Los Universos poéticos de Daniela Camacho

daniela-camachoLa poesía de Daniela Camacho cautiva desde la primera lectura. Consigue envolver al lector en un mundo imaginario tan poderoso como universal. Debajo de cada verso, está escondida una anécdota poética luminosa, capaz de provocar sabores, olores y hasta texturas en cada sentimiento esculpido virtuosamente por la poeta.

 

El trabajo de esta novel poeta sinaloense, va en ascenso por su versatilidad y madurez poética, plasmada en cada uno de sus versos. A través de su peculiar sensibilidad literaria, construye seductoras imágenes con el fin de mostrar la intensidad de la vida y la importancia de las emociones humanas concentradas en un instante. El resultado de su obra, se traduce en un auténtico placer por disfrutar una poesía sincera y actual con altas dosis de creatividad.

 

Daniela Camacho (Culiacán, Sinaloa, México, 1980) se graduó de ingeniería industrial y de sistemas por el itesm y de lengua y literaturas hispánicas por la unam. Publicó los poemarios En la punta de la lengua (Tintanueva, 2007) y Plegarias para insomnes (Editorial Praxis, 2008); y el libro de palíndromos Aire sería (Editorial Praxis, 2008). Forma parte de la antología bilingüe, español-portugués, Tránsito de fuego (Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, 2009), La mujer rota (Literalia editores, 2008) y Los siete pecados capitales. La lujuria (Alforja, 2008). Es fundadora y miembro del consejo editorial y de redacción de la revista El Puro Cuento. Sus poemas y ensayos han sido publicados en revistas y periódicos de México, Argentina, República Dominicana, Venezuela, Colombia y Perú; países a los que ha sido invitada a diferentes actividades literarias. En la actualidad, radica en Tokio, Japón.

 

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(Poemas del libro Plegarias para insomnes, Editorial Praxis, 2008.)

II

Morir. Morir insomne y desierta. Cuan­do todo huela a caléndulas y a mar. Amar. Cuando el mundo se convierta en el último murmullo de Dios, cuando no haya más si­lencio que el batir de alas de un pájaro ciego. Llover. Lluviar toda la fe que se me pudre en las heridas, hablar en monosílabos, morder la pulpa del dolor. Morir. Morir atenta, con el estómago vacío y los ojos muy abiertos. Mirar. Mirarlo todo, el cuerpo violentado de la niña, la sangre coagulada de los perros, el genocidio de poetas. Entender. Saber que en estas horas todo es mentira, el olvido, la guerra, la resu­rrección y el tiempo. Dormir. Dormir es im­posible. Por eso digo que es mejor morir.

 

 

 

XII

 Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla.

Alejandra Pizarnik

Sentada está la niña en el recuerdo de la in­somne. Sentada y sola, mudísima: sin boca, sin palabras, con la cicatriz de los silentes en la cerviz. Violenta la memoria de mujer. No pue­de nombrarse desde dentro, no sabe morirse ni olvidar. Dientes fragmentados, lunas en el vientre, y esa voz de agua que no sangra, que murmura los suicidios de los pájaros, que re­vienta el luto de las alas en los dedos. ¡Tempes­tuosa náusea la del viaje hacia el ayer! ¡Oscuros los naufragios en el alma de la niña! Ya sus ojos van lumbrando las espinas, va tejiendo con la vulva hilos de pus y vacuidad, va buscando los espejos y la muerte. Pero está sentada, sentada y sola, mudísima: criatura seducida por el llan­to de la noche.

 

 

XVI

Dicen que el suicida es un cobarde. No. El suicida es el orfebre de la noche, un insom­ne antiguo, delirante, el más bello antropófa­go del mundo. Sí, sólo aquel que repta con el alma hinchada de hipotermia sabe que se eva­poraron las promesas, que en sus fauces ya no hay nada, ni siquiera un resto de saliva para decir adiós. Aquí, sólo arcángeles famélicos atestiguan el silencio, llevan una cuerda atada al cuello, y sus ojos son dos úlceras que san­gran. Todos están solos, desiertos, pestilentes: los hombres, los ángeles, los niños y hasta los muertos. Todos locos y alienados por el frío, por el hambre, por la más letal desgana de existir.

 

 

 

 

En el laudario

 

Llora el laúd. Se cansó de musitar y musicar sus todas partristuras. Melógrafa mujer, escu­cha. Hay un crujir de huesos y de cuerdas en el alma, es el sistolar y diastolar de noches solas y desnudas. Y si finges la sordera de los otros, cierra bien tus ojos, niña dios, tal vez sientas la humedad entre los muslos, el temblor de un cuerpo carcomido por xilófagos insectos, el olor de sangre antigua que suplica por tus manos tañedoras. Pero mejor escucha, escucha sus laudías y sálvalo.

