Relatos Costarricenses

M E N U

Adriano Corrales

Jessica Clarke

Alexander Obando

Alfonso Chase

 

 

MELLIZAS

ALFONSO CHASE

 

 

Nunca les dijeron gemelas.  No se sabe por qué, o cuándo empezaron a decirles mellizas. Donatella y Viviana se llamaban. Y una era mayor que la otra por algunos minutos. Eso las definió en carácter y hasta en la manera de ser y en sus gustos. Mientras que a una le atraía lo oscuro, a la otra la volvían loca los grises o algunas veces el blanco, como si fueran dos polos de un mismo globo terráqueo; además, en cuanto a manera de pensar, una era el Ártico y la otra el Ántartico. Pero se llevaban bien. La madre, enfermera, se fue contratada a Estados Unidos y nunca volvió. Su marido, don Jovel, que era mayor que ella, terminó de criarlas y parecía más bien su abuelo. Nunca les prestó atención y crecieron solas, velando la una por la otra e intercambiando postales desde niñas. Las dos eran como muñecas, decíamos en el barrio.

 

            Como barbies chiquitas, con vestidos de vuelitos, que les hacía una hermana de su madre, que empezó trabajando en una fábrica por Barrio Cuba y terminó poniendo un Se reciben costuras en la ventana de su casa, como a cien metros de donde vivían las hermanas. Sin embargo, por el carácter de don Jovel, no acostumbraba a quedarse mucho tiempo en el hogar. Nadie supo nunca por qué se fue la madre y menos porqué se había esfumado, pues ni cartas mandaba y parecía que se la había tragado la tierra. Alguien de Pérez Zeledón, que vivía en New Jersey, contó que se había hecho cristiana y asistente  de una antigua cantante de la farándula que, reconvertida, se dedicó a viajar por todo Estados Unidos y, que cuando  murió la pastorcita, la mujer se hizo cargo de la iglesia. Pero sobre esto no hay ninguna información segura.

 

            Las mellizas eran, desde chiquitas, muy coquetonas. A los doce años ya parecía que tenían como quince. Estudiantes de colegio, muy aplicadas, andaban siempre juntas. Nadie sabe cuándo se fijó doña Judith en ellas, pero parece que las invitó a su casa a tomar café o a conversar. Y así empezó la cosa. Eso dijo don Jovel, cuando se destapó el asunto por la prensa, aunque era la comidilla del barrio desde hacía como tres años, sobre todo por las risotadas de los taxistas piratas, que no daban abasto trayéndolas y llevándolas, de un lado para el otro, siempre las dos juntas, como que eran mellizas. Todo esto cuando apenas tenían catorce años y seguían aplicadas y estudiosas en el colegio, indiferentes a cualquier comentario, y sin hablar con casi nadie en la alameda en donde vivían.

 

            De barbies chiquitas pasaron a convertirse en muñecas juveniles y ya desde los once se maquillaban, nunca para ir al colegio, sino cuando llegaban a su casa o algunos hasta las vieron hacerlo en la pulpería de una amiga de doña Judith que, ahora lo sabemos, servía de punto de reunión para muchas otras chicas del barrio, casi de la misma edad que ellas, cuando todo se alborotó en la prensa: la escrita y la de la tele, como comentaban las vecinas y me comentaron a mí después, con pelos y señales. No. No tenían novio fijo. Solo la amistad de algunos carajillos, que merodeaban cerca de las dos, pero que nunca agarraron nada, simplemente porque no tenían nada que ofrecerles, o ellas se hacían las rogadas y solo los usaban de lámpara, no fueran a decir los vecinos que eran lesbis, o que, de estar juntas, no podían vivir la una sin la otra, o esas cochinadas que se comentan en el barrio, ahora que todo ha pasado y ellas solo son parte del recuerdo o de las habladurías, que no duraron más de un mes, cuando mucho.

