Entrevista al escritor costarricense Guillermo Fernández

Vayamos a tu poemario Atrios ¿De qué modo se gesta? No es un poemario como el anterior. Más bien está en el tránsito de hacer de la palabra un objeto sucinto. No es que no haya brillantez, o metáforas deslumbrantes. Más bien se puede adivinar en la poética una dinámica imaginativa, cierto matiz filosófico en el tratamiento de la palabra.

Es cierto lo que decís. Atrios es un poemario en que traté de pensar sobre el mundo de una manera grave y trágica. Quise lograr un máximo de concisión. Algunos poemas todavía me gustan, son ensayos sobre una concepción fragmentada de lo vivido en los ochenta: falta de rumbo existencial, horror al prójimo, disipación, crisis amorosa, todos estos ingredientes que fueron mis recetas preferidas, y que ahora me suenan hueras, o por lo menos no me atañen.

En sí el poemario, aunque no brillante en sus imágenes ni «positivo», contiene algunos trabajos concretos que son como esculturas en las que labré mi tiempo personal, mi vacío de esa época, que tal vez solo fue mío, o también parte del tiempo que viví.

En Atrios también se configura una suerte de reflexión dislocada. Mi idea en ese tiempo era que no se podía decir nada racional del mundo, que la lógica no podía ser presentada en el texto literario, porque no existía tal cosa en la vida. Solo se podían ofrecer brochazos de las circunstancias, o epifanías cuya transcripción era desoladora.

Existe una «corriente» ligada a la poesía social o revolucionaria. A veces pareciera que esa «tendencia centroamericana», que aún respira, convierte a la poesía en un ticket de caja registradora, de logotipo de supermercado. Parece que cercena el mito, le niega toda posibilidad de metamorfosearse en un «objeto artístico». Convierte a la poesía en un fetiche del «cataclismo» actual.

Cuando se produjo la revolución en Nicaragua, el entusiasmo que se produjo en el país fue enorme. Recuerdo que hubo una feria del libro en lo que es hoy la Plaza de la Cultura y que en dicha feria los nicaragüenses eran la atracción. A todos los que deseábamos escribir los colegas de Nicaragua nos recomendaban hacerlo sobre la revolución, el pueblo, la lucha guerrillera… Recuerdo que había revistas literarias con poemas que explicaban cómo se diseñaban granadas. Vos te acordás de eso porque llegaban al apartado de la Revista Andrómeda que dirigiste por tantos años. A la distancia nos parece ficción. Ahora no veo por ningún lado a esos poetas revolucionarios. Creo que fue una moda. La moda también puede ser producida en París o en cualquier país de Latinoamérica. La moda es aplastante y encubre lo que no es considerado moda.

Con todo esto tampoco se puede ser muy cruel. Se entiende el entusiasmo por cambiar las estructuras sociales de estos países. Pero creo que la idea de amoldar toda expresión en el intento de denunciar la injusticia ha producido demasiada mediocridad en las letras. Recuerdo un poeta que hablaba lindezas sobre la revolución ante su sétimo café en el conocido bar Chelles. Este señor nos decía, en tono muy sabiondo y sentencioso, a los más jóvenes, que mientras Guatemala padecía los crímenes de una dictadura, nosotros, los poetas jóvenes e inconscientes, nos dedicábamos a escribir una poesía amorosa y llena de adornos. Este señor ahora viaja en limosina y dejó de escribir. Para nada le importan los indígenas de Guatemala, ni la palabra pueblo. Escribe los discursos de los presidentes.

Después de tanto tiempo persiguiendo la poesía, incluso huyéndole, incluso odiándola por muchas razones (entre ellas por desaliento, realismo feroz e inquina de lo que se valora hoy como poesía), supongo que uno escribe solo lo que puede escribir desde su más auténtica soledad. Lo que queda de tanto bullicio es una comunicación básica entre un semejante y otro, un mensaje que permitió la comunicación esencial entre los seres.

Ahora bien, estoy de acuerdo con que la poesía se puede convertir en un fetiche ideológico. En un extremo está el arte al servicio de la revolución, y nos encontramos con dicterios stalinistas peligrosos, y en otro extremo está el arte al servicio del peor nihilismo, donde se pueden exhibir perros que mueren de hambre. Abomino de cualquier bando.

Hace tiempo quiero que abordemos un tema que está vinculado -de uno u otro modo-  con esta conversación. Me parece que aquel joven poeta, que vivía a veces como un «guerrillero» en ciernes, o un trashumante noctívago, tenía amplia posibilidad de manejarse en los parámetros y el estilo de la poesía  exteriorista y no lo hizo. Más bien era contundente  en sus postulados y cierto matiz de desprecio sobresalía entre sus labios para hablar de esta corriente. Cuando se hace una relectura de sus poemas queda la impresión de estar leyendo a un poeta fuera de serie; descollaba y sobresalía entre las modas del momento. Como lo intuyes, me refiero a la figura de David Maradiaga.

