Latinoamérica ¿Vanguardia en los años sesenta?

Sergio Mondragón Foto: JAL
Sergio Mondragón Foto: JAL

Se pregunta Sergio Mondragón, quien dirigiera la ya legendaria revista El Corno Emplumado, con Margaret Randall ¿hay una tradición de ruptura en América Latina?

 

 

 

 

LA VANGUARDIA EN LOS AÑOS  SESENTA

Sergio Mondragón

 

Claudio Willler, Jotamario Arbeláez, Sergio Mondragón en La Bienal del Libro en Fortaleza, Brasil. Foto: JAL
Claudio Willler, Jotamario Arbeláez, Sergio Mondragón en La Bienal del Libro en Fortaleza, Brasil. Foto: JAL

 

El cambio perpetuo

¿Una segunda vanguardia en América Latina en los años sesenta? ¿Reaparición de la corriente poética vanguardista que se dio en las lenguas latinoamericanas a principios del siglo XX, se ocultó más tarde durante algunos años, y brotó de nuevo con ímpetu renovado en esa década espléndida y terrible? He aquí una hipótesis adicional: la existencia de una vanguardia permanente en el arte literario, asociada a una tradición de la ruptura, generadora y recipiente de las novedades y las metamorfosis de las formas escritas, aquello que implica el abandono de las convenciones anteriores, reverberaciones del idioma que en su perenne movilidad nos recuerda siempre que el evento central de la vida y el arte literario es el perpetuo cambio, algo que en la historia de la poesía en lengua española dio principio en el momento mismo del nacimiento de las lenguas romances.

Los sesenta

La década de los años sesenta fue en varios de nuestros países  protagonista de una ruptura de los valores artísticos, sociales, morales y políticos. Una ruptura que se venía gestando y expresando desde años anteriores. Un aire fresco y nuevo en la forma de sentir. Una revolución de las formas, que es lo mismo que decir: una renovación de los contenidos. La década extendía su ramillete de acontecimientos magníficos y atroces: la guerra de Vietnam y el movimiento pacifista internacional; la revolución cubana, que tendió desde el primer día una aureola de esperanza sobre América Latina, donde muchos países padecían sangrientas dictaduras militares, golpes de estado y feroces gobiernos oligárquicos. El espíritu de la época se expresaba en la búsqueda del cambio de estructuras, y eso explica la intensa experimentación que se dio, el entusiasmo, la novedad y la rebelión en todos los ámbitos de la sociedad, el cuerpo, el pensamiento y el arte. Es entonces que se da la toma de estafeta y reaparece con fuerza la corriente poética de las lecciones que había impulsado la vanguardia de principios de siglo, personificada señaladamente en Vicente Huidobro, Mario de Andrade, Oswaldo de Andrade, José Juan Tablada y ultraístas y estridentistas, entre otros. Es también el tiempo en que se da a conocer el boom y se lanza una nueva literatura latinoamericana.

 

Sergio  Mondragón y Claudio Willer. Foto:JAL
Sergio Mondragón y Claudio Willer. Foto:JAL

Migraciones de escritores y poetas

México era en los años sesenta centro de atracción y cruce de migraciones de escritores y poetas que viajaban de países de América del Sur hacia el norte, y de los Estados Unidos hacia el sur. En esos años ocurre la llegada a México de varios poetas de la generación beat, algunos de ellos visitantes frecuentes del país y otros que se quedaron a residir allí por largas temporadas, entre ellos Allan Ginsberg, Philip Lamantia y Lawrence Ferlinghetti, los cuales, al mismo tiempo que otros poetas norteamericanos como los que conformaban el grupo «Black Mountain College» y los de la escuela de Nueva York, se alejaban de Elliot y Pound, con una actitud vital distinta frente a la escritura, y mediante el uso de un lenguaje diferente al de aquellos maestros; ahora estos jóvenes poetas propiciaban y se beneficiaban de la intervención del azar en el poema «portador de una energía», hablaban de versos «proyectivos» o «abiertos», en tanto que en México se teorizaba sobre la «fuerza enlazadora del lenguaje», «obra abierta» versus «obra cerrada», y se veía al poema como un «campo de experimentación». A México llegaron para quedarse y escribir allí Alvaro Mutis y Gabriel García Márquez, al lado de Juan Rulfo y Carlos Fuentes, que no escribían ya como sus antecesores pero se empeñaban, como los nuevos poetas latinoamericanos, en la construcción de otra estética, en muchos aspectos inspirada en las lecciones que habían dejado las vanguardias anteriores. En Brasil, Colombia, Argentina, Cuba, Venezuela, Ecuador, Uruguay, Chile, Nicaragua, Perú, en todas partes surgía desde mediados de los años cincuenta una poesía distinta, ya plenamente inspirada por la modernidad, que se apartaba de la que se había hecho anteriormente y se alejaba de la prosodia, la retórica y las formas fijas que la habían sustentado hasta ese momento, a pesar de la irrupción -o interrupción- que había protagonizado la vanguardia. También llegaron a residir en México el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal y la chilena Raquel Jodorowsky, mientras se daba entre todos los poetas y países un intenso intercambio epistolar, algo que Jodorowsky llamó «circulación sanguínea de poesía», mientras Cardenal escribía que «la verdadera Unión Panamericana era la de los poetas, y no la otra, la OEA». Proliferaban en México y en el continente entero las revistas y los grupos literarios como Eco contemporáneo, El techo de la ballena, Ventana, Pucuna, Tzántzicos, Nadaístas, y el movimiento concreto de Brasil, que, aunque no representaba a toda la nueva poesía brasileña, sí era una parte de la vanguardia de esa poesía y proponía y exploraba una sintaxis visual apoyada en el ideograma y la analogía, en lugar del principio lógico-discursivo del verso tradicional. Además, de Brasil llegaba a todas partes para acompañar el proceso de la escritura, la cadencia del bossa-nova, mientras los beats llevaban con ellos hacia México las novedades del jazz y sus revistas y libros ilustrados con pintura abstracto-expresionista. Como un hecho significativo, en 1964 se celebró en la ciudad de México, convocado por las revistas Eco contemporáneo, de Buenos Aires, y El corno emplumado, de México, un encuentro de poetas y escritores llegados de todo el continente -un eco, quizá, de la Semana de Arte Moderno que se llevó a cabo en Brasil en 1922-, al cual asistió más de un centenar de escritores y poetas para hablar de la renovación, el cambio, la agitación poética.

