Roban la espada de Rubén Darío

Alfredo Fressia
Alfredo Fressia

Alfredo Fressia nos hace la crónica de este acontecimiento ocurrido en la mismísima Nicaragua.

 

 

 

 

FAIT DIVERS

LOS MISTERIOS DE UNA ESPADA

Alfredo Fressia
Alfredo Fressia

La noticia corrió por la prensa de casi todo el Continente: «Managua, 25 de julio 2008. Roban espada que usó Rubén Darío. La prenda, de un valor incalculable, fue hurtada por desconocidos de una vitrina que estaba bajo llave en el museo, señaló El Nuevo Diario de Managua». El museo en cuestión está en la ciudad nicaragüense de León, a 90 quilómetros al noroeste de Managua, consagrado a los archivos y los objetos personales del poeta, y funciona en la casa donde éste pasó parte de su niñez.

La espada es la que llevaba el «Príncipe de las Letras Castellanas» como parte de su indumentaria de gala al presentar credenciales frente al rey Alfonso XIII, como embajador de Nicaragua en España. Esto fue en 1908 y esa función diplomática duró poco. Efectivamente, José Santos Zelaya, el presidente nicaragüense de entonces, fue derrocado en 1909. De este período diplomático del poeta sólo le quedaron las falsas apariencias del boato, ya que en la práctica el gobierno no le pagó el salario combinado. Quedó también alguna foto en la que Darío, junto a los estragos físicos provocados por su alcoholismo, exhibe la espada.

Esa tal espada mide unos 90 centímetros, es decir, es un espadín, y no se entiende por qué sería «de valor incalculable». Me cuesta entender ese «valor» atribuido a ciertos objetos, que remitirían a un artista por metonimia: porque el artista los tocó o porque le pertenecieron. Recuerdo la primera vez que vi ciertos objetos que custodia la Biblioteca Nacional, especialmente la muñeca de Delmira, o su vestido de novia. Yo era muy joven y fue Arturo Sergio Visca quien me los mostró. Me fui con la impresión densa de lo vano, y de haberme deparado con fragmentos momificados de una biografía, cuando justamente la poesía lírica contiene siempre en su cierne a la vida más prístina.

Esa supervivencia enmohecida de la vida pertenece sin duda a ciertos museos, a ciertas academias, a todas las estructuras que se crean a partir del lado más exterior del hecho literario, y es justamente por eso que Darío le pedía a «Nuestro Señor Don Quijote» su célebre: «de las academias/ líbranos, Señor«. En vertiginosa rima con «blasfemias» («horribles«) y con «epidemias«, las academias, que a veces podrían ser sólo un poco patéticas, se vuelven devastadoras en la «Letanía…» de Darío.

Lo que seduce, en cambio, de la literatura, es su carácter de objeto casi inasible, su naturaleza siempre furtiva y siempre instigadora. Junto a la música, la literatura, y la poesía en primerísimo lugar, son formas del arte que nunca se entregan totalmente, que nos instan siempre a recomenzar su aventura. La sonata que oímos es siempre una de las posibles sonatas que aquella partitura contiene en sí misma. El poema que leemos es sólo una versión, la que tenemos frente a nosotros, con sus erratas, con su calidad mejor o peor del papel, su tipo de letra, su color, su distribución en la página. El mismo texto, en un apoyo diferente -en Internet, por ejemplo, y mejor aún, en la memoria- nos resultará otro, o efectivamente lo será. Ya ni menciono los textos que conocemos por traducciones, obra generosa de un lector anterior, el traductor, o acaso de más lectores, si incluimos al editor, un personaje que nunca debe ser desdeñado en el momento de la lectura.

Tengo en casa algunas pocas fotos que me son queridas -de amigos, tantos que ya no están entre nosotros. Una de ellas, sin embargo, es la imagen de André Gide al fin de su vida. Está recostado en su cama de metal, austera, leyendo a Virgilio. Aquel hombre que tuvo todas las riquezas -dinero, talento, gloria-, que poseyó bibliotecas y documentos como el Sylvestre Bonnard de Anatole France, acaba sus días leyendo un único poeta, y lo hace en la edición que usaba cuando estudiante. Ya no quiere las ediciones lujosas, o anotadas con erudición. Gide quiere llegar al Texto, el primero, el anterior a todos, el inencontrable, por la modesta vía de una edición para estudiantes, sin duda porque esa versión debía estar impregnada de recuerdos, pero también y sobre todo porque ese lector había aprendido que el Texto primero es furtivo, es sólo una aspiración que cada lector debe completar a su modo.

Pero no es preciso ir a Virgilio y su azarosa historia de copistas medievales. Ahora mismo, cuando cité los versos de Darío, esos que imploran distancia de las academias, miré mis tres ediciones de sus Poesías. En una de ellas, el «Señor» comparece con minúscula, en dos el «líbranos, Señor» está entre signos de exclamación, y una parece totalmente errática en la distribución de los versos en la página. También en dos de ellas, «academias» aparece con minúscula. Es probable que, a cierta altura, ni siquiera Darío supiese cuál había sido la forma primera, suponiendo que «la forma primera» tenga más valor que las otras, como se apresuraría a recordarnos la crítica genética.

Confieso que a mí, como a casi todos, me gusta imaginar el Texto primero, eterno e imposible. Y en cuanto a la noticia del robo de la tal espada, también me instigaron los detalles de suceso. Porque una de las agencias agregaba: «Los autores de este robo únicamente se llevaron la espada, ya que dejaron en la vitrina los guantes, el pañuelo y el sombrero que usó el Poeta«. No demoré en imaginarme a un académico robando el espadín. Tal vez lo hizo seducido por su forma fálica, pensaba, o, al apropiarse de ese objeto, mi académico imaginario podría estar en busca de la fuente del talento, esa que fue tan pródiga con Darío y tan avara con él.

Pero mis elucubraciones duraron sólo tres días. El lunes 28 de julio la policía nicaragüense encontró la espada en un barrio pobre de Managua. Y el robo era sólo obra de un borrachín: «El presunto autor del robo, ocurrido el viernes pasado, ha sido identificado como Isaac Francisco García, de 19 años, un bebedor consuetudinario, que al momento del allanamiento de la vivienda logró huir.» Una verdadera decepción.