Josefina Estrada nos cuenta

La escritora mexicana Josefina Estrada nos cuenta, es decir hace cuentas de las diferencias que la hacen vivir junto a otro escritor literalmente distinto, Sandro Cohen. ¿Los opuestos se buscan?

 

 

El y yo

Josefina Estrada

1

A él no le incomoda el frío. Diría que le gusta. Dice que yo no lo conozco. Tiene razón, yo nací en un país tropical. Y él, de niño, construyó muñecos de nieve. Pero yo no necesito conocer de temperaturas bajo cero para que mis dientes castañeen y mi nariz se vuelva roja y moqueante. Él se ríe de mi inverosímil frío y dice que soy como el personaje de Juan Rulfo, aquel que regresó del infierno por su cobija. En las noches heladas suele decir que es un lindo clima. Mete sus manos en los bolsillos, su figura se yergue y sus pulmones se llenan de aire. Parece que camina a la orilla del mar, en el ocaso más cálido. Adora usar suéteres y chalecos en los días invernales. A mí el frío siempre me toma desprevenida; no consigo vestir con las prendas adecuadas. Algún fragmento de mi cuerpo quedará al descubierto y el villano frío conseguirá acuchillarme una oreja o la punta de los dedos. Y cuando más doblada de frío estoy, con la cabeza hundida, semejante a una tortuga escondida en su caparazón, él suele decirme una frase odiosa: «¿Frío? Frío es cuando se te congelan los mocos». En las noches de viento fresco, él  no se apresura a abrir el portón por estar mirando, asombrado, mi zapateado y brinquitos que doy sobre mí misma para entrar en calor. «¡Ay, por Dios qué exagerada eres!», me recrimina. Y lo odio con toda el alma. Sin exageración.

Un día, él concedió comprar una cobija eléctrica para la cama matrimonial. La adquirió cuando se cansó de dormir al lado del bulto femenino cubierto por suéter, sudadera, pants y calcetines. Claro, él no soporta el artificial calor y hace a un lado las mantas; así, duermo sepultada por la doble ración de cobija electrificada, pero desnuda, claro.

2

El adora el helado y los pasteles y el chocolate y las galletas y el pan y la pizza.  Puede comerse un pastel entero, una caja de galletas o un litro de helado en pocos minutos. El monstruo come galletas es anoréxico a su lado. A mí, estos deleites no me fascinan ni me hacen especialmente feliz. Pero él puede recorrer media ciudad para llegar a una heladería que vende determinado sabor. A él le gusta comer y comer; a mí, guardar la línea. Y debe tener la sangre tan dulce que a él lo devoran los moscos mientras que a mí me ignoran. Así tome todas las precauciones para impedirlo, lo atacarán. Entendí su frustración cuando me embaracé, los moscos preferían picarme a mí que a él. Pero como sólo me he embarazado una vez a su lado…

3

A él le gusta la música clásica. Toca el piano varias horas al día, mañana, noche y madrugada. No descansa hasta dominar una partitura. Repite mil veces un pasaje. Practica hasta cuando no está frente al piano. En la mesa de los restaurantes, mientras llega la comida, tamborilea los dedos sobre la mesa. O ensaya en los silencios de la conversación; en los altos de los semáforos, sobre el volante. En el coche va escuchando el disco con la música que está aprendiendo.

Yo no sé nada de música. No sé leerla, aunque sí escucharla. Y la que él toca, la sé de memoria. Sólo puedo escuchar sus palabras que me van contando sus avances y dificultades, pero no sé replicar; no soy la mejor interlocutora. Sus oídos son muy finos. No soportan los sonidos discordantes que hay por doquier. La estridencia lo malhumora. Hemos salido huyendo de lugares ruidosos como si una plaga nos persiguiera.

Pero los oídos de él son raros; captan cualquier sonido fuera de tono, pero las palabras no las oye bien. Cuando así sucede, pone su mano detrás de la oreja,  como si fuera la bocina de RCA Víctor, en un intento por amplificar la voz del interlocutor. Ni a su hija menor ni a mí nos apabulla este gesto, pero a las empleadas de las tiendas, sí. Porque él gritará: ¿Qué? No le escucho.

