Jorge Enrique Adoum: El verbo latinoamericano

Como diría Neruda, “no sé si me entiende”. Algo similar pero no de modo tan agudizado, se nos presentó en la ya alejada juventud, cuando descubrimos a otro poeta grande y soslayado:
Pablo de Rokha, con su impactante poemario Gran temperatura.
¡Y qué enemigos resultaron entre sí esos dos Pablos!
    En definitiva, fue como una lectura a ojo fresco, sobre una nebulosa base de metáforas huyentes, inaprensibles, e intraducibles en una última instancia, porque no podíamos simultáneamente medir su hondura estética y su ubicación en el verso, ni tampoco al unísono sopesar nuestro estremecimiento y el punto versal exacto adonde aquél era generado. Algo así como un remedo del principio de incertidumbre de Eisenberg.
    Lectura más libre, pues, más despojada de confusas sedimentaciones y más ajustada a la igual libertad que la cuidadosa organización de esta antología presenta. O sea, los poemas están situados en cinco secciones que llevan por título otros tantos versos del poeta. Así, cada sección adquiere un tono particular, y corresponderá a los lectores intentar a su vez, conscientemente o no, otorgar un orden o un continuo no estático al conjunto de lo recibido. Es decir, como suele pasar con la lectura de obras relevantes, en lo personal y en lo colectivo, cada receptor portará en su ánima un libro similar pero distinto de Claudicación permanente (título, agregamos, publicado en el año 2003, aunque de distinto contenido).

 

Para nosotros no fue, sin embargo, una relectura sin memoria, sino la reactualización y ampliación de una experiencia que se había dado a través del áspero tránsito cumplido por Nuestra América de los años 70 a los 80, y que tanto golpeara a Jorge Enrique Adoum. Nos reconocimos otra vez en su permanente evocación e invocación de la patria, ese Ecuador amargo que diera a conocer en 1949 y que luego aparecería -en cuanto materia interminablemente elaborada- como importante cifra de su obra. Nos reconocimos en su larga situación de exilio, en la trashumancia obligada y/o elegida, en su acuciante capacidad para estar siempre con su verbo dispuesto a la representación tanto de lo cotidiano como de lo infrecuente, tanto del padecimiento propio como del ajeno dolor –y justamente por ajeno, asumido en la interna entretela.

 

En el conjunto de su propuesta, como se ha señalado con veracidad, se entretejen tendencias de nuestras más altas tradiciones líricas y de nuestras más esplendentes expansiones épicas. ¿O acaso Los cuadernos de la Tierra, sólo parcialmente incluidos en este libro, no parecen derivar, cual sucede con las raíces de ciertas palabras, de una épica asociada con el áspero transcurrir de la historia continental? Si hasta en “Las ocupaciones nocturnas” se plantea la fundación de una ciudad: ¿ecos o contraecos de Santa María, de Macondo, de Cuatrocasas, de Rivamento y otras? Hálito de épica actualizada, de gestiones dolidas, populares, colectivas que, por mera analogía, no podemos desvincular del Martín Fierro, el Canto general, La hora Cero, El sueño de las escalinatas, la Epopeya popular de las comidas, Canto del macho anciano…, sin obviar el señalamiento que Labastida hace del Poeta en Nueva York.

 

Pero esa épica incluye asimismo, más que como tema o tópico largamente sedimentado por la cultura, la actitud de Adoum con respecto al humano amor y sus rostros innumerables. Nada de ese amor parece serle ajeno, ni el amor erótico que expresa la figura       
materna, ni el de los amantes que sólo tienen sus huesos para abrazarse, ni el amor-desamor-ágape-pasión que no podrá nunca ser representado por la mera palabra poética.
Y, como otra ramificación de lo épico en Adoum, la atención directa a las cuestiones de la sociedad y de la historia, al modo quizá de los antiguos mitógrafos que pretendían generar mundos reales a partir de las confusas nomenclaturas de dioses, héroes, montañas, mares, bichos maravillosos, monstruos, tribus y naciones.

