David Jurado, un cuento

 

Mi papá dejó suficiente como para que viviéramos bien. Mi hermano no dejó nada, ni deudas, ni escritos. Porque antes de morir quemó todos los poemitas que escribía, se creía poeta maldito. El seguro de vida que le pagaba mi mamá con puntualidad cubrió el traslado del cadáver. Lo sacaron de los Alpes en avión y luego lo mandaron en barco. Mi hermano nunca viajó en vida en barco. Yo tampoco lo he hecho ni lo haré por él. Además, a dónde iría. Tengo la sensación de que si salgo me volveré claustrofóbico. No sé si a mi hermano pudo haberle afectado el haberse transformado en una especie de nómada diletante, hasta es posible que no haya pasado de ser un turista más. “Estuvo arraigado a varios lugares, pero nunca dejó de partir y un nómada ya ni siquiera parte, ni si quiera llega, el espacio es el que viaja y no el nómada.” Cita de una novela policiaca, la del asesino telequinético. 

Todos los jueves mi mamá y mis tías se citan en casa de una de ellas. Recuerdo que fue en una de esas reuniones donde otras mujeres distintas a mi mamá me vieron desnudo por primera vez. Tengo pocas imágenes de lo ocurrido, quizás algunas voces o miradas. Es probable que lo hubiera olvidado a no ser por unas fotografías que mi mamá tiene sobre su tocador. En una de ellas está la hermana menor de ella. Sujeta con una correa a un perro desnutrido y feo que nunca supe cómo se llamó. A mi tía le gusta torturar animales y presenciar ejecuciones, es reportera de un noticiero amarillista. Con la mano que tiene libre me acaricia la mejilla mientras mi mamá me sujeta para la foto. Mi tía siempre me acaricia y me consiente, como si viera en mí todavía al niño de la foto. Junto a esa foto está una de mi hermano, la última que le tomaron antes de que se fuera. Él está sentado en el suelo, sentadas en un sillón y reclinadas, tres tías le tocan el cabello y le sacan muecas de la cara con las manos, una apretándole un cachete y la otra levantándole la nariz. Con una de sus manos y una mirada, mi hermano trata de atraer a mi mamá para que también participe, convenciéndola de que disfrutara ser un verdugo más en ese carnaval.     

 

Al funeral llegamos en mi carro. Mi madre estaba pálida, en sus manos tenía una copia de la autopsia. Engrapada a la autopsia se adjuntaba la factura de la misma y del envío que debía ser tramitada con el seguro para el reembolso. Quise dejar a mi madre frente a la puerta de la funeraria pero prefirió acompañarme al estacionamiento. De vez en cuando releía la autopsia o simplemente plegaba y desplegaba la factura. El portero nos guió a un lugar reservado para familiares cercanos al muerto. La única diferencia era que el espacio era un poco más amplio que los otros y que no había carros estacionados alrededor. Nos bajamos y caminamos por un sendero adoquinado por el que llegaríamos en línea recta a unas puertas de vidrio automáticas. Ella guardó los papeles en el bolso y me dijo en una voz queda y seca que no hacía mucho mi hermano le había escrito un correo electrónico en el que le pedía que aceptara su muerte como una manera de regresar a ella. No iba a regresar vivo a casa y la pesquisa había sido efectiva, sabía que lo tenían vigilado. Desde antes de irse, prosiguió mientras se abrían las puertas automáticas y el ataúd aparecía ante nosotros sobre una estructura sencilla de hierro negro, él le había dicho que la única manera de localizarlo sería contratando una agencia de investigadores que lo persiguieran como si fuera un prófugo sentenciado a muerte. Y así se hizo, ella no quería perderlo de vista, no se conoce antecedente alguno en la familia de un escape en vida como el que se atrevió a hacer él. La orden era certera, en cualquier momento los detectives podían detenerlo y en dado caso secuestrarlo. La voz de mi madre no revelaba tristeza, más bien algo de sobrecogimiento, tenía ojeras pero no lloraba.