Yo oigo perfecto. Y poseo un oído muy fino para captar los giros coloquiales. Aunque para la música tengo oído de artillero. Por eso me ha de agradar la música popular. Me la paso escuchando todo el cuadrante del radio mientras manejo, para oír las canciones de moda. La mayoría, las memorizo. Pero siempre termino sintonizando alguna estación de música clásica.

Él tiene cualidades extraordinarias para aprender idiomas. Su idioma materno, el inglés, lo domina maravillosamente. Lo mismo que el español. Sabe bastante de francés. Lee hebreo. Entiende yidish y alemán. Yo no sé ni cómo aprendí el español. Con dificultad me hago entender en inglés, y lo leo con apuros. Por lógica, apenas puedo comunicarme con su familia. Ni mi suegra ni cuñados hablan español. Su mamá vive a cinco mil kilómetros de distancia. Y cocina lo mínimo. La mía viene todos los días a la casa a prepararnos platillos de la exquisita comida mexicana.

4

A él le gusta correr; tanto, que tiene en su haber varios maratones. La ciudad es un mapa de recorridos. Conoce cuántos kilómetros hay de la casa a cualquier punto. En la oscuridad de la madrugada lo saludan las prostitutas y se mofan de él los borrachos que van terminando su juerga. Sabe en qué zaguán hay perros agresivos. Y por eso, porque corre y practica el piano en la madrugada, duerme muy temprano. Yo me acuesto muy tarde. Por la noche suelo leer los periódicos matutinos. O escribo. Mientras él corre o aprende una sonata, yo duermo mi primer sueño.

A mí no me gusta el ejercicio físico. En tercero de secundaria estuve a punto de no obtener el certificado, en el tiempo estipulado, porque iba a reprobar la materia de Educación Física. No asistía a esa clase; prefería esconderme en los baños.

A él le gusta el béisbol, jugarlo y ver la serie mundial, y yo no entiendo un carajo. Pese a que me ha explicado las reglas decenas de veces. Mi hijo lo entendió antes de saber hablar. Por cierto, el padre de mi hijo también amaba al rey de los deportes. Con los dos aborrecí los extraings, el sueño dorado, según el Mago Septién

5

Él es rubio de ojos verdes, estatura media. Miguel Ángel lo hubiera seleccionado para esculpir alguna escultura de un rey bíblico. Yo soy delgada, morena clara, cabello negro y estatura estándar. Quizás un pintor asiático podría haberme tomado de modelo.

6

El odia ir de compras. Cuando va al supermercado, escoge sin comparar precios ni fijarse en las ofertas. Si va a comprar sopa, puede escoger diez paquetes de una misma clase. Tampoco le gusta estrenar ropa porque implica estarse probando diversas tallas; por eso, tiene varios pantalones desajustados o algunos sacos le quedan grandes. Pero su gusto para combinar texturas y colores es muy elegante. En cambio a mí me encanta mirar los aparadores y probarme la ropa. Puedo pasar horas en los grandes supermercados, analizando los contenidos de los productos, comparando precios y aprovechando las ofertas. Por eso, si vamos juntos, me entrega la lista de los productos que debemos comprar y me dice: «Tenemos quince minutos». Es una centella recorriendo los anaqueles. Y yo voy detrás de él, quitando los productos que considero que no son los mejores.

7

Asegura que en cuanto me vio, se enamoró de mí. Que le fascino mi sonrisa y personalidad. Cuando lo vi por primera vez, me dije: «Qué guapo y distinguido». Pero me pareció inalcanzable. Un año después, empezamos a conocernos y vimos que teníamos muchas cosas en común. Son tantas, que nos han permitido vivir una relación de 28 años. Un día lo acusé de exagerado. Él me dijo que sí, que por eso se había casado conmigo. A los dos nos gustan los perros y los gatos. «¿Por qué tenemos dos perros y dos gatos?», me preguntó. Y yo le dije: «Porque somos unos exagerados».

Sí, los excesos nos unen. Las diferencias, también.

4 comentarios

  1. Alicia