Aires Viciados, de Rafael del Castillo

Rafael del CastilloEl poeta venezolano, Ernesto Román-Orozco, nos conduce a los nudos literarios de la poesía del colombiano Rafael del castillo, director del Festival de Poesía de Bogotá.

 

 

 

RAFAEL DEL CASTILLO:
Aires viciados

 

Aires Viciados
Aires Viciados

 

Hay una especie de desamparo en todo esto.
Margarito Cuellar.
Ernesto Román-Orozco.

 

1.- Un animalito gris juega dentro de mi cuerpo.

 

Una voz, una palabra, una poesía que se descubre y redescubre en la pasión silenciosa, reconcentrada del poeta Rafael del Castillo Matamoros (Tunja, Colombia, 1962), viene en lumbre de las calles. Es Bogotá, la ciudad que vive en (sus) ventanas, parafraseando a Ignacio Ramírez en el grandioso libro Palabra capital, su propio cuaderno de escritura diaria. Aunque nunca la nombra, el poeta mexicano Margarito Cuellar, la devela en su signo. Siento la caída de sus versos, ladrillo a ladrillo del poema, descalzos sobre un paisaje urbano de acostumbrados escombros y, por acostumbrados, crudos en los pájaros que extrañamente sobrevuelan los techos de esa capital mordida por hombres mordidos por esa capital. Los tiros vienen y van de bando a bando. Así lo sígnico en su libro Aires viciados (Alforja poesía, Colección Azor, México 2007). Un hermosísimo corpus editorial que reúne su poesía desde 1981 al 2006.

 

Un signo

 

Camino por el campo de batalla
buscando entre los escombros un inicio de vida
una palabra extraviada en el aire
un eco
el zumbido de una mosca…

Tal un animal hambriento
escarbo la tierra ansiosamente
en pos de un trozo de vida que llevarme a la boca
de un signo que saborear acuchillado entre las piedras.

 

 

He aquí el sentido común que se soslaya, afortunadamente con el hecho de una valentía y una resignación al mismo tiempo. Sabernos citadinos de un horizonte de argamasa; escribirle desde el palafrén brillante de sus sombras… campo de batalla, ecos que van quedando en las paredes alfombradas de la melancolía, el animal borracho que se discute a sí mismo su flagrancia de navaja tras las puertas del tren. Nos diría Juan Gustavo Cobo Borda: Sin olvidar arpista, tiplero y acordeonero que se suben por las puertas de atrás de los buses y cantan, claro, boleros de amor y despecho.

 

2.- Entre tantos objetos que el olvido va adoptando.

 

Comienza a regarse el desamparo. La herida como de costumbre oscurece, pues su luna de sangre hecha costra, es la insignia más palmaria de esas noches que, con sus pájaros de lino fuliginoso, se resguardan en sus venas. Así lo llama a la puerta el olvido, cuando la habitación solitaria de tanta ropa usada, lo habita. Es la soledumbre del poeta Rafael del Castillo, el dibujo de un cuarto quizás de luz frustrada. La claridad, por supuesto, la coloca su palabra poética: lámpara sempiterna de descripción de un mundo cruzado por el hombre que se va inventando con cada lunar de su vida. Por eso nos dice:

 

Receta

 

Cuando la noche
cuando la herida se levanta a la altura precisa del silencio
y gotea un pajarito muerto
y otro
y otro
cuando ya no se sabe o se ha olvidado
el sabor de la luna y de otras frutas…
uno puede decir:
abran la puerta abran la puerta
déjenme entrar
que está lloviendo.

 

Es cuando surge el animalito gris que es recorrer su ciudad esencial en cualquier ciudad de sus asombros. El guión existencial no habla de un paisaje onírico, de un plano visual de hollín, de seres que deben tanto a la vida que la vida misma termina absolviéndoles sus respiraciones. Un poema titulado Ciudad nos enviste cuando queremos delatarlo ante el mundo; su escenario de personas mal estacionadas en sus confusiones. Y es que Rafael del Castillo, hace de lo urbano un santuario de estruendos, un tensor de vivencias que resiste al fin y se detona hacia un cielo de carne perfumada con malevo designio. Es el borracho que muere, dentro de una canción, tristísimo, la prostituta que se desnuda, sin desvestirse, en las manos abiertas y pobladas de líneas que siempre desembocan en orígenes tolondros.

 

3.- Siembro botellas de alcohol en medio de mi pecho.

 

Llega el momento en que la ciudad se convierte en un vetusto paisaje, y todo se hace símbolo o ecuación de un presente, encallado en una taquilla de néctares, en un bar. Pero el figón en sí es la ciudad en la conducta poética de Rafael del Castillo. Y surge; se devela la consanguinidad entre la divina comedia que cada poeta sufre trago sobre Dante, y la ciudad que lo habita, que lo recorre, que lo infierna de piel a pie. A veces, un poeta es un árbol de frutos llenos de las costras del tiempo picoteados por los pájaros, la flor de aquel que va calle abajo festejando su victoria: / el sueño en estampida/ el pájaro de la imaginación recorriendo veloz/ las paredes de su cráneo. Insistentemente me llega ese olor, ese dolor, ese color de Aires viciados… y entre el gris del olvido aparece la perpetua casa: su infancia, símbolo de todo lo nostálgico; el terruño con niebla a licor amanecido y al lugar remoto de sus (des)encuentros. El ocaso del niño, siempre con esa soledad de los lápices mordidos en las lágrimas.

 

Herencia

 

Abuelo
algunas veces
llegaba tarde a casa
con ganas de mandarlo todo al diablo

Quizás habría bebido unos tragos de más
pero el abuelo ebrio
era tan sólo un hombre en un sillón
un hombre como éste que hoy fuma en la penumbra
mientras que por su rostro
desciende
lentamente
la pincelada amarga
del dolor

 

Hay ciudades a las cuales se les dificulta respirar frente a nosotros, respirarnos, sería decirlo así. Es el momento en que el poeta Rafael del Castillo retoma su realidad, en razón de todas las partículas sentimentales que le dicta su carga poética y existencial.  Un tanto como el tiempo que rota, rompe e irrita su mirada silenciosa del mundo, por encima de sus espejuelos de trabajo. Se trata de un tiempo fosco; de las flores ácidas que quiebran los cartílagos del alma.

 

 

El ojo del silencio
(fragmento)

I
Hoy estamos de luto
hoy andamos muy cerca de la arista mayor
mordida por la lluvia

Calle, calle, silencio,
nada digo,
gordo de letra impresa,
soy tan flaco.

Calle, lluvia, silencio,
nada digo,
gordo de tanta sombra,
soy oscuro.

 

Rafael del Castillo
Rafael del Castillo

 

Cada palabra ilumina los espacios, como diría Lautreamont: Un farol rojo, /bandera del vicio/…, una conflagración de sentimientos convocados por los ruidos de una urbe cargada de textos climáticos (Calle, lluvia, silencio…), compasivamente temperamentales donde lo cismático se hace voz perentoria, idea de un invierno con la tos metálica de la techumbre. He aquí la soledad como herrumbre de los edificios o, aquí, recordamos un verso del poeta Fedor Sologub: Pasar los días escribiendo/ y las noches en la cantina. / Entonar el alba silenciosa,/ melancólica e impetuosamente./ Y escribir versos sobre la muerte/ y la tristeza/… Di muerte al albedrío/… Y las conchas de las casas, son los altos relámpagos para que el poeta, siempre niño, siempre abuelo, se inscriba taciturno, despoblado.

4 comentarios

  1. Gerardo rivera