Nadia Escalante (Mérida, México, 1982)

nadia-escalantePablo Molinet presenta a esta joven poeta yucateca persuadido de su escritura hecha con oficio, instinto y malicia.

 

 

Nadia Escalante

 

Poetas a tiro
Nadia Escalante-Andrade

Pablo Molinet
Más allá de los primores de la ejecución o de las acrobacias de la moda, más allá del punch o la inventiva, un indicio confiable de poesía en un texto actual es una indefinible –inconfundible, infalsificable– impresión de tanteo. No quiero decir vacilación, tampoco torpeza y menos aún criptografía, sino la sospecha de que –adivine o no el núcleo de su texto– el autor se desplaza con ojos vendados.

Esa sospecha se encuentra lo mismo en textos de Gonzalo Rojas que de Alejandra Pizarnik, de Francisco Hernández que de Óscar Hahn. Me gusta pensar que voces tan distantes entre sí caben bajo un par de líneas célebres de Hahn: “En el jardín había unas magnolias curiosísimas, oye, / unas rosas re-raras, oh.”

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Nadia Escalante
No es que Nadia Escalante-Andrade (Mérida, 1982), sea lectora ferviente del Tratado de sortilegios (1992); para esta nota, más útil que la detección de influencias es señalar el comienzo de un andar propio en un territorio vigente y significativo. Para su aún breve y cuasi inédita carrera, las buscas de Escalante-Andrade son complejas, heterogéneas, signadas por una avidez tan espiritual como corpórea, tan de los sentidos como de las ideas, tan fascinada por la abstracción como seducida por lo concreto.
Una vertiente celebrada de su trabajo privilegia el pensamiento y la eufonía; atildada de ropas y maneras, sigue una de las tradiciones más veneradas del siglo pasado; hacer preguntas de altos vuelos mediante una versificación pulcra y temperada. Algunos textos de Escalante, que pertenecen a un ciclo protagonizado por un Ulises que boga por los misterios de la identidad y los límites del lenguaje, no admiten un pero formal ni de concepción (quizá alguien podría demandar endecasílabos obbligati, poco más): 

Diana es Nadie cuando se yergue en árbol frente a ti,
sus flechas son hojas anudadas a la rama más enhiesta.
No amarás a los árboles pues suyo es el eco de la tierra.

Diana es el arrojo de las naves y el naufragio en medio de los peces.
Diana te ofreció las cosas de este mundo
y te dio el reflejo y la ausencia de las cosas.
Diana te llamó y te trajo con palabras.
Su pureza es infértil como la tierra salada.
No amarás al mar pues suyo es el eco del aire.

Si textos así son infalibles es porque corresponden a una fórmula, palabra ésta cuya carga despectiva sólo puede atribuirse a un modo formulaic de leer poesía. Si la primera definición de la Academia, “Medio práctico propuesto para resolver un asunto controvertido o ejecutar algo difícil”, ya pone un signo de interrogación sobre la segunda, “Medio fijo de redactar algo”, la quinta debería zanjar el asunto: “Ecuación o regla que relaciona objetos matemáticos o cantidades.”
Así pues, digo “fórmula” de modo descriptivo, pues no hablo de textos convencionales, predecibles o fáciles. El problema, pues lo hay, es de otra índole: textos así restringen el campo de acción del autor a la ejecución virtuosa de ciertos atributos –musicalidad, pulcritud, elegancia–, que constituyen el ya claustrofóbico buen gusto mexicano. El riesgo estriba en no percatarse de lo equívocas que suenan juntas las palabras “infalible” y “poesía”; de que no se corresponden y –es más– se repelen.
Escalante comenzó a notarlo hace tiempo. Ya textos de su indagación griega –ciclo con ambición de libro–, indagaban en otras aguas, como el lector notará en la presente selección, de la que destaco “Calipso”. Pesquisas más recientes son también más arriesgadas:

Conducir  hacia tu encuentro es restregarse el insomnio en el estómago,
jugar a los dados sobre la noche
y sentirlos caer de súbito sobre los ojos abiertos.
Los automóviles pasan
como nubes presagiando la tormenta.

La distancia es provisional.
A 100 km/h
el tiempo se rezaga,
se hincha,
en las señales del camino.
Me instalo en la línea divisoria:
estoy sobre del tiempo
y bajo la distancia.

Entro a tu ciudad
como quien se acerca al mostrador de una tienda
que estaba a punto de cerrarse.
  
