Armando Romero. La esquina del movimiento

Armando Romero“¿Quién iba a pensar que habitar la oscuridad era darle luz a una nueva sombra?” Con esa frase, Romero enseña su garra de narrador en este contundente relato.

 

LA ESQUINA DEL MOVIMIENTO
A Alfonso Escobar

 

De por sí ellas tenían tacos altos con las tapas desfloripadas por un andar cemento arriba, cemento abajo. Les bastaba el carmín para volver los ojos una mirada envolvente y triste; mas a pesar de todo, una nota de fiereza, un tono de apártate si puedes, no me toques, se les había pegado luego de tanta cama compartida, de tanto abrirse en pedazos por una moneda o billete de manos sucias. Esta era, imaginárselo uno puede, la flor de los andenes de mi ciudad, en mi barrio de puertas al sol y canícula naciente. Pero había muchos y muchas más, voy a contarlo, en aquella esquina puesta a repartir direcciones a vidas contrarias y encontradas.

 

Ahora pues, por ejemplo, un mozo de pocos pelos en el pecho, Ramiro por nombre, ha quebrado una botella y se dispone a rasgar  las cortinas de la entrada del bar. ¿Quién le dijo a él pararse en medio de esta historia y en la calle para sólo atraer la atención del sol, del polvo, y el recuerdo como una medalla vieja, gastada por unos pequeños dientes? Pasando iba la señora Ester que vendía tortillas y hojas de plátano en la galería cuando le dispararon al mecánico que salió rebotando, para nunca más. Así, de pasar cosas, siempre era la esquina. Yo le ponía centavos a la radiola, dentro del bar, y a veces, cuando caía oblicuo el calor sobre las piedras de la calle, oía la música sentado en el andén, aprovechando esa cerveza que estimaba mejor la voz de Charlie Figueroa, viejo maestro inigualable del gran Tito Cortés. Da­ban palo los niños a unas ruedas de metal ruidoso para irlas llevando por entre las piernas de ellas en la tarde, irascibles frente a tanto bastardo tirado de la placenta a la calle sin cuna ni abrigo, pero felices ellos en sus risas que era todo lo que tenían y les restaba para la vida: poco tiempo aún para gastar la risa de una vida, y sólo la mueca amarga que iría apoderán­dose de ellos iba a permanecer allí, ya fuera de cerveza untada al andén o sangre a mancha negra en el asfalto. Ramiro, es cierto,  se llamaba el muchacho que abrió las cortinas a pico de botella partida y se fue de bruces a la oscuridad del salón.

Armando Romero
Yo pasaba así mis tardes cuando no mis noches, que eran temprano en el día, me quitaban el aliento al monte de una tiritando el frío de mis páramos, o para mejor decirlo adherido a esa palabra larga, impronunciable, que va del sonido al silencio y viceversa entre piernas: ellas estaban ahí día tras día, y no se inmutaban ni al amor iban: para qué tanto ruido del corazón. Mis tardes eran candela de piedras espejeantes, buses envueltos a más de polvo, carretillas de húmedos caballos derrengados, carretas a mano en hombros con costales, la sirena de un carro de policía, o en frente de mi esquina esa casa cerrada siempre y que fuera de curiosidad despertaba el ángel de nuestro deseo. Lo digo por ambos, yo además incluido, perseverante.

Mi oficio simple era el de informador, pasar la voz de quién tiene lo robado para la reventa. Pero ahora regresa otra vez la imagen de sus ojos brillando en la sala con la botella en la mano, despicada, Ramiro, y un arrebato en el pelo que sacaba chispas, esto último casi lo puedo jurar, a no ser que el recuerdo se mezcle con mis sueños como suele suceder. Yo me la pasaba en la esquina y entonces venía uno, podía ser Hernán, y me decía: el radio está donde José, y eso era todo, hasta que pasaba alguien preguntando, tal vez el dueño original, y yo le indicaba cómo llegar a donde José y el radio, previo chequeo, y al bar me mandaban la moneda de comisión, y yo pedía cervezas, comida y allí dormía, en un oscuro cuarto, más unos centavos para ellas, caminando siempre de arriba, de abajo.
Viste lo que es esto, dijo Ramiro, te voy a matar si no me dices lo que viste y allá no me llevas. Yo no tenía por qué contestarle, así no se hacen las cosas, mucha­cho güevón, y los ojos míos eran oscuros, perdidos en la sombra de adentro.