 

Pero esa atención, diríamos obsesión, sólo podría alcanzar aproximaciones en función de los viajes, del nomadismo, de la interacción con otras comunidades, con otros idiomas, con otros tonos del amor, del sufrimiento, de la amistad, de la ausencia. Es cierto, concordamos, que Adoum ha escrito desde el dolor; en verdad, siempre resulta revelador comprender desde dónde escribe un poeta, desde qué movible punto de la personalidad multiplicada que respira en cada ser humano. ¿Cuántos otros somos en nosotros? Realmente, desde hace milenios sabemos eso, de lo contrario a nadie se le hubiera ocurrido inventar el andrógino, ni los cambios de sexo como hizo la sacerdotisa Enjeduana hace 4300 años, ni nadie hubiera desarrollado los mitos y leyendas asociados tan hondamente con la metamorfosis.
Pero, es quasi innecesario decirlo, la poética de Adoum se ha forjado también en el ancho ámbito de las letras ecuatorianas. Sólo bastaría anotar los tres nombres que ayudaron, creemos, a su tránsito poético: Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero y Alfredo Gangotena, bien alimentados todos por las vanguardias de principios del siglo xx, además de imaginativos, experimentales, enredados en los fecundos filamentos de su época. Habría que añadir asimismo a Hugo Mayo, nacido antes que ellos pero que los sobreviviera, poeta de asombrosa soltura temática y versal. Y quizás a Efraín Jara, por su desgarrante elegía “Sollozo por Pedro Jara”, que roza la metafísica alzada por Adoum en su quizá más dramático y resplandeciente poema: “El amor desenterrado”.
Esta breve exposición a propósito de la antología Claudicación intermitente (título que parece sugerir una ciclotimia existencial), no puede ni debe soslayar lo que entendemos como señal evidente de la creatividad de este poeta: la pelea dialéctica entre los acosos escriturarios formales y aun experimentales de las décadas adonde se instaló o fue instalada su existencia de dinámico ciudadano de la patria y del mundo, y su insobornable apego al desciframiento y a la puesta al día de las numerosas utopías que se han dado y se dan en la América Magna de Pedro Henríquez Ureña, y sobre las que ha escrito tan acertadamente Fernando Aínsa.

 

Los arquetipos de la utopía social, de la utopía amorosa, de la utopía espiritual, son desarrollados por Adoum con base en una escritura de asentada, adensada, intensa, esclarecedora, elaborada, renovada, dramática propuesta. Es tanta la sabiduría de vida y tanto el conocimiento de la lengua hispanoamericana, así como de otras, que las modalidades versales (aun en la mezcla de géneros, según las líneas admirables de “Algunos Juanes de Rulfo”), aparecen sostenidas por frecuentes encabalgamientos, versículos detonantes, neologismos a lo Oliverio Girondo, hipérbaton naturales, adjetivación relampagueante, fraseo coloquial, ritmos tan fluidos como deliberadamente tropezados, duro lirismo, metros clásicos en connubio con metros populares, etc., y todo ello distanciado de los ensayos intertextuales de hoy, que sirven tanto para ganar jugosos premios como para demostrar falta de imaginación creativa.

Finalmente, pensamos que Jorge Enrique Adoum se ubica por el conjunto de su obra poética, dentro y fuera de la poesía de Ecuador. Como es ecuatoriano de hueso colorado, es latinoamericano/caribeño y, por tanto, terrícola de tiempo completo. Un poeta más allá y más acá de sí mismo, que llegó a esa frontera indefinible en donde se unen, místicamente, la verba poética, la apasionada fe en la justicia social, la insaciable sed de utopía y las dimensiones sombrías y esplendentes del humano amor.

 

México DF, 6 agosto 2009

 

 

 

 *Jorge Enrique Adoum, Claudicación intermitente (antología), Prólogo de Jaime Labastida, Alforja / Universidad A. de Nuevo León, México, 2008, 222 pp.