 

            La casilla, la casita más bien, empezó a transformarse. De estarse casi cayendo se fue convirtiendo en una hermosa chozona, con muro, ventanas transformadas, alambre navaja, pintada de color teja, con el jardín convertido en un muestrario de plantas y flores, orgullo de don Jovel y con la indiferencia de las mellizas. A mí me saludaban siempre. Eran atentas y selectivas, pero más bien indiferentes con todo lo que las rodeaba, como ocurre con las chicas a los quince años, que tienen la mirada fija en ellas mismas; en la cara, los senos… no eran pechugonas y detestaban a las modelos con implantes, porque no les gustaba lo artificial, sino lo natural y producto de los ejercicios del gimnasio, al que estaban inscritas, las dos, dese los trece años. De las piernas ni hablar: casi perfectas. Uno lo podía comprobar solo con verlas con la enagua de colegio, que les quedaba talladita, sin ser por eso exagerada, y con las medias a media rodilla. No. No usaban pantalones.  Nadie las recuerda con las piernas tapadas, sino que casi desde los diez años comenzaron a usar minis, que se les veían muy bien y tenían locos a los viejos del barrio, que salían a pasear al perro con tal verlas de pierna cruzada, en alguna banca del parquecito, sabiendo las dos, Donatella y Viviana, que estaban como querían, es decir: para comérselas.

 

            Si usted no las conoció de cerca, podría pensar que eran mudas. Saludaban con la ceja, las dos juntas, y a veces me cerraban el ojo, pícaramente, con una cierta complicidad que parecía decir: sí, sabemos lo que estás pensando, pero nosotros también sabemos lo tuyo, viejo cochino, pero sin nada que nos sobresaltara y más bien con un cierto dejo de risa nerviosa, común entre las personas del barrio, donde todos sabemos lo del vecino, pero ¡ay! del que se atreva a decir, en voz alta, los secretos que se pasean por las alamedas, a no ser en uno de esos pleitos que tienen consecuencias para toda la vida y en donde usted no le vuelve a hablar a su vecina por cuarenta años, y es capaz de envenenarle el gato al menor descuido y reírse, detrás  de las cortinas, ante el llanto y las maldiciones de la anciana al recoger al animalillo, tieso como un palo.

 

            Lo último que vieron entrar a la casota fue un televisor de plasma, pues antes ya estaban suscritas a la televisión por cable, del cual se guindaron algunos vecinos a los cinco días de haberlo puesto la compañía. Para ese tiempo, ya usaban zapatos de plataforma, altísimos, relojes rosados, que se intercambiaban, vestidos de marca, ellas que antes usaban ropa hecha en casa o compradas entienda americana, en la sección boutique. Don Jovel se dejó decir que la ausente mandaba algunos dolarcillos al mes. Pero el cartero nos contó, luego, que nunca, en cinco años, había dejad una sola carta en esa casa, ni siquiera para Navidad.

 

            Un muchacho, resentido con las dos, empezó a regar el rumor de que seguro eran masajistas, o bailarinas de barra, pero, cosa rara, seguían yendo al colegio con uniforme y sin pizca de maquillaje, medias hasta las rodillas y todo lo que usaban las hacía a verse impecables, como si fueran alumnas de un internado religioso, aunque nunca se las vio en misa, ni en un templo, ni siquiera cuando los Hare Krisna abrieron lectura de “libros santos”, como dicen ellos, en una cochera alquilada.

 

            Eran absolutamente indiferentes a todo lo que no fuera ellas mismas: su casa, la tele por cable, una enredadera que sembraron juntas y cuidaban por separado, haciendo de don Jovel un hombre invisible, sentado en el sillón que le compraron, viendo la tele de las ocho de la mañana en adelante, experto en todas las noticias del mundo, porque las nacionales, decía, eran puros rateros robando cámara, con un chuica tapándoles la cara.