Eloísa era la dueña del bar: fuera de vieja con várices tenía una fuerza para derrotar a pulso a mucho macho, ella decía, y vigilaba que la sirvienta preparara la comida y no se la cogieran los que pretendían ir al orinal, yo entre ellos, sólo permitido el manoseo. Un día de esos vengo a ver desde mi andén que misiá Herminia estaba fritando bofe y chicharrones desde temprano y empanadas para más tarde, y ese olor que se mezcla con mi cerveza me hizo levantar de mi puesto, y pasar la calle hasta donde la hornilla de petróleo y el fogón de carbón al lado permitían el gusto de un chisporroteo al paladar. Le dije que me comería un chicharrón y ella lo puso en una hoja de plátano con una arepa, y se entretuvo diciéndome que todo era tranquilo esa tarde que caía de sol, y aunque por respeto a mi oficio no soy muy dado a la charla, le contesté que lo mismo para mí, tranquilo, y una empanada nos engarzó en otra frase y un sorbo largo de cerveza fría, y ella volvió a decir algo y le respondí, y entonces hubo otra empanada y la masa está muy buena le dije, y doña Herminia hablaba como si no se diera cuenta que era conmigo, lo más natural del mundo, y hablando, hablando, yo me tomo otra cerveza, me dijo que ella tenía las llaves de la casa del frente, a su espalda, y que no le preguntara cómo pero que si quería entrar esa noche. Doña Herminia saltó como un pez por mis ojos y se perdió en mi océano de polvo. No le dije que sí. Volví a mi andén con el último chicharrón en la mano y comprobé que el día iba terminando tranquilo, las muchachas taconeaban en su sitio y los buses iban a lo lejos. Miré hacia donde estaba misiá Herminia pero ella entretenida con un cliente no me devolvió la mirada. Más bien esa noche.
Ramiro era hermoso y joven, pero pobre como rata. Inepto para un oficio mayor dentro de las clasificaciones corrientes del barrio había optado por recoger papeles de la basura para venderlos en una fábrica en los extramuros de la ciudad. Yo le pasaba una moneda cuando se me aparecía por mi lado y entre silbando le decía quiubo en buen estilo, con propiedad. Eso era todo lo que tengo para recordar; pero ahora en medio del bar, en silencio, y ese grito de dime lo que viste o te mato, con la botella, el pobre, en la mano. Vamos, le dije, intentando algo.

Así que esa noche le empecé a dar vueltas a la esquina. Con un taconeo una de ellas me llamaba y no fui sino a decirle buenas noches, señora, cómo está la familia, y se rió, y me dijo que otra vez, gracias. Dando y dando entonces me le acerqué a misiá Herminia y le dije, a solas, déjeme ver eso, qué es lo que tiene en esas llaves. Me dijo sólo a usted se las doy aunque no debía hacerlo, pero tiene que ver. Que ver con qué, conmigo, le pregunté y se quedó callada, como cuando una empanada cierra la boca y se lanza a su piscina de aceite hirviendo. Con las manos grasosas me pasó una llave grande y otra pequeña. Usted encuentra la manera, me dijo, y ahora váyase, fue rápido. De vuelta a la esquina pasé a sentarme en el andén, me levanté a buscar otra cerveza, atravesé dos palabras de joda con la vieja Eloísa, las llaves en el bolsillo no soltaban mis manos, y sólo esperaba la imposible quietud para obrar, operar, abrir, incidir.
Llegó el momento tan en silencio que casi no me di cuenta. Y abrí la puerta. No me dejan ver, sin embargo, los destellos de la botella partida, en sus manos, y ese grito tienes que decírmelo todo, y cuando se iba abalanzando, como un niño que corre por la arena y tropieza, lo congelé al brillo también de mi revólver y le dije no seas bruto, carajo, que te abro la tapa, y los dientes le castañetearon. Ramiro no era hombre de armas tomar, es cierto, pero la mano se le cayó y en voz baja dijo tienes que contármelo todo, no se puede quedar así, arrugándose todo el pobre Ramiro en un rincón mientras mi revólver lo seguía, yo sabía del juego de los gatos, tigre no me iba a dejar devorar tranquilo, pero se sentó en la orilla de una banca, y Eloísa dijo no se vayan a pelear muchachos, y no guardé el revólver, lo dejé ahuyentando sombras por la mesa, y se lo dije, se lo dije a la cara que se tapaba con las manos, y la botella que no me dejaba ver rodó por entre las patas de madera desnuda, y se lo dije como ladrando, como soñando abrí la puerta, la llave grande primero, la pequeña después, y un chirrido, eso fue todo.