David Maradiaga fue el más grande poeta de su generación. Escribió poemas que aún no han sido completamente asimilados. Son parajes nuevos en la poesía nacional, algo así como Eunice Odio, a quien la han convertido en un icono. Lamento pensar que lo mismo sucederá con David. En el futuro, será considerado una especie de oráculo que muy pocos entendieron y que puede ser utilizado como mecha para muchos petardos exhibicionistas. David fue un poeta que vivió a su modo. Su visión era la del águila, pero su carne era solo la de un simple muchacho sin rumbo, casi un expatriado.

Era un artista capaz de profesar las más grandes contradicciones. Era un ser llameante que pasó al lado de quienes lo quisimos y lo entendimos, a pesar de que fue intratable, iracundo, injusto en la amistad, injurioso, exigente.

Cuando leo sus poemas, me sitúo en aquellos años desiertos que nos tocó vivir, y digo desierto porque David fue -ahora lo comprendo- el símbolo de los ochenta y noventa en nuestro país: un alma atribulada y llena de sed por conquistas imposibles.

David Maradiaga era un poeta que debió vivir más. Aún recuerdo muchos de sus buenos poemas que se perdieron. Resuenan en mí, desde el día que lo conocí en aquella cantina alucinante que se llamó El Lobo Púrpura, donde tantos nos consagramos a beber y a convivir con una poesía de ladrillo, de flores lunares, de locos encantadores.

Lamento que mucha de la poesía de Maradiaga se haya perdido. En su tiempo encontró impedimentos reales para que una editorial le aprobara uno de sus poemarios. El académico insulso que le negó esa posibilidad puede hoy ser un oscuro catedrático que habla sobre literatura, pero su poesía y su mente son manufacturadas. En cambio, el espíritu de David es flamígero; su verso está lleno de posibilidades, cada una de sus sentencias son como frases de esfinge.

En vida, por supuesto, le cayó mal a todo el mundo. Era realmente un geniecillo imparable. Recuerdo el día que le fue a decir a una escritora de poemas eróticos muy respetada en el país (porque el costarricense es muy pusilánime y mojigato ante el sexo) que era solo una burguesa llena de chichés. Lo sacaron del recital. Lo iban a linchar en la calle. Un día agravió a un poeta oficial, buen poeta por cierto, porque había dedicado su vida a ganar premios, a utilizarlos para su propio beneficio, lo cual en este país es moneda común.

David Maradiaga comprendió que escribir en Costa Rica era la tarea más ridícula. Jamás le iban a abrir un espacio, a él que era demasiado sincero, demasiado poeta para achicarse ante el lambiscón, el académico roñoso. Su vida era ciertamente un viaje de excesos que en él parecía tener un sentido. Es extraño.

Ahora bien, David Maradiaga se ha convertido en el icono de un grupo de poetas que juegan de peligrosos. Son los chicos malos que han venido a sustituir a David. Sin embargo, ninguno de ellos escribe como Maradiaga, ninguno de ellos es realmente un poeta maldito como lo fue realmente David, y ninguno de ellos lo ha leído seriamente. Si realmente leyeran a David, entonces encontrarían a un poeta superior y refinado. Nada de medio pelo.

Pasemos a Danzas, otro de tus poemarios. En el año 2002, la Editorial UNED realizó una cuidadosa edición. En alguna ocasión, el poeta Alfonso Chase dijo: «es celebración… Danzas es la celebración de Guillermo a través de su poesía». Conversemos en términos de estructura y concepción de la idea poética.

Danzas es un poema que estructuré durante varios años. Se trata, ciertamente, de una celebración. En realidad, es un libro de poemas amorosos, el campo donde mejor me he sentido, porque es donde más sueños prohijé desde que me enamoraba de la vibración terrena y no tan terrena de las mujeres.

Compruebo, a cinco años de publicado el libro, que también tengo algunos poemas favoritos y otros no tanto. Pero me gustó elaborar el proyecto. Sobre todo, estaba realmente enamorado de una forma platónica, y este estado triste para un hombre lascivo y carnal como yo era la segunda vez que me ocurría.

