Entrevista al escritor costarricense Guillermo Fernández

Guillermo Fernández
Guillermo Fernández

El también escritor, editor y tico, Alfonso Peña conversa con su compatriota.

 

 

 

 

 

GUILLERMO FERNÁNDEZ (San José, Costa Rica, 1962)

Guillermo Fernández
Guillermo Fernández

«La aventura humana todavía tiene sentido»

 

 

Alfonso Peña

Alfonso Peña. Foto: JAL
Alfonso Peña. Foto: JAL

San José, Costa Rica. Viernes por la tarde. Por las cercanías del Farolito,  en medio de los postreros juegos pirotécnicos de la puesta de sol, vamos caminando y charlando en cuadrilla. Nos regodeábamos en una conversa que giraba y volvía a retorcerse de Carlos Santana a Buck Mulligan; del comandante Fidel a Jimi Hendrix;  de las chicas del Fito’s a las del Tauro’s. Nos pertenecía la tarde. Íbamos camino a la noche. Se podía permitir cualquier vaina. Siempre y cuando tuviese cohesión. Esa palabra le encantaba al Sufi. El poeta (¡nada de joven poeta!) se nos unió en la esquina del bar Buenos Aires. Lo primero que hicimos fue pedir una botella de saragua. En la barra el poeta nos enseñó su libro recién editado. El Sufi dijo, alzando el vaso ámbar, «hay que festejar a los poetas. Un libro, lo que se llama un buen libro no sale todos los días». Recalcó: ¿lo dijo Ferlinghetti?

¿Poesía? ¿De qué hablábamos?

El Dr. Faustus pidió música. El viciado ámbito sintió la vibra de más de un bolero. Va acorde con el lugar. Lo de bar Buenos Aires se debe al tango, no, al trío Buenos Aires. Pero tiene que ver con el tango. Lunfardo. Bandoneón. Por aquí ha dejado su huella Ray y Gilberto y Daniel y te acordás cuando nos vimos con el Pibe y Kalay. Conforme avanza la noche se dan momentos de altísimo voltaje.  El poeta charló sobre Antonin Artaud y el Sufi recitó de memoria el mensaje al Dalai Lama. Cheo sirvió otros saraguazos. En ese mismo momento se escuchaba por el recinto: ¡Somos tus muy fieles servidores. ¡Oh Gran Lama…! ¡Enséñanos, Lama, la levitación material de los cuerpos, y como evitar ser retenidos por la tierra…!

Caminamos al amanecer por las calles de Chepe. Estampidos y luciérnagas de neón en  la fiesta noctívaga. Sabor acre gas  lacrimógeno en nuestras bocas. Era la recompensa de la cruda inmisericorde.  Llegamos a la buhardilla-redacción de la revista. A cargar baterías: a subir, nada del horrible down. De repente el Sufi, en un malabarismo: ¡eso de no  se sabe  de donde lo sacó, de donde vino!, esgrimió una reserva celestial. Era la pócima aligerante del elixir redivivo. Después de la  primera reverberación de Purple haze, como un canto visceral, cada uno a escuchar de rodillas esa artera letanía. Con las manos yertas se teclea el suelo al compás del requintazo dislocado.

El poeta se inclina ante la sólida «remington». Pareciera que la sondea, que le mete un latigazo entre la armazón engrasada. Es el duelo con la página en blanco. Es posible que diga, que murmure, que musite con suavidad. Las yemas de sus dedos  aceleran el ritmo. Por momentos se vuelve tenso, expectante. El carro de la máquina en cada ir y venir ¿violencia tenue? desgarra palabras, resquebraja adjetivos,  trastea metáforas.  La página en blanco se va trocando en una mancha grisácea. De repente una figura sobresale entre la textura de la página. Es una especie de esqueleto cartografiado. Son lamparazos en blanco y negro. En la mente del poeta se repite el sonido taquicárdico de la guitarra; por su mano corre un espasmo que lo lleva a la poesía.