Beatriz Russo nos presenta

Beatriz Russo Foto: José María Plaza
Foto: José María Plaza

La poeta madrileña, Beatriz Russo, presenta en La Otra algunos fragmentos de su poema La prisión delicada, y algunas reseñas y comentarios sobre esta obra.

 

 

 

 

 

 

Beatriz Russo (Madrid 1971)

Fragmentos de La prisión delicada de Beatriz Russo

Calambur, 2007

 

Beatriz Russo
Beatriz Russo Foto: José María Plaza

 

 

ÉSTA es mi prisión delicada.

No me salvéis.

Aquí yacerá la que pudo haber sido Ophelia.

Inventadme un epitafio que se oculte bajo el musgo.

Que nadie incinere mi cuerpo.

Tengo algo que evocar.

Besé su boca,

la bocca baciata de Fanny Cornforth

y sentí el margen de una moneda trasquilando la infancia de las veloces manos del raso.

¿Prostituta o costurera?

En la vertiente que hay en el sino están en juego las cartas de la sangre.

Llegaron al mundo las mujeres a tejer su desdicha en los telares de la miseria.

Los trapos del hambre amontonándose en las trincheras sin aire.

El anonimato de las abejas harapientas.

Y también llegaron mujeres a los telares de la delicia.

La sabia contienda de unas manos cansadas de su precariedad.

El ruido de la rueca no ensordecía el cuerpo de las otras hilanderas de la noche.

Escribieron sus nombres proscritos en una coroza de papel secante y fueron señaladas por los dedos de las esposas impolutas.

¿Prostituta o costurera?

No hay mayor masturbación que la del halago, mayor deleite que la hermosura en estos tiempos de vanagloria.

Cantad todos la pandemia de los burdeles.

Que se abran las puertas de la moderna Babilonia.

«¿Quién fue la bella Laura Bell?

The queen of whoredom

¿Quién Kate Cook, Emma Crouch y Cora Pearl?

Toutes elles demi prochaines»

Pero cantad también la pandemia de las fábricas.

Que se abran las puertas de la moderna Etiopía.

¿Quién veneró a las otras artesanas de la noche?

Pocos conocen el castigo de las míseras costureras.

El baile elíptico de las agujas trazaba hondas muescas en sus dedos.

En las oscuras salas de una fábrica gemía el hilo de las futuras ciegas.

Y temblaban después sus cuerpos apuntalados en los rincones ebrios.

Otras muescas hay en sus dedos.

Muescas del dolor de un útero enfermo bajo los dientes de las embarazadas.

Los clavos de cristo en el pubis de las esposas rotas.

Murieron en la fosa común de la historia, en el estrecho nicho de la conciencia.

Murieron con la lenta eutanasia de las mártires,

muertas veteranas del ejército de muertas,

muertas de hambre en las calles de polvo y niebla.

Anónimas muertas.

…………………………………….

ME he tatuado una serpiente en mi pierna con tu nombre y a veces siento que está viva, como tú,

y asciende mis muslos hipnotizada por algún Himno a la belleza,

y se desliza, pontífice de un rito que no suelo entender, pero me sigue, como si de pronto mi voz fuera un salmo penitente,

y entonces tú me obedeces, mártir de tu fe en mi cuerpo,

y asciendes un poco más hasta llegar a la antesala de mi sexo,

allí donde esperas la vehemencia de tu nombre, el sentido de ser tú el llamado y no otro, tú en comunión con tu nombre a la espera de mí.

Doscientos años de vida tiene tu nombre y sin embargo,

tatuado en mi pierna se ha hecho serpiente y a tientas busca mi cuerpo.

Cada vez que te nombro profano un instante tu reposo y te obligo a que duermas junto a mí,

a que asciendas mis muslos tal y como ahora te digo,

así, lentamente, con la falsa detinencia del deseo que se retracta por miedo a no verse ennoblecido,

con la imprecisión de una mano inexperta que finge un control que sólo yo poseo.

El baile de la serpiente sobre mis nalgas es perpetuo.

La serpiente descalza baila en la antesala de mi cuerpo antes de morir en mí.

La música que ahora emite mi mano bífida en un coro desentrañado.

La serpiente se arrodilla desnuda en la antesala de mi cuerpo antes de morir en mí,

Y le grito que es ahora,

el instante de ahora y no un milímetro después que ahora dejas conmigo, como si conocieras la estrategia de varias dosis de veneno sobre mi sexo.

Ahora y sólo ahora, repito.

Pero la serpiente arrastra sus pies descalzos por la antesala de mi cuerpo antes de morir en mí,

ahora y sólo ahora y no más tarde, repito,

Ahora,

en la tenue frontera de mi cuerpo dividido en dos mitades reconciliadas.

Ahora,

con todos mis nombres, los que yo te doy y te pido que pongas sobre mí.

Ahora,

con la blasfemia del último canto en la divina estampa de los deleites.

Ahora bendigo mi nombre con tus dedos de mi mano.

Ésta es mi prisión delicada.

No me salvéis.

Aquí yacerá la que pudo haber sido Ophelia.

Inventadme un epitafio que se oculte bajo el musgo.

Llegó mi hora de descansar.