Esperanzado y ominoso a la vez, dirigido a un tú incógnito, cargado de angustia física, este texto reproduce un nudo interior tan enigmático para la autora como para el lector.
La duda absoluta es antinatural; luego, insostenible; luego entonces, artificiosa. No es extraño que en lugar de persistir en textos como ese, Escalante se haya internado en otros igualmente arriesgados; unos por su deliberado prosaísmo, otros por su proximidad a la música pop y su temática amorosa.
Hace un par de años, Escalante asumía un desdén mallarmeano por lo narrativo –lo prosaico– como profanación humana del orden angélico de la poesía; desdén que ha depuesto a favor de un abrazo a los ordinarios objetos de este mundo, como esa “Cómoda” cuya lectura atenta sugiero.
Sugiero también escuchar con atención estos textos, percatarse de sus valores auditivos, atender sus pausas. Escalante ha ido asumiendo una postura que puede ser muy provechosa a futuro: la negación de lo visual como core value. Le parece que nuestra sensibilidad y nuestro entendimiento están presos en un vendaval de imágenes y que la poesía apenas y se percata no solo lo sonoro, sino lo táctil, por ejemplo, o de lo que sabe o de lo que huele; ese cambio de atención hacia lo sensorial en sentido amplio puede leerse, en segundo plano, en dos textos aquí reproducidos: “Lluvia oscura de verano” y “No teníamos agua en la casa”.   
Los nuevos tanteos de Escalante-Andrade han sido escuchados con un escepticismo que es –afirmo– el más genuino elogio que esta poeta merece. El arte puede ser o dejar de ser muchas cosas –objeto de culto, instancia de iluminación, basura, ornamento–, salvo una, libertad. La vara más justa para medir a un artista de estos días es qué valor le confiere a su libertad, cuánto está dispuesto a hacer por ella –por ejemplo,  prescindir del aplauso–.
No creo que estas indagaciones hagan de Escalante una mejor poeta a priori; creo, sí, que la hacen más libre. Textos como “Llamaste”, “Llamado” e “Invocación” llevan a una tensa, enrarecida atmósfera de “pureza infértil como la tierra salada” que me suena a Wim Mertens; por el contrario, “Lluvia oscura”, “No teníamos agua” o “La cómoda” conducen a un trópico de las emociones donde se experimenta “la lenta generosidad del agua”. Antípodas, pues, de la sensibilidad y del discernimiento; por tanto de la ejecución y de la forma. Es en ese tránsito donde leo una libertad cuya cuantía crece en los activos de Escalante, sin que otros, previos –pulcritud, sonoridad–, se deprecien.
Hay textos poéticos que llegan de primera intención a su lector. Sus lecturas posteriores son asunto de placer, no de necesidad; los que he asociado al trópico corresponden a la descripción. Hay textos que, por el contrario, poseen una cerradura que sólo cede a la persistencia, los textos Mertens encajan en esa otra categoría.
Anoto, por último, que incluso en sus momentos de mayor intensidad esta poesía es dueña de una suerte de armonía constitutiva, de serenidad orgánica. Su elegancia es sólo indicio, pues, de una virtud cardinal; templanza.
Lectores en busca de sacudidas harán bien en encaminar a Six Flags sus pasos. Lectores, que, por el contrario, sepan dejarse conducir con mesura y gentileza, sabrán conferir su exacto valor a estos poemas.

 

Nadia Escalante Andrade nació en Mérida, Yucatán en 1982. Ha sido becaria del programa “Creadores” del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Yucatán(febrero-noviembre 2007) y becaria de Poesía en la Fundación para las Letras Mexicanas (2008-2009 y 2009-2010). Su trabajo poético ha sido publicado en diversas revistas y antologías nacionales.

No teníamos agua en la casa, y afuera llovía.
Sacamos las cubetas y las ollas
para llenarlas con la lluvia.

Sentados en la acera, esperábamos.
Parecía que el agua inundaba la calle, pero no los recipientes.
El aire, en cambio, entraba más fuerte en los pulmones,
y era más aire que el aire de la casa,
era como agua que no decidía
a llenarnos por dentro,
y se derramaba por los brazos, humedecía la ropa
y resbalaba hacia los pies como una sombra.

Era lenta la generosidad del agua.
Veíamos el fondo de las ollas,
el acero que parecía poco a poco
llenarse de sí mismo.
El agua se volvía sólida y el duro material que la abrazaba
parecía ondularse al irse colmando.
Respirábamos el aire con pereza
mientras sonreíamos, absortos, a los sonidos
que caían fuera de nuestro silencio.
El agua acumulada era libre,
una sola sustancia adentro del metal.
Rebosaba y tuvimos la satisfacción de ver a un cuerpo
salirse de sus límites sin dejar de estar lleno al desbordarse.
También nosotros fuimos recipientes,
llenos del sonido del agua, respirando
el aire de la lluvia que no había en nuestra casa.