Quizá el amor es la estación que nos une a todo lo existente. Por lo demás, no hay mucho amor en los días de un hombre y una mujer. Vemos, por ejemplo, el tumulto en una ciudad y nada parece más alejado del amor como el placer, gozo y comunión con un ser que nos invita a su vida. Todo es sucio y raído. Hasta las financieras están pobres. Hasta los templos exudan tristeza planetaria. El amor, para mí, fue como la droga natural que me mantuvo alerta durante largos periodos de tiempo y donde pude haber sido solo un autómata. Solo el amor me ha alejado del automatismo. Y eso lo sé. Por eso lo he buscado tanto.

Agradezco al amor la posibilidad de haber escrito sobre él, de haberme sentido un mortal habitado de súbito por la danza de los planetas.

Claro que todo pasa y nos queda el recuerdo de la danza. Y la danza efectivamente nos sucedió. Mi libro recoge esos instantes, como casi cualquier poema de amor que recoge la fragancia de la fuga que somos todos cuando deseamos que algo permanezca fijo.

Después de la publicación de Danzas, das a conocer el volumen Efecto invernadero, que es una selección de cuentos. Lo cotidiano y lo fantástico se entrecruzan y conforman un laberinto eficaz. Queda la sensación de que tu narrativa está cargada de elementos líricos que le confieren a la prosa la musicalidad y cadencia que el lector busca. Estos son textos vitales, orgánicos, con  la adición especial del elemento sorpresa, pero con una alta dosis de plasticidad poética.

Efecto invernadero fue una obra que me gustó escribir. Había empezado a componer una novela que no había cuajado,  y que se concretó en el cuento que lleva el libro por título. Ahora lamento no haberla terminado. Me faltó empuje. El cuento, así, inconcluso trata sobre un viejo amigo de los libros que visita La Espiral, una compraventa de libros usados que yo sitúo en Paseo de los Estudiantes. Allí se reúne con algunos amigos, también obsesionados con la literatura. Mientras un día escapa de los «chapulines» en la Avenida Segunda, busca refugio en otra compraventa donde conoce a Carla, una absurda vendedora de libros y revistas que parece mujer necesitada, de esas que uno conoce por la vida y que son sobrevivientes de relaciones y proezas sin cuento. El hombre se siente a sus anchas con la vendedora e inicia con ella una historia de amor.

Creo que Efecto invernadero posee cuentos, como vos decís, que intercalan lo más cotidiano con lo fantástico. La lectura sobre todo de los norteamericanos como Raymond  Carver, John Cheever, Robert Fox, y otros, y de cuentistas como Borges y Cortázar, Rulfo, ha sido fundamental. Algo sí es cierto: cuando leí a Antón Chejov me mordió la serpiente. Me prometí escribir alguna vez algo parecido a La dama del perrito; tanto me intrigó este cuento, por ser tan perfecto. La lectura de Chejov fue apasionante. Llevaba mi antología del ruso por doquier. Releía sus relatos con una admiración desbordada. He llegado a pensar que de tanto releer los mismos trabajos de un autor le queda a uno como una costra en el cerebro, una costra verbal, que luego sirve de basamento para los futuros cuentos que uno escribirá. Debo decirte que también he rendido culto a Ray Bradbury, el mago de Crónicas marcianas. Cruciales han sido los cuentos de Nathaniel Hawthorne, Flaubert, James Joyce y el irlandés Dylan Thomas, este último un cuentista fabuloso.

Me parece que en Costa Rica existe mucho material para escribir. No hay que ir tan lejos para saber que en nuestro suelo hay exceso de vivencia fantástica, capaz de inspirar a cualquier escritor. Costa Rica en el fondo es como un continente y pasan cosas extrañísimas. El lugar común de que nada ocurre aquí desde el big bang y que ha hecho «célebre» a un escritor nacional que se cree demasiado listo, es una de las creencias más baratas que existen. Es un hecho que algunos escritores en este país se la pasan hablando trivialidades con el fin de obtener la venia oficial y el beneplácito de los académicos aburridos. Gracias a Dios, la literatura demostrará que en este país ocurren cosas todos los días. ¿En dónde no es así? Claro, comprendo que algunos deban ir a París para decir que han vivido, como si cambiar de lugar geográfico lograra retocar una imaginación pobre.

Durante muchos años te has balanceado en la cuerda de la creación, la edición y la crítica. ¿Nos podrías hablar sobre estas ocupaciones?

Me gustaría dedicarme a la creación tiempo completo. Sin embargo, esto no es posible en países como los nuestros donde ser «creativo» solo se permite en las agencias publicitarias. Ahora bien, para ganarme la vida he tenido que hacer de todo. Me fui haciendo editor por fuerza de las circunstancias. Hoy día puedo diagramar mis propios libros. Me encanta hacerlo. También he escrito comentarios de libros. Podría vivir comentando libros de todo tipo en una página literaria. Creo que es una de las ocupaciones más dignas que conozco.