 

 

Desde otro cielo

Es levísimo murmullo el grito. En el cuenco de mi boca, un beso lírico se arrastra y me hu­medece el canto. ¿Cómo hablarte desde aquí si mutilaron cada miembro de mi voz? ¿Cómo recordarte que en las manos llevo un mapa y una brújula para ver si me extravío de esta mi locura de sin ti? ¿Cómo, si tu cuerpo está tan lejos de mi abismo, allí donde lo veo y no lo toco? ¿Cómo, si en tu cielo hay niños pecado­res y pájaros sin lluvia y en el mío mariposas que olvidaron que volaban, migas de libélu­las y nubes lloradoras? Tal vez si me lleno la mirada de silencios, si me arranco las antiguas cicatrices y ornamento tu tristeza con el hilo de mis venas, tal vez si me anudo los retazos de la lengua al arco de esa viola que olvidaste, sólo así sepultaré todos los barcos. Sólo así renace­rán las jacarandas.

 

 

 

 

Luz de azul ensueño

 

 I
Un bramar de clavicordios ensordece el valle de los muertos. Yo lo escucho con mi sed de noche en un vaso sin estrellas.

 

 II
Estoy azuleciendo de sin palabras. El silencio es algo muy hermoso y muy terrible.

 

 III
La niña que olvidó sus ojos marrones junto a la noche soy yo. La ciegamente sola, amadora del silencio, de la luz.

 

 IV
Atardecí como la ahogada en un río de pája­ros. La noche me resucitó las alas, pero alguien dijo que las muertas no saben volar.

 

 V
Una horda de azafranes y su lluvia de semi­llas herrumbraron mi lenguar. Ahora espero, con los ojos muy abiertos, que un caballito del diablo venga y me lama la nuca.

 

 VI
La más sanguínea hembra tiene hoy venas vacías. Y es otramente ella, tan cantando como siempre en su apátrida lengua.

(Poema del libro En la punta de la lengua, Tintanueva, 2007.)

 

 

Nada
te digo que vivir
es una mala noticia
nos abandonan en el mundo
con el cuerpo impregnado de otras soledades
y no tenemos nada

una casa enorme y vacía
nada
niños de ojos nublados
manos que envejecen
sin escribir una sola palabra
nada

despertamos sin saber qué día moriremos
ni de qué manera
caminamos con las piernas rotas
porque no sabemos nada
y  te lo digo
no tenemos nada
sólo hambre
y fe
y miedo

 

 

(Poemas inéditos)

 

Conversaciones con Remedios Varo
[III, La tejedora roja, 1956]
Eres la creadora de los muros de piedra, de la rueda, tejedora febril del corazón del gato y mujeres pájaro. Sólo tú conoces la perfecta geometría de tus manos. Amurallada por la negritud de tu silencio, hilas, tejes, reconstruyes a la otra en la urdidera de la noche. Ella nacerá de ti, morirá de ti, saldrá por la ventana derribando cada puerta de tu cuerpo, hecha de ti, de los hilos de tu vientre y de tu valva, rojísima en lo más negro de ti. Y una música hilvanada por tus dedos será aire, agua, luz que reverbere en las inanimadas sombras del delirio, sangre que apacigüe tus tormentos, nube, mácula innombrable en el telar del universo.

 

LA VOZ EN RUINAS
I
Juntos mordíamos la carne de las uvas. La canicular mañana nos mostraba los espejos y el dolor multiplicaba los escombros. Debajo del amurallado corazón crecían larvas y palomas. Con el cuerpo lívido de tanto opio atravesábamos la puerta del amor y poco a poco nuestras manos se incendiaban como hulla. Nadie nunca supo descifrar la líquida caligrafía de nuestras sienes. Solos y desnudos abrazábamos la muerte. Yo, bañada por el fuego de tus aguas, con la carne amoratada y fresca, asistía al nacimiento de pequeñas flores en mi boca, flores que serían escama, cicatriz, libélula. Tú, herido por el láudano y la sal, hablabas de cruzar el puente, de sanar al fin todas sus grietas.

 

IV
La noche te pronuncia con un gesto de nieve sobre árboles enfermos. Hembras animales hacen del silencio un río, un gemido oscuro que inaugura la pavana de los muertos. Debajo de los párpados construyo un puente hacia el sudario de tu rostro y dejo entre tus labios un pétalo de carne, un rastro de niebla. No vuelvas la mirada ahora que la lluvia me resulta indescifrable. Déjame apagar tu luz sobre los astros, ser isla al centro de tus aguas. Cuida que el silencio de las aves no delate nuestra música, que la arena de tus ojos no revele la agonía en el corazón de los amantes. Canta con tu fracturada voz de arcángel y sea la negra luna de tu lengua una espada que me hiera en los jardines del ensueño.

 

3 comentarios

  1. Samuel Trigueros