LA PRISIÓN DELICADA de Beatriz Russo

Publicado con su habitual rigor por el sello editorial Calambur, el más reciente libro de poesía de Beatriz Russo (Madrid, 1971) contiene un único poema salmódico: bello texto escrito formalmente con parámetros cercanos a la poesía en prosa del último Juan Carlos Mestre -elaborados versículos libres en los que parece hermetismo lo que en verdad es libertad y desatada imaginación-. Así -los lectores de poesía menos obvia estamos de suerte- logra esta poeta adentrarse en ese camino que también transitan otras poetas muy recomendables del hoy como por ejemplo Ana Isabel Conejo (Atlas), Julieta Valero (Los heridos graves) Guadalupe Grande (El libro de Lilit), Alexandra Domínguez (Poemas para llevar en el bolsillo) y Silvia Zayas (Somos estacionarios).

Su poema, largo y lento como un blues femenino, se apoya en un pensamiento de Luis Cernuda para titularse La prisión delicada: «Ésta es mi prisión delicada./ No me salvéis./ Aquí yacerá la que pudo haber sido Ophelia./ Inventadme un epitafio que se oculte bajo el musgo/. Que nadie incinere mi cuerpo. / Tengo algo que evocar.»… ¿Y qué es temáticamente La prisión delicada?

Las creadoras expatriadas y geniales que coincidieron en el París de los locos años 20 -más concretamente en la orilla izquierda del río Sena, la llamada Rive Gauche- se consideraban a sí mismas lo opuesto a esas otras mujeres que aparecen en los cuadros prerrafaelitas (s. XIX). Amaban la belleza exótica de esas beatrices y ofelias, de esas estilizadas mujeres postrománticas de rasgos escandinavos, pero desdeñaban su pasividad, su condición de creadas y contempladas en vez de creadoras y observadoras, y por eso se empeñaron en superar el modelo de mujer prerrafaelita. Tomaron pues como modelo alternativo a Safo, la poeta de Lesbos, enfatizando el hecho de que esa primera poeta lírica había rebasado su condición de «décima musa» para ser algo más que musa: se había revelado. De hecho Safo -decían- frente a la épica, lo masculino, lo colectivo y la tradición helénica había optado revolucionariamente por la lírica, lo femenino, lo íntimo y la tradición asiática y, al hacerlo, había abierto decisivamente las puertas a un nuevo modelo, a una nueva forma de ser mujer.

Las reencarnaciones de Safo que habitaron el París de los años 20 miraban a las hermosas mujeres retratadas por los pintores prerrafaelitas con compasión pues se trataba de musas asépticas y pasivas encerradas en esa prisión delicada que es un cuadro; que es una vida en posición relegada.

En este sentido Beatriz Russo ha tomado como metáfora a las mujeres de los cuadros prerrafaelitas para, emulando a la vida y obra de Djuna Barnes, Thelma Wood, Natalie C. Barney, Jannet Flanner y el resto de mujeres geniales del París de los 20, reivindicarse a sí misma como creadora y como mujer con identidad propia, con cuerpo y con pasión. Se trata por eso el suyo de un libro aguerrido, densamente metafórico, audaz en el tema y tan intimista y universal al mismo tiempo que uno lo lee como imbuido simultáneamente de tradición y modernidad -de hecho en estas páginas conviven la diosa Astarté y los contenedores, Boccaccio y las fotocopiadoras-.

Además en este poema confesional se dan conciliadoramente la mano la imaginación y la metafísica -La madonnima del pianto condenó mis lagrimales. /Se inundaron mis mejillas con la corriente actividad de los malvados./ No hay tiempo para pedirle cuentas a la vida./ El nihilismo es tan improductivo como el porqué- para acabar conformando un lírico alegato moral que, más allá del feminismo, se erige en una defensa y un elogio de la feminidad con toda su grandeza, su multiplicidad y sus ámbitos propios: «En mi prisión delicada el tiempo no es de los hombres./ Los hombres se suicidaron con las magnolias de la eucaristía./ El vino es el vudú que puso espinas a la rosa./ Y el pan, la duna estéril de un desierto sin agallas.». De hecho uno termina su lectura pensando en que para esta autora la prisión delicada equivale a su mundo, a esa «habitación propia» de la que hablaba Virginia Woolf. Por eso Beatriz Russo demuestra haberse construido un mundo interior propio, rico y delicado al cual no quiere renunciar pero desea compartir para ampliar así las fronteras mentales que con frecuencia nos constriñen.

Y he ahí uno de los grandes hallazgos de este libro: su gran poder de sugerencia. Y es que uno disfruta tanto de lo que estos versos dicen como de lo que sólo sugieren, de lo que nos invitan a intuir. Y es que este poema, mientras nos ayuda a reparar en lo fascinante que resulta el modo como van cambiando y superponiéndose a lo largo de las generaciones los modelos de mujer, igualmente nos enfrenta a la evidencia de lo anquilosado que aún está nuestro actual modelo masculino: un modelo que arrastra cierto desvirtuado sentido de lo heroico, de la protección, de la sobreactuación y de la dominación el cual nos viene de la épica, del amor cortes y del arte prerrafaelita…

Beatriz Russo, como Safo, Djuna Barnes y tantas otras mujeres valientes que la han precedido, seguramente cree que ha escrito La prisión delicada en defensa de sí misma, pero, como hombre frágil, yo sé que también lo ha hecho por mí; por nosotros… Gracias.

Luis Artigue

http://www.luisartigue.com/

Un comentario

  1. Miguel Ángel Flores