Un legado artístico

¿Pero cuál era la herencia que había dejado la vanguardia? En primer lugar, una atmósfera de libertad, la reivindicación del derecho a experimentar y escribir exactamente como lo demandara el momento mismo de la escritura del poema; el abandono de la traba de la rima; el cultivo de la asonancia, y en ocasiones de la angulosidad y la asimetría, herencia del cubismo y el abstraccionismo; el empleo del verso libre: para todo lo cual habían quedado como soportes teóricos, entre otros, las reflexiones de Mario de Andrade en el «prefacio interesantísimo» a su libro «Paulicea Desvairada», en torno al tránsito de las formas fijas a las irregulares, y los versos melódicos horizontales frente al «acorde arpejado» de lo que llamó «verso armónico», todo lo cual apunta, aunque sin que él lo haya dicho así, a la participación del lector en la configuración y significado del poema, lo que es una de las característica principales de la poesía y la prosa que se escriben en la segunda mitad del siglo XX. En suma, ahora se confirmaba y asimilaba aquel legado y se proyectaba la novedad fulgurante de otra estética ya plenamente inspirada por la modernidad, explorando y practicando la que es hoy la vertiente más viva y frecuentada por nuestros poetas: ritmo acentual, verso libre, tono y cadencia de la conversación (o de las conversaciones), irregularidad silábica, estrófica y tipográfica, puntuación libre también, todo lo cual ha ampliado enormemente desde entonces las posibilidades de la significación. Trazos artísticos que han seguido explorando muchos de los poetas que escriben en las lenguas latinoamericanas desde entonces y hasta el presente.

La tradición de la ruptura

La ruptura de las formas poéticas quedó ampliamente documentada en las revistas y antologías de los años sesenta, pero esta tradición de la ruptura -bautizada así por Octavio Paz en 1966- no fue algo nacido con las vanguardias ni con lo que las siguió, ya plenamente asumida y consolidada la modernidad. Tampoco ha llegado a su fin, como muchos lo han afirmado equivocadamente, así como se equivocaron los pensaron que el surrealismo era ya cosa del pasado. La tradición de la ruptura es inagotable porque su energía es producto de la dinámica del lenguaje, que en su inevitable movilidad construye y destruye perennemente las formas poéticas. Los antecedentes de esta creación-destrucción del lenguaje pueden verse, en la poesía en lengua castellana, y para poner algunos ejemplos, en la obra del nicaragüense Rubén Darío, que como se sabe revitalizó nuestra poesía con sus innovaciones; y aun más allá, en San Juan de la Cruz, autor del primer caligrama de nuestra lengua, un poema en verso libre que es también un dibujo y está escrito en líneas verticales, de abajo hacia arriba; y en los experimentos de Garcilaso de la Vega, que al tiempo que llevaba a la cumbre el verso endecasílabo -el cual fue en su momento una ruptura con la poética castellana del siglo XV- realizaba intentos de versos  de irregularidad silábica, que no fueron apreciados positivamente ni por el gran crítico americano Pedro Henríquez Ureña, ni por el gran maestro español Marcelino Menéndez y Pelayo, que los llamaron, respectivamente, «desaciertos» y «versos mal acentuados»; y todavía más atrás, en el siglo XIII, en que el Arcipreste de Hita no duda en dislocar su discurso poético para dar cabida en su «Libro de buen amor» a una multiplicidad de formas que inauguran la angulosidad y la asimetría, nada menos que en el contexto ortodoxo y rígido del «mester de clerecía». Y nuestras lenguas mismas, ¿no nacen inaugurando esta tradición de la ruptura al conformarse desprendiéndose del latín medieval y creando de inmediato la forma de versificar silábica y acentual, que seguimos empleando hasta hoy, y que desplazaba a la otra, cuantitativa, que usaban los poetas latinos medievales? Aquel gesto íntimo de desafección y repudio hacia una concepción del mundo que se había derrumbado -la del Imperio Romano de Occidente- fue también una postura de temple vanguardista que no escapó al desdén de la asamblea de los doctos al comienzo; pero  fue asimismo el embrión remoto y rimado -otra ruptura en su tiempo, la invención de la rima- de un renacimiento que habría de ser fundamento de nuestras lenguas hasta el presente.

Para finalizar: ¿Hay o no una tradición de la ruptura permanente? ¿Se dio una segunda vanguardia en América Latina en los años sesenta?

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