 

            Las labores de doña Judith, de tan conocidas y variadas, no tenían una explicación convincente para quienes veían el trasiego de autos, taxis, porteadores, vanetes  piratas, escarabajos o hasta motocicletas, de esas de servicio de recibo y entrega de mensajes. Todo el barrio  imaginaba múltiples asuntos que se ventilaban puerta adentro. La citada señora con teléfono celular, dos, tres inalámbricos y hasta uno antiguo, como de colección, que siempre estaba sonando, como afirmaban sus vecinas más cercanas, dos simpáticas beatas, hermanas, que aseguraban que se les aparecía la Virgen los fines de mes, para darles mensajes que ellas reproducían en fotocopias, con la propia letra de la Santísima, y a quienes doña Judith favorecía con dádivas, según decía el dueño del bar de la esquina.

 

            La verdad es que nadie vio nunca a las mellizas acercarse a la casa de la doña. Pero aparecieron con teléfonos celulares, de última tecnología, y parecía que se pasaban hablando las veinticuatro horas del día, aunque, justo es decirlo, no más entraban al colegio los apagaban y guardaban en sus mochilas de marca, para seguir la conversa a la salida de las clases.

 

            Últimamente las mellizas parecían idénticas. Tanto en uniforma como en vestido de calle. Como si hicieran grandes esfuerzos para parecer igualitas, aunque una tenía un pequeño lunar cerca del labio superior y la otra en la mano izquierda. Pero nadie exhibe su identidad en lunares, y fue así como nosotros perdimos la cuenta de cuál era Donatella y cuál Viviana, que llegaron a parecer una misma persona, diferentes,  eso sí, en algunos detalles, como si en lugar de ir entrando en años, se fueran haciendo más niñas, por arte y magia del maquillaje, parecidas a esas chiquitas que sus mamás, de necias, insisten en vestir como reinas de belleza cuando todavía usan babero y que a veces hasta se las roban los sátiros y las dejan tiradas en los cafetales.

 

            Antes de Semana Santa empezaron a llegar al barrio unos muchachones, encorbatados, preguntando cosas raras sobre doña Judith y su casa. Al principio todos nos hicimos los tontos, pero poco a poco las vecinas aflojaron el pico y, a pesar de que la señora vivía ya en una fortaleza, que por los gastos en agua hasta parecía que tenía una piscina adentro, poco a poco se fueron uniendo los chismes, de todos conocidos o inventados, para decir lo que se dijo. Empezaron a merodear carros sin placas, algunos hasta polarizados, esperando como que algo sucediera. Pero no pasaba nada. Solo el montón de autos, yendo y viniendo, vacíos algunos, otros con mujeres adentro, chiquillas la mayoría, que no se bajaban, sino que solo lo hacía el chofer. Este tocaba el timbre, doña Judith salía,  hablaba unas pocas palabras y les daba un papelito, que nadie supo nunca qué decía, y se iban veloces a algún lugar desconocido.

 

            Luego se destapó el tamal. Que a las mellizas las encontraron en un condominio, por Escazú, gritando como locas: ¡se murió, se murió, se quedó como muerto!, por todos los pasillos del edificio, hasta que la seguridad las descubrió vestidas como niñas de escuela, sin zapatos, mientras el viejo permanecía en la cama, desnudo, con los ojos viendo para el cielo raso… Y cuando llegó la investigación judicial, ellas contaron todo. Muertas de miedo, temblando Donatella, descompuesta Viviana. Y luego aparecieron los forenses, ellas ya en la planta baja, curioseadas por los guardas de seguridad, que sonreían picarones y se hacían los tontos, porque ya conocían los gustos y las pachangas del viejillo. Y en lugar tan caro y elegante no pasaba nada; todo era de puertas para adentro. Y como el gringo les daba su propinita, ellos preferían hacerse los ciegos, para dejar librado a la imaginación todo lo que allí realmente sucedía.

