueltas”, que había dado antes en la Universidad Nacional de Colombia se quedaron esperando en “Trementina”, el centro cultural que manejan los escritores Juan Manuel Roca y Santiago Mutis en Bogotá. Mi retorno de San José del Guaviare por aire fue cancelado por la única línea aérea, Satena, administrada por el ejército. La decisión de viajar por tierra fue retrasada ante la posibilidad de volar en avioneta a “Villavo”, donde comienzan los llanos o donde terminan, según se mire, para ascender luego hasta los 2640 metros de la capital colombiana. Conmigo esperaba Alejandra, una joven ejecutiva de Medellín, inquieta ante la posibilidad de montar una avioneta para tres pasajeros, pues había soñado esa noche que la atacaban cientos de avejas negras, y eso, dijo, era signo de mal agüero. Su pesadilla se desvaneció cuando nos informaron que la avioneta se había ocupado con dos enfermos graves.

Nada es lo que parece, los llamados “taxis blancos” son en realidad colectivos para ocho personas y no parten si el cupo no está completo. Antes de abandonar la ciudad pasamos por una señora que llegó en bicicleta para apartar plaza e informar que aún tenía ropa por tender; luego buscamos el domicilio de un mecánico que debía de concluir una transacción. La carretera tiene largos tramos de terracería, es angosta, hay numerosos retenes militares para realizar inspecciones y cateos (requisas dicen los colombianos) y está aderezada con cientos de baches. Luego cambia y ya asfaltada desemboca en la frenética prisa de los automovilistas que viajan a Granada y a Villavo, sobre todo en un puente vacacional como el que iniciaba ese día. El verde llanero con sus múltiples y brillantes matices bien valió la pena, incluso la tortura de rancheras y vallenatos, con volumen a tope, a lo largo del camino que se prolongó a diez horas y media.

Motociclista en San José del Guaviare
El último tramo hacia Bogotá me tocó sentarme hasta el asiento de atrás entre dos colombianos robustos y conversadores. No pararon de preguntarme sobre México. Les preocupa lo que nos sucede. Se me ocurrió decirles que vivimos la violencia experimentada por ellos hace algunos años. La señora a mi lado respondió de inmediato: “Pero peor, porque son más y es el principio. Además, su gobierno comenzó una guerra con instituciones policiales y militares corruptas. Aquí puedes odiar a un policía, incluso temerle, pero no desconfías de él, no supones que busca extorsionarte, que está coludido con el crimen, no es parte del problema sino un instrumento de la ley, buena o mala, pero ley.” Pienso entonces en el optimismo de los habitantes del Guaviare, en los niños y su elocuencia, en la confianza de que aún pueden dormir con las puertas abiertas de sus casas y de que remontarán el olvido. No lo dudo porque mi sensación al volver a México es de escuchar la voz inicial de Arturo Cova, el protagonista de La Vorágine: “jugué mi corazón al azar y lo ganó la violencia”. Aún más cuando me recibe la noticia, como un rayo, del asesinato del hijo de mi amigo el poeta Javier Sicilia y de otras seis personas en Cuernavaca. Parecería que no es en el Guaviare, sino aquí, donde termina el llano y comienza la selva.

2 comentarios

  1. Carmen Martínez Diez