¿Quién iba a pensar que habitar la oscuridad era darle luz a una nueva sombra? No vi nada, todo el tiempo fue negro sobre negro. Tanto que desatendí mis ojos y los dejé como en la percha del ropero. ¿Puedo decir eso? Pero las cuencas estaban vacías cuando empecé a sentir con mis manos los cuerpos: primero un rumor blando entre las yemas, luego algo de materia por las palmas, más allá los dedos aprisionaban lo que era presencia de la carne, y de ello hacían substancia, cuerpo. Pasó lo mismo con las paredes, con los asientos, con el corredor interminable que iba a la pila del patio trasero, el agua vino por los pies, un sabor de frutos ácidos casi me explota en las narices, un algodón de pura rama fue caricia por los brazos: pero ella era dulce como siempre y allí estaba esperando, en el centro de esa sala donde ya no la podía ver, sólo presentir, desnuda contra las patas de esa cama de hierro tan pesada, tan pesada que sólo era pensarlo para caer exhausto. Allí estaba. Eso lo supe al entrar, al volver esa noche gracias a las llaves de doña Herminia.            Tropecé contra un bulto y no pude reprimir mi grito que se perdió en el silencio: había reconocido al hombre aquel del vestido blanco que era mi padre y ahora noche. Corrió por una de las habitaciones que reconocí por su eco, y me fui tropezando contra todos los objetos de mi infancia que me iban diciendo, al resplandor de sus volúmenes, una historia hecha de más luces que ésta pero no menos oscura que el rosario de habitaciones por donde lo perseguía, y su risa.

Vamos a decir más bien que cuando lo atrapé en la cocina ya no era sino ese polvo que se prende a las telarañas. Pero escapó su risa por el patio, el oro de los dientes que no vi por las alcantarillas. No sé si estuve allí o me quedé flotando por los corredores, pero cuando volví a preguntarme si ella estaba o no, la recordé unida al desnudo de esa cama y la amé como nunca, paso a paso, paso a paso. Desandé mi camino hasta donde era posible sin tropezar con las matas, con la mesita del centro de la sala, el cenicero de pie tambaleó al compás de mi ceguera pero no cayó al silencio convertido, y ya alcanzaba el cuarto donde estaba la cama cuando el otro grito, el de mi madre volando como un pájaro de noche, me hizo tirarme contra las paredes, tropezar con los muebles, correr por la alfombra y desgarrar la cortina, y ya nunca llegué, amándola como nunca, pero sin alcanzar a liberarla allá del mundo de mis sombras, y el aleteo de mi madre me impedía recuperar los ojos, batir las manos, y huí, huí por el anteportón, por el corredor, por los pasillos, y vine a tierra en medio de la calle como un alarido. Eso es todo. Pero si quieres las llaves dile a misiá Herminia que ahí te mando, que sos mi hermano, el muy verraco, y que te vas a quedar una nochecita como ésta allá adentro, que te las dé.

Pero Ramiro no era tan cobarde como yo suponía y lo hizo. Le pidió las llaves a doña Herminia y se metió en la casa. Nunca volvió a salir. El también la amaba. Yo ahora, es de todas maneras un recuerdo, espero en esta esquina mientras ellas taconean, y todo sigue flotando en mis instantes, como hoy, como siempre.