 

Mi hermano se había sentenciado a muerte y había añadido un elemento exquisito de tortura: la persecución y, en consecuencia, la incertidumbre y la espera. Murió en Innsbruck, una pequeña ciudad austriaca ubicada en medio de los Alpes, desnudo, recostado en las piernas de Magda. Magda vivió con él los últimos seis meses antes de que se matara. En su testimonio cuenta que mi hermano ya no salía de casa, se quedaba sentado frente a la ventana, admiraba la nieve y el barro de la calle y los picos blancos de las montañas, le gustaba sentir frío, apagaba la calefacción, no tenía sexo con ella ni con ninguna otra, le exigía que se acostara con otros hombres enfrente de él. La persuadió de que firmara un papel en el que se comprometía a ponerle el sedante y el narcótico, sin por eso responsabilizarla de su muerte. Unos sujetos lo habían amenazado, relata Magda, y él prefería morir antes de que cualquier otra cosa pasara. Deseaba que lo hiciera y ella accedió.

 

De no ser por los detectives, mi hermano estaría todavía esperando y con el tiempo se habría desilusionado. Ansiaba que llegaran sus perseguidores. En las novelas policiacas el detective sabe que el ave vuela por sí sola hacia el cazador, pero cuando ya no sabe quién es el ave y quién el cazador, el detective se encuentra en una situación incierta, desconcertante. ¿Quién persigue a quién?, se pregunta. ¿Habrá dudado mi hermano en su espera? Al final, la perplejidad les tocó a los perseguidores. Mi hermano fue el ave cazadora y ellos las palomas. Cuando los detectives lo encontraron les dijo que los estaba esperando. A sus amenazas, advertencias y maltratos, él respondió con bienvenidas, los invitó a tomarse un whiskey y hasta les recomendó un hotel. Al día siguiente amaneció muerto y los detectives regresaron lo antes posible. Pero me pregunto si habrá dudado de la palabra de mi madre, si en algún momento pensó que todo era una farsa. 

 

Estábamos sentados a un costado del ataúd. Mi madre sacó de su bolso un espejo y se miró en él, empezó a tocarse la cara con los dedos y a estirarse las ojeras, como si en aquel momento hubiera presentido que su cara podría caérsele. Extrañada, mi abuela buscó también en su bolso hasta que encontró un pañuelo, se lo ofreció pero ella guardó el espejo y rechazó el ofrecimiento. Me acordé en ese momento de una copia de una pintura de Balthus que está en el corredor que lleva de la sala al cuarto de mi madre. En ella una niña se mira al espejo con un placer indiferente mientras se abandona a la sensualidad de su cuerpo. En el fondo alguien atiza el fuego, oculta el rostro y su mirada prefiere los troncos candentes y el centelleo de las llamas a la sensualidad insolente de la niña. Pero es gracias a él que toda ella alimenta el deseo del espectador. Si no fuera por el calor del fuego, la luz tenue y los segundos de aislamiento propiciados por aquél sujeto anónimo, no tendríamos más que carne frontal en la carnicería, una amenaza fría y seca a los instintos primitivos del que se detiene a mirar. Y quizás eso era lo que faltaba en ese momento, la figura de mi madre frente al espejo era la versión opuesta del cuadro de Balthus, no hacía soñar ni desear sino que dejaba en la mirada del espectador una mezcla de pavor y obsesión, una señal de violencia, destrucción y obscenidad.

 

Ya en el cementerio, alrededor de la tumba, los miembros del régimen ginecocrático presencian el descenso de un ataúd que podrían volver a ver en cinco años desenterrado. Sentía compasión por aquellas mujeres que se habían acostumbrado a asistir a los entierros y desentierros de los miembros masculinos de la familia. Pero también sentía que sus miradas se desviaban hacia mí, como si fuera una de las anomalías del sistema amazónico. Mi madre me abraza, espero que diga algo pero no lo hace. Durante su periplo y largo suicidio mi hermano logró entretenerla y motivó al monstruo que tiene adentro. Quizás mi papá también se inventó su propio viaje por la misma razón. Nada podía acercarlos más a ella. No sé si la mortandad masculina en mi familia se deba a esto, pero supongo que soy el siguiente en atizar el fuego, como en la pintura de Balthus, para que ella pueda volver a ser la adolescente voraz en sus minutos de plenitud y reconozca en el espejo un rostro joven y un cuerpo fértil. Esta noche empezaré a tramar mi doble muerte.