Entrevista al escritor costarricense Guillermo Fernández

Guillermo, ¿cómo y cuándo fue tu encuentro con la palabra poética?

Vos te lanzas al ruedo, siendo muy joven, con un poemario bien equilibrado, La mar entre las islas.

Mi contacto con la poesía, recuerdo, data desde que tuve conciencia de mí mismo. Admiraba la poesía como una forma convencional de decir no,  trasgresión del mero acto de transmitir frases cotidianas. Me aficioné a la poesía con una pasión que creció con los años. Necesitaba explicarme con la poesía. Incluso consideré que ésta podía tener efectos en el mundo, una capacidad de transformación casi milagrosa. Con los años se modificó esa creencia que imagino deriva de una tendencia ancestral de los hombres que hacían uso de la palabra con fines mágicos. El libro de los muertos es un buen ejemplo de esa aspiración del hombre creador. Leí una vez un poema magnífico del norteamericano Allan Tate en el que retrataba esa búsqueda de su juventud por modificar el mundo, un poco nostálgico de esa presunción imposible. Me emocionó ese hallazgo. Siempre tuve la convicción de que la poesía era más que un género literario, la poesía era una demanda cósmica o fuerza universal en la que un grupo de hombres y mujeres estábamos enlazados. La poesía era una «religión», en un  cierto sentido, una religión que poseía su propia ceremonia secreta.

Con el primer poemario, probé el placer de las palabras. La mar entre las islas fue una experiencia amorosa con el verbo que no he vuelto a experimentar jamás. Obviamente, el estilo del libro puede no ser contemporáneo, pero supuso mi inserción en el medio literario del país. Ahora lamento no haber podido sostener la voz de dicho primer libro. Entré en un fiero universo sin diálogo con la palabra, buscando y buscando en otros poetas. Fue una fría época de casi diez años donde el placer de la palabra fue espina del ánimo. Asumí, después de La mar entre las islas, ese libro escrito por un joven ingenuo, que se debía escribir como T.S. Eliot. Pero ya T.S. Eliot había escrito su Tierra baldía. Conocer a grandes poetas filósofos fue paralizante.

Desde ese tiempo, asumiste un compromiso con la palabra poética. El poema trabajado como una totalidad, desnudo, sin artificios. Es probable que el misterio esté en la «buena cocina»,  como sucede con algunos artistas plásticos.

Creo que el poema, es decir, cada poema es irrepetible. No creo en producción a chorro, sino en una labranza paciente, particular. Paul Valèry tardó veinte años en escribir Cementerio marino; Rilke, otros veinte para terminar sus Elegías. A veces trabajar un poema también significa sacrificarlo, dejarlo en el olvido. A veces solo nos queda una frase. En este sentido, no soy aficionado a la idea de que se puede escribir todos los días. La verdadera poesía es el breve resultado de un artista durante toda la vida. Tenemos el caso de Charles Bukowski, que escribió grandes poemas a la par de otros muy malos, megalómanos, efectistas. Lo mismo le ocurrió a Neruda, que le escribió odas a Stalin. Constantino Cavafis es el tipo de poeta que solo escribió lo que debía escribir.

La «buena cocina», como vos lo decís, tiene que ver a veces con largos periodos de silencio. Incluso es buena cocina la imposibilidad de escribir. Porque es un hecho que hay épocas en que el poeta está dormido, como vapuleado por la realidad, soportando a ese hombre penoso de todos los días, ese que solo mira y calla. En algún momento, sin embargo, como un asaltante, el poeta nos arrebata la murria, la pereza, la estrechez mental, y volvemos a nuestra lucha, a sentirnos despiertos.

Se puede percibir en tu poesía una preocupación por decir las cosas de una manera categórica, pero a la vez el lenguaje está trabajado con una alta dosis de símbolos y metáforas herméticas, que pueden llevar al lector por diversos senderos, quizá es una manera de no ser complaciente, ni lineal. ¿Cuáles fueron tus lecturas, tus influencias?