 

            Minutos después de lo de Escazú, los muchachones que merodeaban la casa de doña Judith, orden de juez en mano, botaron el portón y la puerta de entrada, y le cayeron a la doña, encontraron otras dos chiquillas, en proceso de maquillaje, en la sala, Y decomisaron todo. Desde los teléfonos celulares hasta las libretas, que en número de seis, tenía la mujer guardada en un clóset con doble llave. Se la llevaron, junto con una prima que estaba por esos días haciéndole  visita. Doña Judith, muy elegante, la frente en alto,  sin permitir que le tocaran siquiera un codo, vestido sastre, tacones altísimos, con un carterón nuevo,  saludaba a las dos vecinas beatas, al despiste, y como diciéndoles:  rueguen por mí  ahora, cabronas, que se quedaron sin ayuda y sin fotocopias de los mensajes de la Santísima.

 

¿Y las mellizas? Estuvieron detenidas solo unas horas. Todavía vestidas de barbies infantiles, regresaron en patrulla al barrio. Don Jovel, que siempre se hizo el tonto, siguió haciéndolo, como sí allí no hubiera pasado nada. En el barrio, luego de ver las noticias en la tele de la noche, cerraron bien las puertas y en más de una casa se oyeron gritos y hasta pescozones, de madres y padres golpeando a las hijas. Pero luego todo volvió a su nivel normal. Las mellizas se pasaron a estudiar a un Instituto, más mudas y hasta altaneras, según dijeron unos vecinos.

 

Luego, para Navidad, parece que comenzaron a ir a una iglesia evangélica, y se hicieron cristianas renovadas, para furia de las dos beatas, que les dejaban los mensajes de la Santísima, en la noche, dobladitos en un resquicio del portón. Finalmente, no se supo más de ellas. Antes de la Semana Santa, al año de todo lo ocurrido, parece que la Iglesia las mandó a Estados Unidos, para que trabajaran como niñeras, en Patterson o en Kansas (no quedó claro), de acuerdo con un programa de visas que tienen las iglesias de aquí y allá. Otros dicen que, no más al llegar, se dedicaron a buscar a la mamá hasta que la encontraron en Ohio, cosa que no le hizo mucha gracia a la señora, que ya había hecho otra familia. Algunos, más exactos, si así puede decirse, se las encontraron en Nueva York en el Deep Club o en El Tropicana, como bailarinas, al lado de Don Omar o Daddy Yankee, especialistas en el perreo, amigas de la DJ La Callejera, o de Lenin Vladimir, del que se dice son sus novias, según contó otra chiquilla a la que deportaron hace unos días.

 

            Don Jovel sobrevive a todo. Nunca se dio cuenta de nada. Aunque dice el cajero del banco que maneja una cuenta millonaria que le dejaron las mellizas, para que no se muriera de hambre.

 

            Saca a pasear un perro todas las tardes. Riega el jardín, que ahora es un charral. Poda la pasionaria, que ya es una enredadera que cubre todas las ventanas, y sigue viendo televisión de ocho a ocho.

            ¡Ah! Y ahora sí recibe cartas. “De vez en cuando”, dice el cartero.

 

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ALFONSO CHASE
Cursó sus estudios secundarios en el Liceo del Sur y los superiores en la Universidad de Costa Rica, así como cursos sobre literatura y ciencias sociales en México y los Estados Unidos.
Su obra poética y narrativa ha sido distinguida con varios premios: 1 Premio Centroamericano de Poesía, Guatemala 1966 y 1968; II Premio Centro-americano de Novela, Guatemala 1967; 1 Premio Centroamericano de Cuento, Guatemala 1975; así como el Premio Latinoamericano de Poesía otorgado por la Organización Continental Latinoamericana de Estudiantes (OCLAE) con sede en La Habana, 1969.

 

Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía, 1967; el de novela en 1968; y el de cuento en 1975, así como el Premio Carmen Lyra, de Literatura Infantil y Juvenil en 1978.