Nos miramos rebosar y sonreímos; éramos libres,
una sola sustancia cada uno,
dos cuerpos de superficie generosa,
y en el fondo de nosotros, el agua propia
que ondulaba el material del recipiente.

 

Lluvia oscura de verano

¿Recuerdas el sonido de las tejas que la lluvia pisoteaba?
Estábamos juntos. Comíamos sandía sin escucharnos masticar,
el agua de la fruta manchaba de rojo nuestras manos.
Te dije que saliéramos al patio
a enjuagar de nuestras uñas los restos de sandía.
Vibraba la rudeza de la lluvia por las cornisas y las plantas,
ningún sonido ajeno quebrantaba su estrépito.

Cualquier nube se enredaba en tus ojos negros,
y ese patio en que la lluvia descubría el calor de la tierra
se fue oscureciendo como tu rostro.
Te lavaste las manos como un matarife después de su hazaña,
sin decir nada;
sólo el agua repetía tu vaivén
y el rojo desteñido desaparecía lentamente sobre el piso.

Me limpiaste el rostro con las manos húmedas,
yo masticaba todavía una semilla negra.
Sentí el fresco de tus uñas entre el cerco de mis dientes.
Quitaste la semilla de mi lengua
con la cautelosa violencia con que se desgrana la fruta.
El roce de tus manos guiaba mis mejillas, y tus labios, mi aliento,
llevabas mi tiempo en la boca
como se pierde el agua dentro del agua.

 

La cómoda

La compraron juntos:
una cómoda blanca.
Quedaría muy bien en nuestro cuarto,
quedó muy bien junto a la puerta;
la llenaron poco a poco,
alegres y automáticos,
de objetos, instantes
y promesas en desorden.

Abrían y cerraban sus cajones
—inauguración, decían,
y clausura de un espacio sólo suyo—
con un ritmo más resuelto cada día;
a veces no podían cerrarla del todo
porque algo lo evitaba:
un cinturón, una avidez intempestiva;
un calcetín, una mirada a punto
bajo jeans y camisetas bien planchados;
un impulso,
una blusa roja
aplastada en la madera.
La siguieron llenando
hasta quedarse vacíos.
A veces le pedían
esas prendas tan parecidas a ellos
y dejaban a cambio
la posibilidad de ser más que la apariencia.

El tiempo la cubría
de una piel más gruesa.
Dejaron las huellas dactilares,
los nudillos y la fuerza de las manos,
y la madera más se resecaba
bajo franelas y pulidores.
Los primores de su tallado,
sus manijas firmes y amables
se volvían más fríos;
no podía abrirse como antes.
Su interior se fue impregnando
de un contagio oscuro, desmedido
en aislamiento de organismo en su miseria
consumiéndose.

Y los dos frente a ella,
vestidos del olor de la madera cada noche,
cada mañana, cada tarde,
lentamente,
el otro frente al uno
ya no fue el otro ni el uno:
dos muebles impenetrables,
oscurecieron
consumiendo
aquello que habían depositado
cada uno
en el otro.

 

Llamado

Diana Virgen gobierna el nacimiento,
nos llama,
nos nutre de sonido,
te da un nombre,
           un rostro,
                     una lanza.

 

Corta
el silencio, el espacio.
(Sus añicos se incrustan a tu cuerpo.)
Corta
el aroma de los desprendimientos.
Corta.

 

Construyes naves para el silencio,
para afilar su tibio roce y llegar a esa esfera
donde no miras más que el azul grandioso
y te lanzas donde no pueden llamarte.

 

Nadie alrededor.
     Adentro,
la voz ceniza
fue golondrina frente a ti:
Nadie te llama.

 

Nadie te persigue,
te roba las cosas de este mundo, te llama sin clemencia árbol, niño, ciego;
Nadie te es dentro de la garganta frente a tus padres,      a pesar de tus hijos;
Nadie te vuelca en el polvo, te corta en dos, en tres, en la vida y en la muerte,
en cada palabra que le pidas.

Nadie te ha dejado ciego,
Nadie se lleva tu rebaño de palabras,
Nadie te deja enmudecida la mirada, pero caliente de sangre.

 

Pablo Molinet

Un comentario

  1. Juan Ángel Torres Rechy