Vivimos la época de la comunicación complaciente, porque todo está configurado mediante la necesidad de vender de la forma más expedita y fácil. Este mecanismo del capitalismo ha permeado toda la cultura. No en balde algunos de los escritores más famosos hoy se confunden con vedetes. La mercadotecnia aplicada al libro, desde la venta de las grandes editoras a las corporaciones comerciales, tiene a mi parecer repercusión solapada en el mensaje del creador que aliena su trabajo a los moldes de mayor venta. Esto ha sido como alisar el verbo hasta convertirlo en una vestimenta de uso masivo. En este marco existen resultados buenos, pero no todo es bueno.

Desde muy joven supuse que el verbo debía tener su vecindad con el lenguaje arquetípico. Esta había sido mi experiencia con la lectura de los simbolistas y parnasianos. Nunca consideré que la poesía pudiera ser sencilla expresión cotidiana. Para mí debía ser búsqueda del lenguaje perdido, de ese que solo se pudiera evocar, nunca designar de manera precisa.

Obviamente, esa fue una actitud superada. Creo que el poeta debe hablar con la lengua de todos días. Pero a mí me ha costado mucho. Fui presa de cierto alambicamiento que algunos no han tardado en señalar, incluso de manera negativa. Hoy estoy de acuerdo con que la claridad es básica en la comunicación poética. Sin embargo, me siguen gustando poetas como Rene Char o Rilke, como Rimbaud o Baudelaire, este último mi poeta, el poeta por excelencia, el médium, el albatros sin destino en la sociedad, el cantor de viejitas raídas, el alucinador, el gran evadido que nunca pudo evadirse, el más tierno de los condenados.

Hoy ser sencillo es el reto más grande del mundo. Ser sencillo es botar toda afectación, es rehuir el facilismo expresivo de coyuntura, la pose progre, el nihilismo de pacotilla que a tantos seduce.

Después de escribir el poema, ¿qué queda? ¿Un signo indescifrable, un castillo de naipes, pasas al otro lado del cristal o es tu propia vivencia?

Después de un poema queda una sensación de trabajo a veces inconcluso. Es la experiencia de muchos poetas, y también la mía. Lo que se produjo ya no permite enmiendas. He considerado a veces que algunos poemas han sido tan vivenciales que ya ni siquiera entiendo qué emoción los produjo ni qué quisieron decir. Me quedo con unos cuantos que representan mejor lo que dije, la intuición que tuve en ese momento. Sé también que escribí algunos poemas que solo derivaron de una situación coyuntural; los miro ahora con extrañeza y, por qué no, con cierta pena.

Lamento, por otro lado, haber botado algunos poemas que me parecen hoy valiosos. Los tiré a la basura en un trance de intolerancia tan grande conmigo mismo que solo me parece posible gracias a la existencia de un «otro» dentro de mí capaz de ser infame con el esfuerzo y el amor de mi vida.

Hoy envidio a los poetas que protegen su arte contra el agitado mundo moderno que nos tocó vivir. Incluso envidio a los golfos de la poesía, porque yo también fui un golfo de la poesía, un vividor desinteresado del verbo. Me parece maravilloso que existan jóvenes que «desperdicien» su tiempo escribiendo poemas. A veces los considerados «buenos» poemas, esos que ganan premios, son como esqueletos de mariposas.

También comprendo hoy que la poesía es más una actitud. La poesía no es un género literario. Mentiras. Eso de los géneros está bien para los profesores de literatura. La poesía es una forma de aproximarse al universo, y esa forma es la más noble de todas, la más real y transparente. Ninguna otra expresión nos ubica de manera tan esencial en el universo como la poesía. La verdadera poesía no puede mentir. Y los hombres, a pesar de que viven en la mentira, saben esto y en el fondo la temen y la veneran. Cuando un poeta entra al mundo con una voz nueva, atrae los corazones, los atrapa en una comunicación libre de todo interés. Es el acto supremo de comunicación.