El comentador de libros es un escudriñador de sentidos. Yo no creo que sea un crítico literario. Los críticos literarios son sospechosos. He conocido varios que escriben con mucho sesgo. Hay uno que escribía en La Nación y que le encantaba encajar en lo que él consideraba «actual». Como una vez le estaba editando un libro en la Editorial Costa Rica y le hice unas observaciones sobre su puntuación que no le gustaron, pero que no pudo rebatir porque eran congruentes, entonces se vengó de mí escribiendo de Efecto invernadero una crítica mordaz en su columna. El señor afirmaba que los personajes del libro eran miserables, y que los cuentos no encajaban en el formato clásico. En otra ocasión, celebraba a un poeta por ser moderno y escribir en verso libre. Otro día escribió sobre Jacques Sagot y lo puso a la altura de Chejov o Allan Poe. El caso es que Jacques Sagot tiene una presencia mediática y yo no. Yo soy solo un escritor marginal.

He conocido de todo en cuanto a crítica y me parece que no existe casi nada serio respecto de ella. Algunos afirman, por ejemplo, que Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, es la novela que le hubiera gustado escribir a Borges. Y nada más inexacto. Borges jamás hubiera imaginado escribir dicha novela porque es demasiado existencial, sus alusiones sexuales son demasiado ricas, sus personajes son espontáneos y nada filosóficos. Los de Borges sí. Borges era esencialista. No tenía el sentido laxo de lo prosaico en la vida y buscaba un orden ideal en sus cuentos donde pudiera mantener a raya el irracionalismo de la vida cotidiana, su entropía vertiginosa.

Los críticos me parecen como especies de trasquiladores de ovejas. Trasquilan la oveja hasta que la dejan sin rastro de lo que era antes. Pienso que hay comentadores con ojo crítico. El comentador puede reelaborar. Pero el crítico académico quiere hacer moldes donde se encasille todo. Su ánimo de encasillamiento es temible. Pueden hacer de una obra carente de sustancia una obra importante. ¿Y por qué? Porque tienen la jerga para hacerlo.

Hay que recordar que vivimos un tiempo de jergas. Y los críticos academicistas viven del empleo de su jerga. Con esta forma de decir las cosas, complicada e inaccesible, pueden decir lo que deseen.

Los críticos también son amigos de sus amigos y sus fobias. Me refiero, por ejemplo, a un libro del escritor Carlos Cortés donde trata de fijar un canon personal de la literatura de Costa Rica, y establecer un Olimpo literario donde su mirada sea la única por encima del resto. Es un libro que solo se puede producir en Costa Rica. Y servirá a la larga para estudiar sociológicamente la patología de los escritores consumidos en el egocentrismo de provincia.

¿Consideras que para cada disciplina hay que tener su propia visión, o por el contrario estás del lado de quienes sostienen que hacer poesía, narrativa, ensayo, crítica, es lo mismo, un juego con el lenguaje? Un viaje lúdico.

Los géneros son solo guías. No deben ser respetados. Son modalidades que uno puede seguir por convención. Sin embargo, los géneros se entrecruzan. La creatividad es tan inusitada en la literatura que nada se puede estratificar en forma rotunda. Un día decís que la poesía debe tener estas características, y aparece el poeta que comprueba todo lo contrario. Otro día se dice que los cuentos deben tener un final sorpresivo, y aparece un cuentista a quien no le interesa sorprender al lector, porque le parece una condescendencia con quien busca recetas en el arte. Un día se establece que la novela debe tener estas estructuras, que no se debe emplear un tipo de discurso, que los personajes deben hablar como la gente de la calle, y resulta que aparece un autor que le interesa filosofar a través de sus personajes. Yo no creo en las recetas en ningún campo de la literatura. Las recetas son violadas constantemente. Las leyes terminan rotas, en el suelo.

Supongo que me inclino a la idea de que uno tiene a mano un lenguaje vivo. Desde el momento en que uno sabe que el lenguaje está vivo, este empieza a brillar como una supernova en la mente. El lenguaje es como un dios. Pero también puede ser una hoja seca, un periódico viejo en un basurero, la voz predecible del político con su sonsonete vacío, las tímidas interpretaciones del científico social con su argot limitado. El escritor tiene un dios en el lenguaje y  se resiste a ser cazado con facilidad. Ese dios es a veces lo que todos podemos sentir y no podemos expresar de la misma manera todos los días. Para mí, expresar lo inexpresable es el fin del creador. Eso que permanece en la boca de todo el mundo sin que aflore. Las intuiciones que no pueden ser aclaradas, porque la vida es un enredo donde casi todo el mundo se presta las mismas frases y palabras para continuar a ciegas.